viernes, 26 de diciembre de 2014

Higos y manzanas



El verano (en el hemisferio sur aproximadamente noviembre, diciembre y enero) es una estación que invita al consumo de frutas, la manera natural en que los seres humanos proveyeron su dieta para capear el calor estival. En la Biblia las frutas constituyen también una parte importante de la dieta de los antiguos israelitas, como lo comprobará cualquier lector. Dentro de los frutales allí mencionados la más significativa era sin duda la vid, seguida por el olivo, la palmera, la higuera, el granado y el almendro; la manzana tiene una presencia mucho menor. Diversos pasajes de las escrituras nos recuerdan a su vez la importancia de estos alimentos no sólo en la dieta de Israel sino en su bienestar y la estabilidad de la nación:

Porque Jehová tu Dios te introduce en la buena tierra, tierra de arroyos, de aguas, de fuentes y de manantiales, que brotan en vegas y montes; tierra de trigo y cebada, de vides, higueras y granados; tierra de olivos, de aceite y de miel”. Deuteronomio 8:7-8.

La vid está seca, y pereció la higuera; el granado también, la palmera y el manzano; todos los árboles del campo se secaron, por lo cual se extinguió el gozo de los hijos de los hombres”. Joel 1:12.

A través de la descripción del paisaje, en particular del estado de la vegetación, el autor informa a su público si estamos ante una situación favorable o desfavorable, ante un tiempo halagüeño o de tribulación. De hecho la fruta hace su debut al inicio del relato bíblico como un actor fundamental en la suerte de los primeros seres humanos: ¡cómo no pensar en la historia del Jardín del Edén! Génesis 3 nos informa que la primera pareja humana fue puesta a prueba por Dios a través de un árbol frutal: el árbol del conocimiento del bien y del mal. Así que la humana predilección por las frutas nos tiene como estamos. Un aspecto particularmente sabroso de la historia es la curiosa identificación de la fruta causante de todo este desaguisado: la manzana. Esa es la relación folklórica prevaleciente hoy en occidente sobre Adán y Eva: pecaron al comer una manzana. Lo curioso de esta conexión – aparte el hecho de que el Génesis no especifica de qué fruta se trata – es que la manzana es un improbable candidato a ser el fruto de la perdición. Por un lado, el manzano nunca jugó un papel significativo en la dieta y tradiciones israelitas, entre otras razones quizás porque, por lo que sabemos hoy, el manzano no es un árbol originario de Palestina, sino que importado desde otras regiones. Por otro lado (y aunque se alegue que después de todo la historia del Edén no se ambienta en Palestina, sino seguramente en lo que hoy es Irak), hay elementos en el relato bíblico que favorecerían a un sospechoso distinto a la manzana: el higo. Al menos en el cristianismo primitivo y en el periodo medieval, no fueron pocos los autores cristianos que identificaron a la higuera como el árbol del conocimiento del bien y del mal. ¿Cuáles son las credenciales bíblicas para semejante creencia?

En el episodio que relata el drama de la transgresión en el Jardín del Edén leemos:

Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cocieron hojas de higuera, y se hicieron delantales”. Génesis 3:7.

Esta acción de la primera pareja humana, de cocer “delantales”, un tipo de vestimenta para cubrir sus cuerpos a partir de hojas de higuera, es lo que llevó a asociar tempranamente a la higuera con el primer pecado en la exégesis cristiana primitiva y de ahí algunos especularon con que la higuera era el árbol del que habían comido Adán y Eva. El Apocalipsis de Moisés, un texto pseudoepigráfico del comienzo de la era cristiana, agregó un detalle folklórico: tras la transgresión de Eva todos los árboles perdieron sus hojas (por vergüenza ante lo ocurrido) salvo la higuera. Otros combinaron estos relatos con la idea de la higuera como símbolo del judaísmo pecador, para lo cual hallaron apoyo en el episodio de la maldición de la higuera estéril por Jesús (Mateo 21:18-20; Marcos 11:12-14, 20-22). Así, por ejemplo, Orígenes (siglo III DC) sostenía que la imagen de la higuera seca “desde las raíces” era un potente símbolo del judaísmo, que iba a permanecer así hasta el final de los tiempos.

Sin embargo, cual sea nuestra evaluación de la presencia de la higuera en la historia de Génesis 3, lo cierto es que el higo es símbolo recurrente a lo largo de la literatura bíblica. En los profetas del Antiguo Testamento es un potente símbolo profético cuya condición refleja tiempos de bendición o de maldición para Israel (Isaías 34:4; Jeremías 5:17; 8:13; 24; Oseas 2:12 y 9:10; Joel 1:7 y 2:22; Salmo 105:33; Cantares 2:13). El saludable estado de la vid y la higuera eran formas cotidianas de referirse a una condición de paz y prosperidad: “Y Judá e Israel vivían seguros, cada uno debajo de su parra y debajo de su higuera, desde Dan hasta Beerseba, todos los días de Salomón”. (1 Reyes 4:25; también Miqueas 4:4 y Zacarías 3:10). La higuera es asimismo un símbolo de sabiduría (Proverbios 27:18) y los higos tenían también cualidades sanadoras (2 Reyes 20:7; Isaías 38:21). Los judíos tenían, pues, una alta estima por los higos, al punto que cierta literatura de la época los consideraba un fruto divino y una bendición otorgada por Dios, algo así como un fruto sagrado. Quizás algo de eso o de esa alta estima por la higuera esté detrás de las palabras de Jesús referidas a Natanael: “… He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño… Antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi…” (Juan 1:47-50). Incluso la imaginería escatológica de los higos continua en el discurso de Jesús: “De la higuera aprended la parábola: …” (Marcos 13:28-29).


Frente a este potente protagonismo de los higos en el relato bíblico, la manzana (tappukha) tiene una presencia mucho más modesta. Con apenas seis menciones (Proverbios 25:11; Cantares 2:3, 5; 7:8; 8:5; Joel 1:12) su papel en la historia bíblica es muy menor. ¿Cómo entonces es que hoy en día se asocia a la manzana con la escena del pecado original? Al menos en el ámbito estrictamente bíblico es posible que el que los pocos pasajes donde se menciona la manzana se concentren en el Cantar de los Cantares, un poema de amor que relata la apasionada relación de una pareja, haya podido ayudar a crear la asociación entre amor, erotismo y manzanas. En cualquier caso, si se trata de buscar candidatos a ser el fruto de la perdición, en el contexto de las escrituras el humilde higo supera bastante a la voluptuosa manzana.

sábado, 29 de noviembre de 2014

Los Kamikaze Cristianos



“Todo está en las manos de nuestro Señor, la vida y la muerte son determinadas por él. Voy a estrellarme contra el buque enemigo cantando un himno… Estaré esperando por ti a las puertas del cielo. ¿Pero se me permitirá a mí mismo entrar allá? Mamá, ora por mí. No seré capaz de    soportarlo bien si no puedo estar contigo. ¡Adiós, Mamá!”

Una emotiva carta de despedida, una más de las muchas que se escribieron durante la segunda guerra mundial, en este caso de un hijo hacia su madre en el lejano hogar. Pero esta carta tiene algo muy particular: su autor, Tsukuru Hayashiichi, murió el 12 de abril de 1945 al estrellar su avión contra los buques de la flota norteamericana en la batalla de Okinawa. Tsukuru Hayashiichi era protestante y kamikaze.
 
En nuestra última escala por los tortuosos caminos del suicidio nos encontramos con uno de los episodios más insólitos que jamás pudiéramos imaginar: la existencia de cristianos entre los pilotos suicidas japoneses de la segunda guerra mundial. Como es sabido, el término kamikaze significa “viento divino” (kami se podría traducir como “divinidad” o “espíritu divino”, aunque a veces se interpreta equivocadamente como dios en el sentido occidental del término) y se habría originado en la época de la invasión mongola (siglo XIII), cuando un tifón (taifú) destruyó sorpresivamente a la flota y a la poderosa fuerza expedicionaria enviada por el Gran Kan de China para invadir Japón: los japoneses interpretaron este suceso como una intervención divina que salvó a su país de la conquista mongola. El recuerdo de esta antigua epopeya salvadora rondó otra vez los cerebros de los estrategas militares nipones a fines de la segunda guerra mundial, cuando los avatares de la contienda llevaron a Japón a luchar por su sobrevivencia; esta vez, como una medida desesperada para detener el avance de las fuerzas de Estados Unidos hacia sus costas, los militares japoneses desarrollaron una serie de armas suicidas, la más famosa de las cuales fue sin duda la de los pilotos que estrellaban sus zeros contra los buques norteamericanos, pilotos a los que los japoneses aplicaron el término kamikaze. Para ellos literalmente los pilotos que se inmolaban se convertían en kami, una suerte de ente divino que podía incluso llegar a ser honrado en los altares póstumamente.

