viernes, 30 de agosto de 2013

1914: El Anticristo en las trincheras



El 4 de agosto de 1914, en la emotiva ceremonia de apertura del Reichstag en Berlín, el pastor Ernst von Dryander predicaba ante una atiborrada congregación encabezada por el mismísimo Kaiser Guillermo II; el texto escogido – Romanos 8:31 – era muy a propósito: “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” Setenta y dos horas Alemania había declarado la guerra a Francia, guerra que luego se extendería en un par de días contra Inglaterra y Rusia. Como relata Wilhelm Pressel en “Die Kriegspredigt 1914-1918 in der evangelischen Kirche Deutschlands” (1967), ante el emperador y los parlamentarios Dryander desarrollaba la idea fundamental de que la guerra que se avecinaba no era tan sólo una lucha nacional, era también y por sobre todo una lucha espiritual; Alemania luchaba por la civilización y la cultura, y no cualquier cultura, sino nada menos que la cultura protestante: “Marchamos a la guerra por nuestra cultura contra la incultura, por la moralidad alemana contra la barbarie...” De pronto, Martín Lutero se convirtió en un héroe nacional en tiempos de guerra, el representante de las virtudes espirituales y civilizadoras de Alemania contra las hordas enemigas; no sorprende entonces que el célebre himno de Lutero “Ein Feste Burg ist Unser Gott” (“Castillo Fuerte es Nuestro Dios”) fuera interpretado con la misma popularidad que las marchas militares que marcaban el paso de ganso de las tropas alemanas rumbo al frente, o que los orgullosos soldados germanos marcharan cantando “Gott mit uns” (“Dios está con nosotros”).

El clásico enemigo, Francia, era una nación mayoritariamente católica, pero, como lo recordarán los días de la Comuna de París de 1870, el anticlericalismo iba a la par con la izquierda francesa según una precisa demarcación política: republicanos anticlericales contra monárquicos católicos. Si bien es cierto que ninguno de los dos sectores logró superar al otro, al menos en lo formal las instituciones políticas de la  Tercera República tuvieron una mayoría republicana y anticlerical que mantuvieron a raya al clero y las instituciones católicas: por ejemplo entre los años 1879 y 1886 las “leyes de Ferry” (por el ministro de educación Jules Ferry) introdujeron la educación laica, sacando al clero de las escuelas; a comienzos del siglo XX seguirían nuevas leyes contra las órdenes monásticas y finalmente en 1905 el gobierno aprobó la separación entre la iglesia y el estado (después de un siglo de privilegio para el catolicismo según un concordato napoleónico que venía de 1801). El Vaticano respondió rompiendo relaciones con París. Un elemento simbólico de esta división francesa previa a 1914 se observa en el tratamiento de un personaje histórico como Juana de Arco. La derecha católica y monárquica francesa había impulsado la canonización de la heroína: quien había luchado por Francia y por el rey bien debía ser considerada una santa. El gobierno de la Tercera República en cambio eliminó toda mención a Juana en los textos de estudio oficiales. Pero incluso otra lectura era posible para la heroína, una lectura revolucionaria: la de una pobre mujer campesina que luchó por su país, fue traicionada por su rey y quemada por la iglesia. En suma, para Juana el homenaje quedaba en tablas. Pero todo esto cambió milagrosamente cuando llegó la guerra. Juana de Arco fue redescubierta como héroe nacional y su mandato resonó una vez más en los oídos de los franceses: “He sido enviada por el Dios del Cielo para sacarte de toda Francia”. Que quinientos años antes esa frase fuese dirigida contra los ingleses no obstaba a que ahora funcionara igual contra los alemanes. De pronto las iglesias se llenaron de fieles y la asistencia a misa superó todos los estándares de ante guerra. Curiosamente la causa patriótica se convirtió en una religiosa y la unión nacional en una unión sagrada: Dios luchaba por los franceses. El milagro se había realizado: lo que los hombres habían separado (la iglesia y el estado), la guerra lo había vuelto a juntar.