Desde la llegada de católicos y protestantes a las islas del Japón en el siglo XVI se establecieron las primeras misiones e iglesias cristianas en el país del Sol Naciente. Sin embargo, la oposición oficial (Hideyoshi ejecutó a varios cristianos en su periodo) y religiosa – shintoista y budista – contra la expansión del cristianismo hizo que incluso para los años 1930s los cristianos no fueran más que el 1 ó 2% de la población del país, esto es, una ínfima minoría. No es extraño entonces que al momento de estallar la guerra los soldados cristianos del ejército imperial fueran igualmente una fracción muy menor. Si agregamos a lo anterior que la inscripción en las escuadrillas kamikaze era por lo general voluntaria, resulta particularmente sorprendente hallar reclutas cristianos dispuestos a inmolarse al estilo kamikaze. El relato de Takamasa Suzuki, hijo de padres católicos y educado él mismo en la escuela dominical, nos puede dar algunas pistas:

El 3 de mayo de 1945 fuimos consultados por nuestro comandante de compañía quiénes serían voluntarios para misiones de Ataque Especial (o misiones suicidas). Pasé noches enteras preguntándome a mí mismo si debería ofrecerme como voluntario o no… Sabía que Japón estaba condenado a perder la guerra pero pensaba que tenía que sacrificarme a mí mismo por el bien de la nación. Decidí ser voluntario y así me uní al tokko-tai (la Fuerza de Ataque Especial). Tres días después, el 6 de mayo, la compañía entera fue reunida de nuevo. El comandante de la compañía bramó, perdió su calma y nos llamó a todos una basura. Hubo sólo cinco o seis hombres que se ofrecieron como voluntarios de los 210 en nuestra compañía”.

Como consigna el testimonio de Suzuki el alistamiento en las escuadrillas kamikazes era voluntario y los oficiales exhortaban a los soldados en las unidades militares escogidas para que se unieran al esfuerzo supremo para salvar a la nación, claro que para 1945 muchos hombres no estaban dispuestos a sacrificarse viendo próximo el fin de la guerra. Con todo, los testimonios sugieren que el sentimiento de sacrificarse por su nación era muy fuerte en los voluntarios, a tal punto de considerar que morir de esta forma no era muy distinto a experimentar la muerte de otra manera. Es verdad también que muchos de estos voluntarios estaban imbuidos de un espíritu religioso en línea con la tradición shintoista de morir por el emperador y probablemente creían que despertarían en la otra vida en el paraíso como retribución de ese sacrificio, como recuerda un sobreviviente cuando relata que “la última cosa que nuestros camaradas muertos nos decían era, “estaré esperando por todos ustedes en el santuario de Yasukuni””. Precisamente el santuario de Yasukuni, en Tokio, es el controversial lugar donde hasta hoy se rinde culto a los espíritus de los soldados japoneses muertos en la guerra. Pero no todos los kamikazes eran shintoistas, había también algunos ateos y unos pocos cristianos; para estos últimos una conversión post mortem en dioses del santuario de Yasukuni no era una perspectiva real. ¿Por qué entonces soldados japoneses cristianos, católicos o protestantes, se enlistaron voluntarios en tales misiones suicidas? El veinteañero Ichizo Hayashi, otro piloto cristiano, escribiría a su madre: “Vivimos en el espíritu de Jesucristo y morimos en ese espíritu. Este pensamiento está conmigo. Es gratificante vivir en este mundo, pero el vivir tiene un sentido de futilidad ahora. Es tiempo de morir”. Las palabras de los que murieron en ataques suicidas, como Hayashi o Hayashiichi citado al principio, así como las de los que sobrevivieron, como Suzuki, nos recuerdan que estos jóvenes compartían el valor cultural de sus compatriotas respecto al sentido de la inmolación como algo que bajo ciertas circunstancias no es negativo, sino muy positivo. A diferencia de la mayoría de sus camaradas, estos kamikazes cristianos no esperaban engrosar póstumamente el panteón de los dioses de Yasukuni, sino reunirse en el cielo cristiano con sus padres, madres y conocidos, aunque la duda expresada por Tsukuru podría haber rondado sus últimos días: ¿Pero se me permitirá a mí mismo entrar allá?

Como recuerdan observadores en los momentos finales de la guerra, después de los bombardeos atómicos sobre Japón, habitantes de Kioto apuntaban que los dioses ancestrales del Japón habían sido más efectivos en salvar a Kioto que el Dios cristiano en salvar a Nagasaki (antiguo reducto cristiano en Japón). Pero el Dios que no salvó a Nagasaki, ¿recibiría a los kamikazes cristianos?

lunes, 27 de octubre de 2014

Nirvana en Llamas: la relación entre budismo y suicidio



En nuestros dos últimos artículos hemos hablado sobre suicidio; un caso más bien antiguo, el del monje vietnamita Thich Quang Duc en los años sesenta, otro más actual, el del actor Robin Williams hace algunos meses. Es un hecho que la comprensión del suicidio en occidente y en oriente es muy diferente, entre otras razones, por el trasfondo religioso (y por tanto cultural) que distingue a estos dos mundos. Mientras en occidente el suicidio está teñido de una incuestionable nota de rechazo por la tradicional visión judeo-cristiana que considera que es una exclusiva prerrogativa divina el poner fin a la vida, en oriente, o al menos en las sociedades de tradición budista, carentes de tal trasfondo, el poner término a la vida propia está lejos de ser considerado como algo negativo y más bien puede llegar a tener una visión positiva, incluso de exaltación.

Teóricos budistas de la actualidad, como Thich Nhat Hanh (foto principal) a quien citábamos en agosto, suelen recalcar que la muerte voluntaria practicada por budistas en el marco de un ritual budista no debe ser rotulada de suicidio, sino que debe considerarse como una opción distinta y de ahí que algunos prefieran hablar de auto inmolación. Tal parece ser que la connotación moral negativa que tiene el suicidio en occidente está detrás de este reclamo, pues en la cosmovisión budista la decisión de poner fin a la vida – bajo ciertas condiciones – no tiene nada de maligno, muy por el contrario, puede ser visto como un acto encomiable, trascendente, cuasi vicario. En la tradición budista se condena en general la práctica del suicidio, pero hay casos especiales en los cuales tomar la vida en las manos propias, sobre todo buscando un buen fin para uno mismo o para otros, no calificaría como suicidio (algo negativo) sino como auto inmolación (algo positivo). Es la condición en la que se encontrarían maestros avanzados del budismo, como bodhisattvas y arhats, para quienes, habiendo pasado por todas las etapas de la purificación vía la reencarnación (el ciclo de nacimientos – muertes – renacimientos), el suicidio es una forma directa de acortar su paso al nirvana, a la trascendencia. Para entender esta enseñanza hay que tener presente que en la tradición budista el cuerpo no tiene un valor intrínseco y por cierto tiene uno mucho menor que el alma, de donde el valor relativo del cuerpo está dado por el uso que hagamos de él de forma altruista, para ayudar a otros (incluyendo la auto inmolación). Ahora bien, en las dos principales tradiciones budistas, el budismo teravada y el mahayana, las opiniones difieren sobre esta materia: mientras el primero considera que esas conductas son elogiables pero no necesariamente deben ser imitadas, el segundo ve el auto sacrificio (del cuerpo) como un componente esencial del camino budista. Dado que el budismo teravada es dominante en Sri Lanka y el sudeste asiático (Birmania, Tailandia, Camboya, Laos, Vietnam) esa es la región donde se registran menos incidentes de auto inmolación, aunque como señalamos antes el caso de Thich Quang Duc nos recuerda que era posible importar esas costumbres desde otras zonas budistas. Por otro lado, el budismo mahayana es dominante en el Tíbet y lejano oriente (China, Japón, Corea), que es la región donde precisamente más casos de auto inmolación se pueden detectar. El Lotus Sutra es el texto más influyente en el budismo mahayana que es responsable de propagar la creencia de “descartar el cuerpo” en el ascetismo budista, es decir, de entender el suicidio como una forma de renunciación, una vía para renacer en el mundo espiritual o, más recientemente, como una forma de protesta o defensa cuando se amenaza a la comunidad budista (el caso de Thich Quang Duc).

La auto inmolación tiene, como anunciábamos antes, una milenaria tradición en China, tradición que sería importada más tarde al Japón. En el país del sol naciente estas ideas se introdujeron en el periodo medieval, probablemente entre los siglos VIII y X, y tuvieron acogida en varios templos budistas, en especial en el budismo Zen. Tanto el shintoismo como el budismo enseñaron a los japoneses la importancia de la lealtad, la obediencia, la disciplina y más tarde el nacionalismo: la muerte desinteresada por estos ideales o valores era algo absolutamente encomiable y apreciado. Por esta vía se comienza a entender la particular disposición de los japoneses al suicidio, como se enseña en el Bushido (el manual militar japonés), imagen ampliamente documentada y asociada con la milicia japonesa y el pueblo japonés hasta la primera mitad del siglo XX (cómo no recordar el ejemplo de los kamikazes).


El poner término a la vida propia es un asunto que hasta hoy resalta una diferencia significativa entre la cultura cristiana occidental y la budista oriental (asiática); mientras en la primera esta conducta se denomina suicidio y tiene una connotación negativa y por lo general se reprime, en la segunda la condena al suicidio sigue una cierta casuística que en ciertos casos puede tener, por el contrario, un significado positivo. Hasta cierto punto, la distinta mirada respecto al suicidio es una faceta más de los múltiples contrastes entre la tradición cristiana y la budista.

martes, 2 de septiembre de 2014

La Ciencia del Suicidio



Cuando en nuestro último artículo tratábamos sobre el suicidio o inmolación del monje vietnamita Thich Quang Duc en 1963, era imposible imaginar la triste noticia de los últimos días: el suicidio del actor Robin Williams en California, Estados Unidos. Al parecer una rebelde depresión precipitó la muerte del famoso comediante, dejando para el recuerdo una carrera notable y una serie de películas que lo hicieron tan querido en todo el mundo. Detrás del impacto inicial el fallecimiento de Robin Williams volvió a recordarnos de la manera más ominosa la persistencia del suicidio como causa de muerte de muchas personas cada día en todo el mundo. ¿Por qué se suicidan las personas? ¿Cómo entender tan dramática situación? ¿Se puede prevenir? ¿Podemos ayudar a las potenciales víctimas?