En Rusia la situación no fue diferente. La Iglesia Ortodoxa Rusa era la institución eclesiástica oficial del imperio del Zar y gozaba de una situación de privilegio en la vida nacional. Empero, a lo largo del siglo XIX se habían organizado otros referentes religiosos: judíos y protestantes. La creciente actividad terrorista en las últimas décadas de esa centuria y en particular el asesinato del zar Alejandro II en marzo de 1881, llevarían a un endurecimiento de las autoridades rusas contra todos los disidentes religiosos; se multiplicaron pogroms contra los judíos e intentos por rusificar a esas comunidades (el antisemitismo de la época floreció en una literatura tan infame como el tristemente célebre libelo “Los Protocolos de los Sabios de Sión”) y la persecución se extendió asimismo contra los protestantes. La cruzada contra los disidentes religiosos fue dirigida por las más altas autoridades rusas, encabezadas por Konstantin  Pobiedonostsev, el procurador jefe del Santo Sínodo entre los años 1880 y 1905. Pero la catastrófica derrota rusa en la guerra de 1905 obligó al gobierno de Nicolás II a hacer una serie de reformas, entre ellas nuevas leyes de tolerancia hacia judíos y protestantes. El estallido de la guerra en 1914 volvió todo a fojas cero. La ola de nacionalismo e identificación con la iglesia ortodoxa rusa llevó otra vez a la persecución de judíos y protestantes, estos últimos por ser considerados simpatizantes alemanes. Curiosamente, la revolución rusa de 1917 volvería a traer algo de libertad a los rusos no ortodoxos.

En Gran Bretaña, bueno… God save the King; sólo que, como relata Morris en “Last Crusade”, en el caso británico la idea de ser el pueblo elegido de Dios se desarrolló junto con una generosa literatura apocalíptica  que presentaba al Kaiser nada menos que como el Anticristo y a los alemanes como los ejércitos del anticristo, la Bestia o como quiera llamársele. Esta mistificación de Alemania y los alemanes como la encarnación de las fuerzas del mal tenía como propósito el inculcar a la población y los soldados británicos la naturaleza justa de su causa así como el sentido épico de estar luchando por el bien, por la moral, por la civilización, contra la brutalidad, la injusticia y el mal representado por Alemania. La teología inglesa también se puso al servicio de la causa nacional, identificando a Alemania como una nación y una fuerza anticristiana, después de todo la teología liberal alemana enseñaba que la Biblia era un libro puramente humano y negaba la trascendencia divina; la guerra era un castigo divino contra la apostasía germana.

 Estamos a pocos meses ya de conmemorar los cien años del comienzo de la Primera Guerra Mundial: hace 99 años Europa entera se embarcaba en un frenesí de locura y destrucción total a una escala global impresionante, como lo grafica la imagen superior con las bajas británicas en Ypres, tras el primer ataque con gases en el frente occidental. Sabemos que la guerra comenzó entre Austria y Serbia a fines de julio, pero fue en los primeros días de agosto de 1914 que las principales potencias europeas – Alemania, Francia, Gran Bretaña y Rusia – se unieron a las hostilidades, convirtiendo el conflicto en los Balcanes en uno europeo y luego mundial. Ahora bien, en rigor, aquello de “la primera guerra mundial” es una mera convención posterior: los europeos en su momento la denominaron simplemente “la gran guerra” y por cierto no fue la primera guerra europea que se extendía al resto del mundo. Si fuéramos estrictos, la guerra de los siete años (1756-1763) debiera ser considerada la primera guerra mundial, pues se combatió en tres continentes (Europa, América y Asia). Pero lo que le dio a la guerra de 1914-1918 su tono monumental fue sin duda la escala del conflicto: el tamaño de los ejércitos involucrados (unos 60 millones de hombres), el volumen de la población afectada (muchos millones más) y el poder de destrucción de las armas usadas. Todos estos hechos nos son conocidos en mayor o menor medida, pero lo que nos es mucho menos familiar es la dimensión religiosa que adquirió la guerra. ¿Una guerra religiosa? Los nexos entre la guerra de 1914 y la religión, o para ser más precisos el cristianismo, aunque desconocidos, son particularmente sorprendentes. Los casos mencionados nos debieran recordar y advertir de la facilidad con que el discurso patriotero y nacionalista se apropian de todo lo que sea necesario para construir la propaganda bélica; la Primera Guerra Mundial, a ambos lados de la frontera, redescubrió que la religión, la iglesia y la teología, todo sirve en tiempos de guerra. Después de todo, ¿quién sabe de qué lado estaba Dios?... Bueno, que no lo supieran los estrategas y los soldados es una cosa, pero que no lo supieran los teólogos y pastores de la iglesia es otra muy distinta. Otra tragedia más de la Gran Guerra.