Desde el punto de vista de la aún relativamente joven investigación científica sobre el suicidio el comportamiento suicida puede entenderse como el resultado de un delicado balance entre las tendencias suicidas de una persona (endógenas) y los factores estresantes que actúan como detonantes del comportamiento suicida (exógenos). Estos últimos factores estresantes pueden ser ambientales, biológicos o siquiátricos, o bien una combinación de todos o algunos de ellos. Desde el punto de vista sicológico el suicidio ha sido estudiado a dos niveles, social (colectivo) e individual, con resultados bastante dispares.  Al nivel social es claro que la tasa de suicidios para cada nación es más o menos constante o experimenta pequeñas fluctuaciones, siendo raro que supere el tope de los 40 casos por cada 100.000 habitantes; por el contrario, a nivel individual tanto los intentos de suicidio como los suicidios consumados son más difíciles de predecir. El modelo más exitoso es el modelo siquiátrico de predisposición-estrés (modelo diátesis-estrés), que señala que ambos factores – la predisposición y el estrés – actuando por separado o interactuando juntos potencian la conducta suicida: las personas que tienen esta predisposición descubrirán factores estresantes más fácilmente y a su vez estos factores estresantes seguramente tendrán mayores efectos sobre personas que tienen la predisposición suicida. En el contexto de los factores que predisponen hacia el suicidio A. F. Henry y J. F. Short elaboraron en 1954 una teoría basada tanto en el sicoanálisis como en la hipótesis frustración – agresión. Según esta propuesta la primera reacción ante una frustración es siempre una agresión hacia otra persona, pero esa primera reacción puede inhibirse y transformarse en una autoagresión (agresión hacia uno mismo) dependiendo de la presencia y fuerza de restricciones externas sobre nuestro comportamiento. Cuando esas restricciones son rígidas e impuestas por otros o son obra de otras personas, entonces la frustración culpará a esos otros y la agresión se dirigirá hacia esas personas. Pero cuando esas restricciones externas son débiles entonces el yo no tendrá a extraños a quienes culpar de su frustración y la agresión se dirigirá hacia adentro, se internalizará. La teoría de Henry y Short hace predicciones interesantes, por ejemplo, en ambientes del tipo opresor – oprimido. En un sistema así el oprimido tendrá todos los estímulos para identificar su frustración con respecto a los opresores, lo que llevará a respuestas agresivas hacia los otros, eventualmente al homicidio. En cambio el opresor, como privilegiado en la sociedad, no puede culpar a otros por sus frustraciones y tenderá a la depresión y potencialmente a agredirse a sí mismo, es decir, al suicidio.

En el campo de la investigación del suicidio a nivel social es sabido que la primera teoría científica sobre la tasa social de suicidio fue la del francés Emile Durkheim, publicada en su estudio del tema, “Le Suicide”, en 1897. En esa obra Durkheim proponía dos categorías sociales como fundamentales para explicar la tasa social de suicidio: la integración social y la regulación social. La integración social es el grado en el cual los integrantes de la sociedad están unidos a través de redes sociales; la regulación social es el grado en el cual los deseos y el comportamiento de los miembros de la sociedad están restringidos por normas y costumbres sociales. Si bien la propuesta de Durkheim ha tenido partidarios y detractores y ha sido revisada y modificada a lo largo de más de cien años, permanece la noción básica de que la fuerza/debilidad de nuestros lazos sociales (familiares, amistades, grupos de referencia) así como la fuerza/debilidad de las normas sociales están directamente relacionados con la tasa de suicidios al nivel social.   


Los profesionales de la sicología, la siquiatría y la sociología siguen estudiando el comportamiento suicida y elaborando nuevas teorías para responder a un evento para nosotros tan perturbador como es el suicidio, en la esperanza de que se podrá recuperar a esas personas y prevenir el acto suicida. Un experto comentaba hace algunos años en un artículo: “La publicidad dada a los suicidios, especialmente suicidios de celebridades, ha demostrado llevar a un incremento en la tasa de suicidios en los pocos días siguientes, especialmente entre aquellos de la misma edad y sexo de la celebridad. El suicidio entre pares puede tener un efecto contagioso, precipitando comportamientos suicidas en aquellos con las características que predisponen al individuo al suicidio”. Es de esperar que la muerte de Robin Williams no sea objeto de esa clase de imitación. Es de esperar asimismo que podamos prevenir y ayudar a su vez a las víctimas y a sus familias.

miércoles, 23 de julio de 2014

Thich Quang Duc: inmolación sagrada



El 11 de junio de 1963 el monje budista Thich Quang Duc, a la sazón de 73 años, se sentó tranquilamente en medio de una calle en Saigón en la postura del loto y con la ayuda de otros jóvenes monjes se roció de combustible y luego se prendió fuego. Un periodista norteamericano, David Halberstam, testigo presencial de tan increíble escena, resumiría luego su impresión ante lo que vio: “Las llamas salían de un cuerpo humano… En el aire estaba el olor de la carne quemada. Detrás de mí pude escuchar el murmullo de los vietnamitas que ahora se reunían. Yo estaba demasiado choqueado para llorar, demasiado confundido para tomar notas o hacer preguntas, demasiado desconcertado incluso para pensar”. Como ilustra la imagen (foto superior) Thich Quang Duc permaneció inmóvil mientras su cuerpo era devorado por las llamas ante la mirada atónita de los espectadores, en medio de un día más del caluroso y despejado verano vietnamita. Esta terrible escena es otra postal de una cascada de dramáticas fotografías que nos legara el sangriento y prolongado conflicto en Vietnam y el sudeste asiático. En nuestro lenguaje occidental diríamos que el anciano monje se suicidó quemándose a lo bonzo y que su sacrificio responde a las alienantes condiciones impuestas por la guerra, pero en clave budista esa no es la lectura es correcta; el por qué esto es así trataremos de responderlo en lo que sigue.

El sacrificio de Thich Quang Duc sería seguido muy poco tiempo después por otros cuatro monjes budistas y de ahí en más los occidentales han tenido noticias intermitentes de otros eventos similares en esa región del mundo. Probablemente las nuevas inmolaciones de este tipo no han sido un suceso del mismo tenor que el del viejo monje vietnamita (la imagen superior se convirtió en un “ícono” de los sesentas), pero ha llevado a muchos a creer que Thich Quang Duc fue un pionero, el iniciador de esta “tendencia”. Nada más alejado de la realidad; Thich Quang Duc no fue ningún innovador, como muy bien lo saben los expertos europeos que desde inicios del siglo XX tuvieron acceso a traducciones de escrituras budistas y registros históricos del Lejano Oriente. Hoy sabemos que quemar ya sea partes del cuerpo o el cuerpo entero es un rasgo antiquísimo del budismo chino, quizás tan antiguo como del siglo IV o V DC: al parecer desde entonces y hasta la actualidad esta conducta ha estado presente, con mayor o menor popularidad, como un aspecto más de la vida religiosa china. Se sospecha también que el acto específico de suicidarse por fuego parece ser incluso más antiguo, es decir, sería una conducta que ya existía en China antes de la llegada del budismo, y muchos especulan que podría estar relacionada con las sequías que afectaban de tanto en tanto a la nación: quien se inmolaba intentaba por esta vía propiciar el favor divino para que volvieran las lluvias. De alguna manera el budismo incorporó esa tradición y pronto los budistas chinos le dieron su propia forma: desde quemar algunas extremidades, dedos o brazos, hasta el cuerpo entero (hoy en día en algunas ceremonias de “consagración” de los nuevos monjes se retiene algo de esas viejas prácticas al producir pequeñas quemaduras en la rasurada cabeza de los jóvenes).

Fue esa vieja práctica budista de su vecino del norte lo que el monje Thich Quang Duc importó ese verano de 1963, claro que en su caso tenía un agregado especial: uno de corte político. Resulta que al frente del país estaba por entonces Ngo Dinh Diem (1901-1963), un personaje que había servido en la administración colonial francesa y que era descendiente de una familia que se había convertido al catolicismo en el siglo XVII, cuando los franceses arribaron por primera vez a esa región. Si bien el catolicismo tenía una presencia de casi quinientos años (desde la llegada de los portugueses primero y los franceses después) y pese a ser la segunda comunidad católica más importante de Asia después de Filipinas, el catolicismo seguía siendo en el siglo XX una religión minoritaria, frente a una inmensa mayoría budista. Dada su trayectoria política y filiación religiosa, los norteamericanos creyeron que Ngo Dinh Diem serviría mejor a una lucha anti comunista y su gobierno (1954-1963) pronto derivó en dictadura, con apoyo militar estadounidense. Pero Diem encabezó un régimen corrupto y entre otras medidas imprudentes nombró casi exclusivamente a católicos en el gobierno y la administración pública, es decir, entregó el país en manos de una minoría cristiana y excluyó a la mayoría budista. Sintiéndose segregados en su propia tierra, no es extraño que laicos y monjes budistas creyeran que eran objeto de una persecución. En medio de este complejo y enmarañado trasfondo se inserta la inmolación de Thich Quang Duc.

Con todo lo dicho hasta ahora habría que agregar que la muerte de Thich Quang Duc tenía ciertos elementos que le agregan un condimento especial a esta historia, como se deja ver en su carta testimonio póstuma: “Antes de cerrar mis ojos para ir a Buda, tengo el honor de presentar mis palabras al presidente Diem, pidiéndole ser amable y tolerante hacia su pueblo y reforzar una política de igualdad religiosa”. El sentido de protesta es innegable en las palabras del monje (gatillado por la tensión católico-budista a la que aludíamos antes), pero es igualmente llamativo el sentido espiritual de su sacrificio: “para ir a Buda”. En palabras de otro militante líder budista: “Quemarse uno mismo hasta la muerte es la más noble forma de lucha que simboliza el espíritu de no violencia del Budismo”. El escritor y líder budista Thich Nhat Hanh escribió más tarde (en relación a la muerte de Thich Quang Duc y otros monjes): “La prensa habló entonces de suicidio, pero en esencia no lo es. No es incluso una protesta. Lo que los monjes dijeron en las cartas que dejaron antes de quemarse ellos mismos buscaba sólo alarmar, mover los corazones de los opresores y llamar la atención del mundo al sufrimiento padecido entonces por los vietnamitas. Quemarse uno mismo es probar que lo que uno dice es de la mayor importancia… El monje vietnamita, al prenderse fuego, dice con toda su fuerza y determinación que él puede someterse al más grande de los sufrimientos para proteger a su pueblo. Expresar la voluntad de quemarse uno mismo, por lo tanto, no es cometer un acto de destrucción sino ejecutar un acto de construcción, es decir, sufrir y morir por el bien de la gente de uno. Eso no es suicidio.” La lectura budista de la inmolación de Thich Quang Duc sugiere, entonces, que la misma no es un suicidio, sino algo así como un acto de supremo altruismo. Claramente aquí estamos ante un problema, pues los occidentales entendemos que el poner fin a la vida propia - cualesquiera sean los medios usados o los motivos invocados – califica como suicidio. El caso que acabamos de presentar nos confronta con un hecho notable, el de la relación entre el budismo y la decisión de poner fin a la vida propia, o de budismo y suicidio como diríamos equivocadamente en occidente

lunes, 30 de junio de 2014

Política sexual: de Freud a Saussure




De nuestro muy breve repaso de las dos principales teorías científicas sobre el sexo, un detalle muy significativo, pero usualmente ignorado, es la importancia relativa que sobre ellas iban a tener dos personajes claves: el austriaco Sigmund Freud y el suizo Ferdinand de Saussure (foto superior). Si bien ambos hombres se formaron en el siglo XIX, sus teorías alcanzaron el mayor impacto en la primera mitad del siglo XX y aunque claramente Freud fue mucho más conocido y hasta popular que Saussure, el impacto de sus ideas en el terreno sexual fue mucho más inesperado.

Es evidente que Freud ha ejercido una influencia enorme en la cultura sexual de occidente en los últimos cien años y sigue siendo un referente obligado para quienes incursionan en la investigación sobre sexualidad y erotismo. Pero además de su impacto en la cultura popular Freud tuvo asimismo un significativo efecto en el mundo político, específicamente en las izquierdas europeas, al punto que Althusser – uno de los principales referentes del marxismo occidental de la post guerra – considerará como la trilogía máxima al grupo compuesto por Freud, Marx y Nietzsche. No habrá que descubrir ahora que desde la popularización de las obras de Freud se comenzó a forjar un “Freud-marxismo” que se nutría de una visión particularmente atea de la sociedad, suerte de alternativa a la cuestionada sociedad cristiano-capitalista. Pero aunque todo pintaba bien para que Freud se convirtiera en el mentor de la política sexual del marxismo europeo occidental, algo pasó en el camino que hizo que el fundador del sicoanálisis perdiera esta carrera, precisamente en el ámbito en el que era más reconocido. En la post guerra, en la segunda mitad del siglo XX, no fue Freud quien guió o iluminó la política sexual de las izquierdas occidentales, sino Ferdinand de Saussure: el modesto profesor suizo eclipsó al sabio vienés. ¿Cómo ocurrió este cambio extraordinario?

Aunque para el ciudadano de a pie los detalles del sicoanálisis le sean desconocidos, de seguro el nombre de Freud no le es extraño; todo lo contrario ocurre con Saussure, prácticamente un desconocido para el gran público. En términos de su producción literaria, Freud escribió de sexualidad hasta el hartazgo, mientras que Saussure se circunscribió sólo a la lingüística y el estudio del lenguaje. Todo indicaría que si la izquierda europea occidental buscaba un guía en materias de sexualidad – Marx dijo poco y nada al respecto – Freud era su hombre. Sin embargo, contra toda probabilidad, esta carrera la ganó Saussure después de 1950. Las razones de esta historia habría que buscarlas en los sistemas que desarrollaron ambos personajes: el sicoanálisis y la lingüística. El sicoanálisis es una metodología de investigación de la mente humana y por extensión de la historia personal a través de su registro sicológico. El sicoanálisis se centra en la experiencia individual y busca relaciones entre diversos episodios de la existencia individual, retrocediendo hasta donde la memoria y el sueño permitan hurgar en el pasado, incluso hasta la infancia. Ante los conflictos, depresiones y crisis que llevan a una persona al diván del sicoanalista, Freud dará una respuesta estándar más o menos del tenor: “Sus problemas se deben a que sus deseos más íntimos (incluidos los sexuales) entran en contradicción en su super-ego con las normas sociales a las que debe someterse”. Uno debe aprender, pues, a hacer convivir sus deseos personales con las expectativas y convenciones sociales. Todo eso está muy bien, pero no resulta muy atractivo para algunas izquierdas por la sencilla razón de que en este diagnóstico Freud no llama a la transformación de la sociedad cuanto más bien a la transformación del individuo. Dicho en otras palabras, la ciencia freudiana está más centrada en la persona que en la sociedad, en lo individual que en lo colectivo. Para el talante más masivo y social del marxismo, tanto individuo es un tanto frustrante; máxime si Freud no habla en ninguna parte del cambio social, menos de la revolución.

Por una vía distinta, ciertos aspectos de la obra de Saussure que resultarían particularmente seductores para los críticos literarios de izquierda: en primer lugar el carácter impersonal del sistema saussureano. En el modelo de Saussure el agente humano parece reducido al papel de un mero decodificador en un sistema altamente codificado como es el lenguaje, de donde queda claro que la estrella de la historia no es el agente humano sino el sistema en sí: el lenguaje o sistema de códigos y signos. Dicho en otras palabras, lo individual (lo humano) pierde importancia ante lo supra humano (lo colectivo, aquí el lenguaje). Esa lectura, hecha en momentos en que triunfaba un sistema colectivista en la gigantesca escala de la Unión Soviética, no pasó inadvertida para las izquierdas europeas. Esto explica lo que apunta Holquist, cuando señala que por entonces el impacto de Saussure en la URSS fue mayor “que en cualquier otro país”. De hecho el estructuralismo que nace a partir de las ideas de Saussure va a compartir con muchas otras ideologías y filosofías recientes – de los últimos dos siglos – la tesis central del papel absolutamente menor del agente humano versus el rol protagónico de las estructuras/sistemas externos a ese agente, lo que en la teoría estructuralista se expresa en el papel fundamental de las estructuras semiológicas (el lenguaje) como verdaderos constructores de la realidad social y cultural. Así que siguiendo la huella de Saussure el lenguaje nos revelaría la importancia de lo colectivo por sobre lo individual, o así lo leyeron al menos los seguidores izquierdistas de Saussure. De modo que el tenor político de la interpretación de las ideas de Saussure y la lectura estructuralista constituye un aspecto esencial en la elección que hicieron los intelectuales de izquierdas para adoptar el punto de vista del “giro lingüístico”. Un segundo aspecto fundamental para las izquierdas es el denominado “relativismo lingüístico”, “la tesis de que la cultura, a través del lenguaje, afecta la manera en que pensamos, especialmente quizás nuestra clasificación del mundo percibido”. Esta idea de relatividad implícita en el lenguaje era sumamente atractiva para las izquierdas obsesionadas con relativizar los valores universales de la cultura capitalista, una cuestión aún más gravitante para la izquierda postmodernista dada su intrínseca estructura de relativismo moral. En suma, el “giro lingüístico” inaugurado por Saussure es también (y para las izquierdas postmodernistas ante todo) un giro político, toda vez que el lenguaje es político; de ahí que la sexualidad postmoderna o el discurso sexual de la izquierda postmodernista sea una discurso político: la sexualidad es política (lo que recuerda el slogan de los setentas, “the personal is political”). En suma, dada su funcionalidad colectiva, política, fue la ciencia de Saussure, no la de Freud, la que construiría la política sexual de las izquierdas occidentales en la segunda mitad del siglo XX.

martes, 27 de mayo de 2014

Teoría sexual II: el determinismo lingüístico (o constructivismo social)



En nuestra reflexión anterior veíamos el auge de la teoría biológica – determinismo biológico o esencialismo biológico – en el siglo XIX como explicación fundamental de la conducta sexual de los seres humanos. En esa línea la conducta sexual de una persona está determinada por los genitales que nos legó la evolución, mientras que las conductas que se apartan de esa dependencia genital (como la homosexualidad) eran consideradas por lo común como un tipo de trastorno o enfermedad respecto de la función evolutiva básica del sexo: la reproducción de la especie. Pero, veíamos también, esa teoría perdió creciente apoyo tras la Segunda Guerra Mundial, al punto que fue casi completamente opacada en varios sectores de occidente por una nueva teoría que puso el acento en el ámbito social y cultural.