lunes, 5 de agosto de 2013

El legado Mortara: reescribiendo la Historia



La tenaz negativa del papado a implementar las mínimas reformas sugeridas por las potencias europeas para dar estabilidad a los Estados Pontificios y alejar el peligro revolucionario, terminaría a la larga por alienar la voluntad internacional con respecto a la suerte del gobierno pontificio. Para el estallido del escándalo Mortara, Austria estaba demasiado ocupada con sus propios problemas en Alemania y centroeuropa; Roma sólo podía contar efectivamente con Napoleón III, el emperador liberal francés. Pero Napoleón III no podía otorgar un cheque en blanco al Papa, más aún cuando todos los llamamientos a Roma para que se liberara al niño fueron desoídos sistemáticamente. Presionado por su propio frente interno e intentando aún jugar un papel de árbitro en la política internacional, Napoleón III optó por dar libertad de acción a los patriotas italianos con la única condición de que Roma seguiría bajo el control papal: el emperador no podía sacrificar al Papa del todo, necesitaba aún a los votantes católicos franceses. En 1860 las tropas piamontesas ingresaron desde el norte y las de Garibaldi desde el sur; Víctor Manuel proclamó el reino unido de Italia con capital provisional en Florencia; después de mil años, los Estados Pontificios habían dejado de existir.

Durante la década siguiente, exactamente entre 1860 y 1870, Pío IX hizo honor a su nombre de “rey de Roma”: la ciudad era lo único que le quedaba de su antiguo y perdido reino. Sintiéndose asediado en la ciudad eterna, Pío IX respondería con un arsenal de documentos, cartas y asambleas donde daría rienda suelta a todo su rechazo contra el mundo moderno y contra sus adversarios políticos. El papado siempre fue una monarquía absoluta, pero quizás nunca esa naturaleza se transparentó tan nítidamente como en los escritos de Pío IX de esos años. En marzo de 1860 publicó la encíclica Cum Catholica Ecclesia, en la que amenazaba con la excomunión a todos los que alentaban la rebelión en los estados pontificios (amenaza que reiteraría en 1870 en la encíclica Respicientes ea, de hecho el mismo rey Víctor Manuel vivió excomulgado hasta la víspera de su muerte). En diciembre de 1864 aparece la encíclica Cuanta Cura, que incluía el hasta hoy recordado y tristemente célebre Syllabus Errorum (o “Silabario de Errores”; el subtítulo del documento rezaba: “catálogo que comprende los principales errores de nuestra época señalados en las encíclicas y otras cartas apostólicas de nuestro santísimo señor Pío Papa IX”), donde condenó todo lo que caracterizaba al siglo XIX: la democracia, la libertad de cultos, el parlamentarismo, el liberalismo, el constitucionalismo, el socialismo, el comunismo, el racionalismo, la separación de la Iglesia y del Estado (este punto ya había sido condenado antes por Gregorio XVI en la encíclica Mirari Vos de 1832) y la autonomía de la sociedad civil, entre un largo listado de ochenta proposiciones condenatorias. No sería exagerado decir que para Pío IX todo aquello que limitara o contrariara su voluntad era tipificado en ese documento como anatema para los católicos, obra del diablo en contra del poder papal. Quizás el clímax de esa diatriba anti moderna se consiguió poco más tarde en el concilio Vaticano I, donde Pío IX logró que la asamblea aprobara el dogma de la infalibilidad papal el 18 de julio de 1870 (constitución apostólica Pastor Aeternus de ese año). Destruido su reino y limitado a las murallas de Roma, Pío IX parece querer lograr así su revancha personal en contra de ese mundo impío que ha osado despojarlo de lo que él consideraba el patrimonio histórico de San Pedro: el dogma de la infalibilidad es casi la reafirmación de la naturaleza divina del Papado, el Papa está finalmente por encima de cualquier ser humano. Por fin Pío IX había recuperado, aunque tan sólo fuera en los recovecos teológicos y dogmáticos de Roma, algo de esa perdida aureola de superioridad que le había arrebatado la unidad italiana. Pero la satisfacción no duraría mucho; los sucesos en Europa se precipitaban aceleradamente y la inminente guerra entre Francia y Prusia obligó a Napoleón III a retirar la guarnición francesa de Roma. Casi como broche de oro, ni bien terminaba el concilio Vaticano, en septiembre de 1870 las tropas italianas entraban en Roma y ponían fin al reinado temporal del Papa. Pío IX se encerró en los palacios vaticanos, donde recién había sido proclamado infalible, y allí se declaró prisionero del nuevo estado italiano.