Normalmente tendemos a pensar que el cambio desde una teoría científica a otra es el resultado de un descubrimiento científico que medió dicha transformación, como ocurrió, por ejemplo, con la Revolución Científica de los siglos XVI y XVII, cuando el ser humano descubrió que la tierra no era el centro del universo y que giraba en torno al sol. En cambio, en el caso que consideramos ahora, es decir, en la importancia y precedencia dadas a la sociedad y la cultura por sobre la biología en la determinación del comportamiento humano (incluido lo sexual), no hubo ningún nuevo descubrimiento científico específico que explicara  esa modificación, sino que la misma fue más bien el resultado del nacimiento de una nueva ciencia: la lingüística. Uno no se imaginaría que la ciencia del lenguaje pudiera tener efectos en la teoría sexual, pero eso fue exactamente lo que ocurrió en el siglo XX. La lingüística nace alrededor del 1900 y uno de sus principales progenitores fue el suizo Ferdinand de Saussure (1857-1913). La visión de Saussure desafió las convenciones de la época, que suponían que la realidad es algo dado, independiente del lenguaje. Saussure, en cambio, avanzó la osada hipótesis de que el lenguaje, en cierta medida, construye la realidad: para Saussure nosotros vemos el mundo a través del lenguaje. Saussure postuló que el estudio de la lingüística debiera ser parte de una empresa más grande y abarcadora, a la que denominó semiología (del griego semeion, “signo”) o semiótica. Al buscar estructuras – lenguaje, signos y conceptos – que subyacen y hacen inteligible el discurso humano, Saussure sentaría las bases para el desarrollo posterior del estructuralismo y de la crítica postmoderna; de ahí también que a la lingüística saussureana se la conozca como lingüística estructuralista.

Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo lo anterior con el sexo? Bueno, ocurre que una de las ideas de Saussure, aquello de la arbitrariedad del lenguaje, en el sentido de que el lenguaje es una construcción social/cultural independiente de la naturaleza, iba a tomar vuelo propio en las décadas siguientes, quizás incluso de una manera que ni el mismo Saussure se hubiera imaginado. Desde entonces se comenzó a hablar del “giro lingüístico” (“linguistic turn”) en las ciencias sociales y con ello se comenzó a enfatizar el hecho de que el comportamiento humano está determinado por el lenguaje y por lo tanto es, en última instancia, independiente de la naturaleza, es más bien el resultado de una construcción social/cultural. Eso es así incluso en lo referido al comportamiento sexual o, dicho en otras palabras, la sexualidad humana está determinada por la forma como el sexo es “construido” en la sociedad o la cultura, la sexualidad es entonces un subproducto de la cultura humana. En este esquema lo biológico es apenas un input de entrada, un dato más de la causa, pero nunca el determinante de la conducta sexual. Es por lo anterior que la nueva teoría se conoció como constructivismo social o determinismo lingüístico (o esencialismo lingüístico). En este marco conceptual no existe nada “natural” o “anti natural”, “normal” o “anormal”, no hay en definitiva una posibilidad de apelar a la naturaleza como una vía para sancionar ciertas conductas sexuales, pues al fin y al cabo las conductas sexuales que practican los seres humanos son el resultado de las convenciones que se fraguan al interior de sus comunidades. Como esas convenciones a su vez están determinadas por las estructuras de poder que articulan la vida en sociedad, entonces las normas sexuales tradicionales no son más que el resultado de las imposiciones políticas construidas a lo largo del tiempo y no tienen más valor que el que les confieren esas autoridades políticas. Esta visión “lingüística”, sociocultural del sexo, va a tener sus mayores exponentes en los seguidores de la tradición estructuralista y post estructuralista occidental, es decir, en el postmodernismo y en el feminismo de los años 1960s en adelante, para enganchar posteriormente con los movimientos homosexuales que desde los años 1990s han irrumpido con fuerza para reforzar aquello de que no hay nada “natural” o “normal” en una determinada conducta sexual.


Ahora bien, independientemente de cuál sea nuestra apreciación de esta teoría, una cosa es cierta, la vieja discusión entre biología y sociedad, lo que los gringos denominan el debate “nature vs culture” (o “nature vs nurture”), sigue siendo una puerta abierta, una en la que aún la ciencia del sexo nos debe una respuesta definitiva. 

miércoles, 23 de abril de 2014

Teoría sexual I: el determinismo biológico



En los últimos años – y en las últimas décadas – el tema sexual se ha ido tomando lentamente la agenda pública y privada. Pero entender qué constituye o explica la conducta sexual humana es un asunto de difícil resolución. Lo obvio sería buscar la respuesta científica sobre esta materia. Pero, ¿qué es la ciencia del sexo? Muchas disciplinas científicas intervienen en lo que podríamos denominar “la ciencia del sexo” y por nombrar algunas tenemos: biología, medicina, genética, embriología, sexología, antropología, sociología, historia, arqueología, lingüística. ¿Lingüística? Por extraño que nos parezca la ciencia del lenguaje también tiene algo que decir, pero esa es una historia que veremos más adelante. Por lo pronto circunscribiremos nuestro análisis a lo que ha venido sucediendo en los últimos doscientos años y partiremos con la primera teoría sobre el sexo: la explicación biológica.

Durante la Ilustración (siglo XVIII) se habían desarrollado las primeras teorías científicas relativas a la vida. En 1802 se usa por primera vez el concepto “biología” en libros publicados en paralelo por J. B. Lamarck y G. R. Treviranus. Con el término biología se da un estatus propio al estudio de los seres vivos como una disciplina científica aparte después del 1800. Mirado retrospectivamente algunos historiadores llamarán al siglo XIX “el siglo de la biología”, no porque se haya acuñado entonces este nuevo vocablo sino por el auge que vivió la ciencia biológica en esa centuria debido a la teoría de la evolución del inglés Charles Darwin (1809-1881). Darwin postuló la teoría de la evolución y el mecanismo que la explicaba era la selección natural. La selección natural opera a través de una dura y despiadada lucha por la sobrevivencia, de modo que sólo los organismos más fuertes logran prevalecer y reproducirse, mientras que los más débiles se extinguen sin dejar descendencia. La selección natural asegura entonces “la sobrevivencia de los más aptos”, cuyos descendientes estarán mejor capacitados a su vez para triunfar en la vida, generándose una carrera ascendente de progreso biológico hacia mejores individuos (en la imagen principal una familia victoriana). En la interpretación de la época la teoría de la evolución suponía que el comportamiento humano está determinado fundamentalmente por su herencia biológica: somos y actuamos en función de lo que nuestra herencia genética ha hecho de nosotros. En esta perspectiva la identidad de una persona es algo fijo y determinado desde el nacimiento; es decir, uno nace hombre o nace mujer y se va a comportar sexualmente según ese condicionamiento biológico natural. Esto es lo que se conoce como determinismo biológico o esencialismo biológico y que se resumiría en la célebre frase: “biología es destino”, reescrita también como “anatomía es destino”. Según este punto de vista, entonces, nuestra conducta sexual está determinada por los genitales que nos legó la evolución.

Pero en el siglo XIX no sólo se acuñó el término “biología”, también se inventaron otros dos conceptos que son esenciales en esta historia: los conceptos de heterosexualidad y homosexualidad. Ahora bien, la teoría evolutiva de la sexualidad se halló en problemas para tratar con la homosexualidad. Después de todo, según los evolucionistas las especies se desarrollan para cumplir ciertas funciones básicas, entre ellas alimentarse y reproducirse. La actividad sexual se explica por el instinto de las especies (sexuadas) de perpetuarse y no desaparecer: el apareamiento entre machos y hembras cumple esa función evolutiva básica. ¿Cómo explicar entonces la homosexualidad que va contra el instinto evolutivo de reproducción que se encuentra en todos los animales? ¿Cómo explicar que haya individuos en la especie que se embarcan en relaciones con el mismo sexo en contra del imperativo evolucionista de reproducción? Los evolucionistas no tuvieron otra opción que explicar que la relación homosexual, al ir en contra del instinto natural de reproducción, debe corresponder a una anomalía, una enfermedad. La ciencia evolutiva de la época - medicina, biología, siquiatría, sicología - va a tratar entonces a las conductas que se alejan de la heterosexualidad como patologías o perversiones. Es importante destacar este hecho, pues esta clasificación científica, por ejemplo, de la homosexualidad como una perversión no tiene nada que ver con la tipificación de una perversión moral (la lectura común, como si los científicos tuvieran un juicio moral sobre la homosexualidad) sino con la caracterización de una conducta como una perversión respecto del propósito evolutivo del sexo (la reproducción de las especies). Cuando los siquiatras en los años 1970s comenzaron a desclasificar la homosexualidad como perversión simplemente expresaban el cambio desde una teoría científica a otra (como veremos más adelante). 

Desde las primeras décadas del siglo XX Sigmund Freud (1856-1939) surgió como el más popular referente científico en materias de sexo y erotismo en occidente. La teoría darwiniana de la evolución tuvo una gran influencia en Freud: la teoría sicoanalítica tiene ciertos componentes biológicos (hereditarios). Esta deuda de Freud con Darwin se deja ver en la percepción freudiana de ciertos aspectos de la psiquis humana como biológicamente heredados, fijos y determinados. Un ejemplo famoso es el del deseo sexual: Freud diría que “no existe sino una libido y esta es fálica”. Para Freud el apetito sexual humano es básicamente masculino. Freud entendía que el hombre es el agente sexual activo, mientras la mujer es más bien un actor pasivo (para Freud la sexualidad femenina era de naturaleza masoquista). En esta misma línea de la importancia de lo heredado Freud va a observar que lo anatómico (biológico) juega un papel clave en la definición de la masculinidad y la feminidad: las diferencias sicosexuales entre hombres y mujeres se explican a un nivel basal como diferencias genitales. Cuando la niña descubre que carece de los genitales masculinos interioriza la idea de ser de menor valor, una persona más desvalida que el hombre (cuestión que Freud expresó como la famosa y controversial “envidia del pene”). Esa carencia inculca en la mujer la idea de tener menos poder y menos autoridad que el hombre. La mujer entiende que sus propios genitales son de menor valor o poder que los genitales masculinos y su respuesta instintiva ante este descubrimiento es entregarse al cuidado y protección masculina: primero del padre y luego del marido. Hasta ahí la teoría freudiana. Ahora bien, Freud no creía que todo tenía una raíz biológica o heredada: había espacio para la influencia social, lo que explica el mecanismo de represión. Además, a diferencia de sus contemporáneos, tampoco Freud veía una relación estricta entre lo biológico y el comportamiento sexual de las personas; Freud creía que todos los seres humanos tenían una potencial tendencia a la bisexualidad (la teoría se la sugirió uno de sus amigos íntimos, Wilhelm Fliess: Freud mismo ha sido caracterizado como bisexual). En una época en la que nace la distinción heterosexual-homosexual Freud no veía la conducta homosexual como algo malo per se. La convivencia de factores biológicos (heredados) y socioculturales en el sicoanálisis es un anuncio del cambio de percepción respecto del imperio de la explicación biológica. 

En el siglo XIX y hasta la primera mitad del siglo XX las respuestas biológicas llevaron la delantera, principalmente por la influencia de la evolución darwiniana. Por entonces se suponía que una persona tenía una identidad determinada por su herencia biológica – el esencialismo biológico expresado en “biología es destino” – de manera tal que una persona nace inteligente o bruto, hombre o mujer, honesto o delincuente y así sucesivamente. La influencia ambiental era despreciable y lo importante era ayudar a la evolución humana con las herramientas eugenésicas: por una parte eso significaba mantener y mejorar las buenas características hereditarias y por otra restringir o suprimir los factores negativos. Pero el determinismo o esencialismo biológico entró en crisis a mediados del siglo XX. Por un lado la crisis de la eugenesia (sobre todo por el experimento nazi en Alemania) había debilitado las posturas biológicas en el ánimo de muchos europeos, por otro Freud ya había abierto la puerta para una doble explicación a la conducta sexual: biológica y social/cultural. En la Europa de la post guerra el terreno estaba preparado para una teoría sociocultural de la sexualidad.

jueves, 20 de marzo de 2014

Un Imperio de Plomo: Minería romana y contaminación ambiental



En nuestro artículo anterior repasamos la historia de Wadi Fainan, región situada al sur del Mar Muerto y uno de los mayores centros mineros del mundo antiguo. La investigación científica en Wadi Fainan ha desvelado la alta contaminación de la región como resultado de miles de años de una explotación minera intensiva, cuyo principal producto era el cobre, pero que también suministraba ingentes cantidades de subproductos como el plomo, un metal pesado de altísima toxicidad. Vimos también que el periodo de mayor producción coincidió en gran medida con la extensión del gobierno romano en esa región del mundo, cuestión que para nada es casualidad: los romanos construyeron una de las mayores industrias mineras de la antigüedad y de paso se convirtieron también en la sociedad más contaminante antes de la revolución industrial (en la foto principal exploradores en las minas romanas de Dacia, actual Rumania).

Los pueblos del antiguo Medio Oriente habían comenzado la explotación de metales (como cobre y estaño) varios miles de años antes de Cristo, experiencia común a toda la cuenca del mediterráneo. Aunque solemos pasarlo por alto, la verdad es que el ascenso de Atenas en el siglo V AC y la construcción de un imperio ateniense descansaba en gran medida en la explotación de las mimas del Laurión, muy próximas a la ciudad. Como medio de acuñación de monedas (de oro, plata cobre, estaño, bronce), como recurso para forjar armas (bronce y hierro) así como fuente de riqueza (oro y plata), la minería jugaba un papel central en el juego político y militar de la antigüedad. No puede sorprender entonces que desde sus inicios Roma haya entrado en el mismo juego. Ya los primeros enfrentamientos entre Roma y Cartago dieron prueba de la importancia del factor minero. Como es sabido, en la Segunda Guerra Púnica Aníbal levantó un formidable ejército en España - elefantes incluidos - con el que cruzó los Alpes y debutó en Italia infligiendo colosales derrotas a las legiones romanas. Lo que es menos conocido es que Aníbal pudo solventar ese ejército dado que los cartagineses tenían acceso al oro y la plata de las minas españolas, ya sea porque las mismas eran parte de los territorios ibéricos que conformaban su imperio ultramarino o bien porque estaban en manos de tribus y jefes locales que eran aliados de los cartagineses. Cuando más tarde los romanos se apoderaron de esos territorios españoles y de sus minas comenzaron a  cimentar su victoria sobre Cartago. La riqueza minera de los yacimientos de la península ibérica llevó a que los romanos ampliaran las explotaciones existentes y abrieran otras nuevas, convirtiendo a España en el crisol de su industria minera. Desde entonces, dondequiera que las legiones impusieran la autoridad de Roma la búsqueda de minas y metales que explotar se convirtió en una prioridad, lo que explica la intensificación de la producción en Wadi Fainan.

Sin embargo, como lo sabemos muy bien, la minería es una actividad altamente contaminante y si eso sigue siendo así incluso hoy en día, con toda la tecnología disponible, podemos imaginar lo que debió ser en la antigüedad. Un ejemplo muy relacionado con los romanos nos puede dar una idea al respecto. En la antigüedad se conocían siete metales: estaño, plomo, zinc, plata, oro, cobre y hierro, ordenados por su punto de fusión (de menor a mayor). El estaño era el más fácil de fundir (232ºC), el hierro el más difícil (1535ºC). El plomo tiene un bajo punto de fusión (328ºC) por lo que debe haber estado entre los primeros metales usados por el hombre y hay evidencia de su explotación desde antes del 4.000 AC, explotación que durante la civilización grecorromana escaló su consumo a un máximo. Los romanos en particular hallaron muchos usos para el plomo. En latín plumbum significa plomo y no es casualidad que nuestro español “plomería” y el inglés “plumbing” (cañerías) deriven de plumbum, pues precisamente los romanos hicieron un uso intensivo del plomo en la construcción de cañerías y en los acueductos que transportaban el agua a sus ciudades: el uso del plomo en la construcción de cañerías y ductos para el agua fue la aplicación más importante del plomo en las ciudades romanas. Pero no sólo la industria de los ductos de agua usaba plomo, también se empleaba mucho en la construcción en general y en la construcción de barcos en particular. Los romanos también recurrieron al plomo para usos más domésticos, como para  preparar las pinturas con las que decoraban sus casas, las tinturas con las que teñían sus ropas e incluso el peltre (una aleación de plomo y estaño) con la que fabricaban varios utensilios de uso casero. Las mujeres romanas usaban productos estéticos hechos en base a plomo (pinturas para los labios y polvos faciales) y como si esto no fuera poco, copas, ollas y otros implementos de la vajilla romana usados para comer y beber eran hechos con materiales en base a aleaciones de plomo. El plomo tiene propiedades bactericidas y ello explica que los romanos lo hayan usado asimismo para preservar sus alimentos, como espermicida (especie de anti conceptivo) y también para tratar algunas enfermedades cutáneas; incluso el vino romano (al igual que el griego) se almacenaba en toneles hechos con plomo al cual se agregaba pequeñas cantidades de compuestos de plomo para prevenir su fermentación; algo parecido sucedía con el almacenamiento del aceite. Dado que los romanos no conocían el azúcar se usaba acetato de plomo (que tiene un sabor dulce) para dulcificar. Incluso en la hora de la muerte un hermoso ataúd hecho con plomo podía esperar a un ilustre ciudadano romano (¿víctima del mismo plomo?) Quizás este cotidiano y variopinto uso del plomo nos ayude a entender por qué era llamado también “el metal romano”: en un sentido muy literal, el imperio romano era un imperio de plomo.

Ahora bien, el plomo y sus compuestos son altamente venenosos. La volatilidad y la pulverización de estos productos hace muy fácil la contaminación del agua, el aire y el suelo. Si recordamos que por lo general junto a las minas estaban las fundiciones para procesar los minerales, los vapores que allí se producían y los vertidos sobre las aguas deben haber sido fuente de una altísima contaminación ambiental. Ya en una remota antigüedad los egipcios y después los griegos (Hipócrates) habían notado los nocivos efectos del plomo sobre la salud humana y los romanos no desconocían esa realidad: pérdida de apetito y peso, palidez, cólicos, fatiga, irritabilidad y espasmos nerviosos; no por nada la mayor parte de los trabajadores en las minas eran esclavos y una condena “a las minas” era sinónimo de una sentencia de muerte. Dependiendo de la cantidad y el tiempo de exposición al envenenamiento con plomo el efecto sobre el cuerpo puede ser diverso, pero normalmente el daño afecta tres funciones corporales básicas: la formación de sangre, el trabajo del sistema nervioso y los riñones, aparte del hecho de que el plomo se deposita de manera permanente en los tejidos y en los huesos, haciendo que el envenenamiento se prolongue de por vida.

Pero, ¿cuánto plomo usaron los romanos? ¿Son cantidades significativas como para producir estragos? Para dimensionar el problema podemos observar las investigaciones científicas que se han llevado a cabo desde los años 1950s hasta el presente en los hielos de Groenlandia. En esa región se han estudiado muestras extraídas de hasta 3 km de profundidad, sobre las cuales se puede medir la composición del hielo acumulado desde hace unos 7.800 años. Los resultados indican que hasta aproximadamente el año 1000 AC la presencia de plomo en el hielo de Groenlandia se mantuvo baja y se explicaba fundamentalmente por causas naturales. Pero en el primer milenio antes de Cristo el plomo comenzó a depositarse en cantidades cada vez mayores, hasta alcanzar un máximo en el periodo entre el 500 AC y 300 DC, es decir, en el periodo grecorromano y sobre todo en el Imperio Romano. La presencia de plomo en las capas de hielo correspondiente a este último periodo es casi cuatro veces mayor al de la etapa previa, cuando el plomo respondía a causas naturales. Las estimaciones actuales indican que en la época dorada del imperio los romanos procesaron hasta 80.000 toneladas anuales de plomo, con cerca de un 5% de ese total liberado a la atmósfera (unas 4.000 toneladas/año). Todo indica que la circulación de las corrientes de aire atrapó esas emanaciones aéreas de partículas de plomo que alcanzaron la tropósfera y terminó por depositarla en Groenlandia e incluso en el Ártico. Más aún, la investigación de los isótopos de plomo ha llevado a la conclusión de que en el periodo entre el 150 AC y 50 DC el 70% del plomo depositado en Groenlandia provino de las minas de Río Tinto, en Andalucía (sureste de España), el corazón minero de Roma. Según los expertos, ¡se trata de la primera contaminación aérea de escala hemisférica detectada antes de la Revolución Industrial (que tuvo lugar más de 1.500 años después)! Durante los dos primeros siglos de la era cristiana la producción romana de plomo pudo haber sido de unos 4 kg per cápita, una cifra que representa casi 2/3 del consumo de plomo en los Estados Unidos en los años setenta. Tras la caída del Imperio Romano los niveles de plomo disminuyen bruscamente hasta alcanzar un mínimo en la Edad Media y vuelven a incrementarse desde fines de ese periodo y el Renacimiento a medida que aumenta otra vez la producción y consumo de plomo, para alcanzar nuevos máximos desde la Revolución Industrial del siglo XIX. Los niveles de plomo comienzan a descender otra vez después de los años 1970s, cuando en el hemisferio norte se introducen los combustibles sin plomo.

Las cifras indican que la producción y el uso del plomo en el Imperio Romano sin duda alcanzaron niveles sin precedentes en la antigüedad. Aunque las estimaciones siempre son tentativas nos dan un punto de referencia para dimensionar de qué estamos hablando. Dado el volumen involucrado y lo contaminante del plomo algunos se han preguntado qué efectos tuvo el plomo sobre el Imperio Romano. La verdad es que ocurre una cosa muy curiosa con el plomo y es que en el pasado llegó a ser altamente apreciado por la diversidad de usos y servicios que prestaba y que ya hemos señalado. Ello explica que la exposición al plomo fuera muy distinta según la clase social a que se perteneciera en la antigua Roma, y todo apunta a que la aristocracia era la mayor consumidora de plomo. ¿Debilitó el plomo a la aristocracia romana? Y si ello fuera así, ¿cuál fue la magnitud del efecto del plomo en la clase gobernante de Roma? ¿Acaso fue el plomo responsable de la caída del Imperio Romano? Preguntas que aún debaten historiadores y científicos, pero que nos recuerdan que si la contaminación ambiental acompañó de cerca a la redacción de la Biblia (ver artículo anterior sobre Wadi Fainan) la polución generada por la minería romana – en particular la explotación del plomo – acompañó silenciosamente los primeros siglos de vida del cristianismo y de la iglesia.

jueves, 20 de febrero de 2014

Wadi Fainan: Contaminación ambiental en tiempos bíblicos



Todo lo hizo fundir el rey en la llanura del Jordán, en tierra arcillosa, entre Sucot y Saretán. Y no inquirió Salomón el peso del bronce de todos los utensilios, por la gran cantidad de ellos”. 1 Reyes 7:46-47.

Cuando hablamos de contaminación ambiental inmediatamente acude a nuestra mente la imagen por antonomasia: una chimenea escupiendo humo a la atmosfera. La asociación es tan evidente que damos por sentado que contaminación es sinónimo de industrialización. Años y décadas de educación forjaron esa relación causa-efecto: la revolución industrial del siglo XVIII es el origen de la crisis ecológica en la que estamos inmersos hoy en día. Como colofón, uno podría asumir que antes de la revolución industrial no había contaminación, ¿verdad? Sin embargo, la documentación histórica y la investigación científica de la lejana antigüedad vienen a atemperar un poco esa ecuación inculcada en los días de escuela; hoy estamos aprendiendo que la contaminación antropogénica – causada por el ser humano – es muy anterior al surgimiento de la fábrica moderna. Pero, ¿qué tan anterior? En rigor los humanos comenzaron a contaminar el planeta desde que aprendieron a manejar el fuego, esto es, a quemar áreas verdes y liberar gases de combustión a la atmósfera, hace miles de años. Pero los efectos contaminantes de la actividad humana no se hicieron significativos para el medio ambiente sino hasta que el manejo del fuego encontró una nueva aplicación: la fundición de metales. El impacto de los metales fue tan trascendente que incluso la historia humana se articula en torno a ellos y así hablamos de la edad del cobre, del bronce y del hierro. Cobre, bronce, hierro… metales que por cierto aparecen en las páginas de la Biblia y que nos indican que en tiempos bíblicos había también eso que llamamos contaminación ambiental.

Al sur del Mar Muerto, en el extremo meridional del reino Hachemita de Jordania, se encuentra Wadi Fainan, un territorio árido, golpeado por los inclementes vientos del desierto arábigo, y que presenta al visitante un impresionante paisaje volcánico… o al menos eso parece. A decir verdad, en esa región del mundo no hay volcanes y el volcán activo más cercano está a unos dos mil kilómetros más al oeste, en Sicilia. El paisaje de Wadi Fainan no es el producto de una erupción volcánica ni los restos esparcidos por el terreno lava petrificada: en realidad nada de ese desolador entorno es natural, todo ha sido creado por el ser humano. Wadi Fainan es una región rica en minerales y desde tiempos muy remotos sus primeros pobladores comenzaron a explotar los metales que allí abundaban, principalmente el cobre. La explotación minera en la región, que cubre una extensión de unos 500 km2, comenzó probablemente en una fecha tan temprana como el 4000 AC, sino antes, y se fue incrementando con el paso del tiempo, hasta alcanzar su clímax entre el 500 AC y el 100 DC, luego se mantuvo estable durante el periodo romano posterior para decaer a comienzos del periodo bizantino, estimándose actualmente que la producción minera cesó hacia el siglo VI DC. Las investigaciones de las últimas décadas han detectado entre 230 y 250 minas que estuvieron en operaciones en algún momento durante todo este periodo. En resumen, durante miles de años Wadi Fainan fue una fuente casi inagotable de producción de cobre, principalmente, pero también de otros metales, como el plomo.

Si pensamos por un momento en los cuestionamientos ambientales y ecológicos que enfrenta la industria minera en la actualidad, teniendo en cuenta lo que sabemos hoy sobre la naturaleza y los efectos altamente contaminantes de la minería, nadie podría sorprenderse de que Wadi Fainan sea una zona muy contaminada, más aún considerando los métodos antiguos de explotación minera. La disposición de los yacimientos en Wadi Fainan permitió la operación “a cielo abierto”, sin necesidad de recurrir a excavar túneles subterráneos. Para quien no esté familiarizado con la minería habrá que consignar que en su estado natural los elementos por lo común no se presentan en un estado químicamente puro, sino aleados, o sea mezclados con otros elementos, de donde la actividad minera adquiere su carácter altamente contaminante, porque no sólo debe aplicar un proceso contaminante para extraer el mineral, luego intervienen otros procesos, también contaminantes, para separar los metales buscados. Es este conjunto de procesos lo que potencia la polución ambiental derivada de la actividad minera. En el mundo antiguo el fuego fue el principal mecanismo para la operación minera misma y la fundición de metales, lo que significa que se requerían ingentes cantidades de madera para sostener la explotación: para obtener “x” toneladas de metal se necesitaban “y” hectáreas de bosques. Así que donde operaba una mina rápidamente los bosques a su alrededor sufrían el primer impacto. Wadi Fainan seguía esa lógica y aunque no se sabe qué arboles se usaban ni cuál era la proporción exacta (toneladas de mineral/hectáreas de bosque), es un hecho que tras miles de años de operación el impacto sobre la vegetación cercana debe haber sido devastador. En una región de por sí árida y con pocas precipitaciones, la deforestación producida por la minería superó a la larga la capacidad natural de recuperación de la vegetación.

Aparte de ser una región riquísima en mineral de cobre, Wadi Fainan gozaba de un buen abastecimiento de agua natural, lo que propició también el desarrollo de la agricultura y la ganadería. Pero todo indica que durante el máximo auge de la explotación en las minas de Wadi Fainan, entre la era del Bronce y el periodo romano, el nivel de contaminación terminó por estropear la actividad agrícola. Y es que la minería contaminó irremediablemente primero las aguas, luego los campos, los cultivos y por último a los animales que se alimentaban de ellos, cuyas deposiciones volvían a enriquecer el ya contaminado suelo de la región. ¿Y los humanos? Reportes científicos sobre el estudio de los restos de cementerios del periodo bizantino (siglos IV al VII DC), señalan que la concentración de cobre y sobre todo plomo en los huesos se equipara y en algunos casos incluso supera los niveles de esos elementos hallados en restos humanos del periodo industrial (siglo XIX), aún en lugares de alta exposición moderna a metales pesados, como la Silesia alemana y regiones mineras de Suecia.

Han transcurrido ya más de mil quinientos años desde que la incesante actividad en las minas y los hornos de fundición de la región de Wadi Fainan llegó a su fin. Pese al largo intervalo de reposo, la tierra aún exhibe las dolorosas huellas de la contaminación minera, como queda reflejado en las mediciones e investigaciones que en las últimas décadas realizan universidades e instituciones de Jordania, Europa y Estados Unidos (en la foto principal el doctor Najjar, director de las excavaciones, aprestándose a descender a una de los antiguos piques; la tonalidad azul en las rocas es la típica de la presencia de cobre). Siendo uno de los mayores centros de explotación cuprífera continua en la historia del mundo, la tóxica herencia de Wadi Fainan nos recuerda que los humanos hemos venido contaminando el planeta desde hace milenios y que la moderna polución industrial es tan sólo un capítulo posterior de globalización y aceleración de un proceso que iniciaron nuestros ancestros hace ya mucho tiempo.

Por último, ¿tuvo algo que ver Wadi Fainan con las legendarias minas del rey Salomón? Imposible saberlo. El pasaje que citábamos al principio sólo hace referencia a que Salomón “hizo fundir”, esto es, estableció fundiciones en la  región del valle del Jordán, varios kilómetros al norte de Wadi Fainan, pero no necesariamente implica que el rey se haya involucrado en el negocio minero. En ninguna parte de las escrituras se dice que Salomón haya explotado minas directamente y de seguro el mito de “las minas del rey Salomón” nace de las continuas conexiones que hace la Biblia entre Salomón y la abundancia de metales y piedras preciosas: “E hizo el rey que en Jerusalén la plata llegara a ser como piedras” (1 Reyes 10:27). Ahora bien, si esta abundancia de recursos metálicos y metalúrgicos en el reinado de Salomón – que entre otras cosas sirvió para decorar el templo de Jerusalén - es producto de la importación o la producción propia, no tenemos forma de saberlo al presente, como tampoco podemos precisar si Wadi Fainan era parte de su reino. Por otro lado, dada la importancia de los recursos mineros en la geopolítica de la antigüedad, uno podría suponer que Salomón no habría perdido oportunidad de hacerse del control de esta región minera; pero la simple verdad es que no sabemos si alguna vez Wadi Fainan estuvo bajo el control de Salomón. Lo que sí podemos conjeturar con más certeza es que las fundiciones que el rey estableció en la zona del Jordán probablemente deben haber sido muy parecidas en su operación a las de Wadi Fainan y por tanto deben haber sido también contaminantes. Pero más allá de lo que podamos especular sobre la relación entre Salomón y la minería, lo cierto es que la máxima contaminación en Wadi Fainan se dio en paralelo a la historia bíblica, desde Moisés hasta el nacimiento de la Iglesia. ¡Contaminación en los días de Cristo, muy cerca de Jerusalén! ¿Quién lo habría imaginado?


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viernes, 24 de enero de 2014

Baños y bikinis de la antigua Roma



Ahora que en el hemisferio sur disfrutamos de un caluroso verano y que el paisaje se llena de escenas de turistas ávidos de sumergirse y refrescarse en las aguas dondequiera haya una buena playa, quizás sea oportuno preguntarse cómo eran las actitudes frente al baño en tiempos pasados, en otras épocas en las que no existía esta cultura de turismo y veraneo que para nosotros hoy resulta tan natural. Por cierto, la industria del turismo es un fruto más de la modernidad y ni hablar del ocio, que hasta el siglo XX era patrimonio de las clases acomodadas, de modo que para la inmensa mayoría de la población hasta antes de la era industrial no existía tal cosa como el turismo, las vacaciones escaseaban y la presión por trabajar y producir era omnipresente.

Sin embargo, como en todo orden de cosas, siempre hay excepciones; cuando a una nación le iba bien era posible para su población darse algunos gustos y algo de eso lo ejemplifica la antigua Roma. Los restos arqueológicos, construcciones y viviendas recuperados de esa vieja civilización nos enseñan que los antiguos romanos desarrollaron una avanzada ingeniería para manejar el agua, con obras que nos maravillan hasta hoy (los acueductos por ejemplo). El esfuerzo ingenieril no tenía que ver sólo con necesidades básicas como satisfacer el requerimiento de agua de la población, los romanos disfrutaban además del placer de un buen baño. Así, por ejemplo, las célebres “chicas de bikini” descubiertas en la Villa del Casale (centro de Sicilia), que probablemente representan sorprendentes escenas de mujeres romanas haciendo deporte con lo que parece un antecesor de la famosa prenda. Devenida con el tiempo en una industria propiamente tal, por otro lado, la construcción de baños públicos parece haber principiado en el siglo II AC, cuando Roma precisamente comenzaba a disfrutar los beneficios de la riqueza de su posición dominante en el Mediterráneo. Los baños romanos seguían una rutina más o menos común: primero se calentaba el cuerpo jugando con una pelota en el sfaeristerium; luego se entraba al tepidarium para transpirar todavía con la ropa puesta; posteriormente la gente se desvestía en el apoditerium, donde era untada con aceite; en la etapa siguiente venía un baño caliente, el caldarium, y otro aún más caliente, el laconicum. Verdaderos hornos puestos por debajo de estos últimos aseguraban una provisión de agua a alta temperatura para los bañistas. Luego del tratamiento adecuado el cliente se sumergía en las frías aguas del frigidarium, de donde salía completamente renovado. Este despliegue en los baños iba de acuerdo con la tradición romana de tomar las aguas en una sucesión de diferentes temperaturas. Tal fue el éxito de los baños y la afición de los romanos a ellos, que se los encuentra en todas partes y en diversidad de tamaños y números: mientras Pompeya pudo haber tenido unos siete baños, en los inicios del gobierno de Augusto debe haber habido en Roma sobre 150 baños públicos y privados, una cifra que para los días de Constantino escaló a cientos y que da muestra de la inclinación de los romanos por disfrutar de ese placer; de hecho, en la aristocracia romana y en la familia imperial era común darse varios baños al día.

Verdaderos saunas de la antigüedad, los baños tenían se transformaron en una manera muy real en medidores del grado de romanitas (civilización); empero, tuvieron también sus críticos. Plinio el Viejo y Séneca el Joven reclamarían por las altas temperaturas, insinuando que en tiempos anteriores los baños no eran tan calientes. Algunos sugieren que causaban incluso fatiga y desmayos. Por otro lado, ciertos moralistas comenzaron a observar con sospecha los baños como lugares de vicios e inmoralidades, acaso de encuentros sexuales. Hacia el año 403 Jerónimo, el célebre líder asceta y monje, escribía a Laeta, hija adoptiva de Paula y una de sus discípulas en la elite romana:

“Con respecto al uso del baño, sé que algunos se contentan con decir que una virgen cristiana no debiera bañarse junto con eunucos o mujeres casadas… Yo mismo, sin embargo, desapruebo completamente los baños para una virgen de cualquier edad… Por vigilias y ayunos ella mortifica su cuerpo y lo lleva a la sujeción. Por una fría castidad busca extinguir la llama de la lujuria y saciar los ardientes deseos de la juventud. Y por una deliberada inmundicia estropea su atractivo natural. ¿Por qué entonces debiera agregar combustible a un fuego dormido tomando baños?” Epístola 107.11, a Laeta.

Si bien estas palabras están dirigidas a una madre que quiere consagrar a su adolescente hija a la virginidad cristiana (como monja), reflejan muy bien el desprecio de Jerónimo por los baños romanos y la exaltación, en cambio, de la “inmundicia” como una virtud de una mujer cristiana (en este caso una virgen). En sus cartas Jerónimo es muy generoso en su exaltación de la suciedad como un indicador de la consagración cristiana versus la falsa limpieza (limpieza exterior) de los paganos que acuden a los baños, antros de inmoralidad sexual y corrupción.

Hay quienes creen que, más allá del dilema moral, el verdadero problema que los baños plantearon a los romanos fue mucho más solapado e imperceptible. Una continua exposición a aguas a alta temperatura – incluso varias veces al día – tendría a la larga efectos dañinos para la actividad sexual al afectar los testículos: el calor actúa sobre los espermatozoides, produciendo esterilidad. ¿Puede un saludable hábito de bañarse (o sancocharse) en aguas calientes ser responsable de esterilidad y por extensión de un problema demográfico en la antigua Roma?

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