La entrada de las tropas italianas en Roma y la subsiguiente instauración de la monarquía constitucional de Víctor Manuel I tuvieron efectos importantes en la pequeña comunidad judía de la ciudad. Para ser precisos, el ghetto judío de Roma, que había sido restablecido con el regreso de Pío VII en 1814, fue suprimido por Pío IX con motivo de su elección como Papa en junio de 1846; el periodo “liberal” del Papa duraría apenas dos años (1846-1848) y su huida tras la revolución de 1848 sería seguida por la proclamación de la República de Roma, el fugaz experimento de Mazzini y sus partidarios (febrero –julio 1849). Durante todo ese periodo de cambios y convulsiones políticas y sociales, los judíos romanos gozaron de una breve primavera de libertad hasta entonces desconocida, incluso lograron elegir tres representantes en la Asamblea Constituyente. Pero la caída de la república de Mazzini y sus partidarios debido a la intervención francesa  y el posterior restablecimiento del poder papal en abril de 1850 puso abrupto fin a esa experiencia. Pío IX regresó a Roma curado de espanto de toda idea liberal y restableció el régimen pontificio a la antigua: absolutismo total. El ghetto volvió a ser lo que era antes y los judíos permanecieron como parias sociales hasta 1870. Obligados a vivir encerrados en el ghetto judío de Roma, la anexión de la ciudad eterna al reino de Italia les permitió convertirse en ciudadanos libres de la nueva nación italiana. Con ellos volvió nuevamente la familia Mortara a insistir en la recuperación de su perdió hijo Edgardo; empero, el muchacho era ahora mayor de edad y el adoctrinamiento papal había hecho su parte: Edgardo Mortara decidió continuar sus estudios clericales para consagrarse sacerdote católico. El nexo entre la familia Mortara y su hijo estaba definitivamente quebrado: mientras la familia seguiría su vida judía, el muchacho continuaría su carrera eclesiástica. Si tan sólo la unificación italiana hubiese tenido lugar unos años antes…

Se dice que Pío IX habría reconocido en algún momento que la pérdida de su reino terrenal debía algo al caso Mortara, debido al abandono internacional que el secuestro habría significado para el Papado, justo en los momentos en que más necesitaba de esa ayuda. Pero sea o no que haya tenido esa mirada retrospectiva, Pío IX jamás cambió de opinión con respecto al hecho en sí, el secuestro del niño Edgardo: “Lo que hice por este niño lo volvería a hacer si fuera necesario”, diría años más tarde.

¿Qué podemos decir de todo esta sorprendente y conmovedora historia? ¿Qué lecciones podemos extraer transcurridos ya casi un siglo y medio? Si consideramos el tratamiento que el caso ha tenido en los medios católicos modernos, hay cuestiones preocupantes a tener en cuenta. Así, por ejemplo, la enciclopedia católica no contiene ninguna entrada relativa al caso. Curiosamente, cuando trata el pontificado de Pío IX, indica – entre otras consideraciones – que este Papa luchó contra el “falso liberalismo”. Una definición críptica. ¿Cómo podemos distinguir entre falso y verdadero liberalismo? Si consideramos que el Papado debió luchar contra gobiernos liberales en Francia y Gran Bretaña – esta última era considerada con razón la cuna del liberalismo moderno – que tempranamente le habían sugerido una agenda más “liberal” como la del Memorándum de 1831 (ver “El escándalo Mortara”, junio 2013), entonces podemos suponer que esos gobiernos hostiles tipifican el “falso liberalismo” contra el que batalló Pío IX.  Empero, habrá que recordar que ese “falso liberalismo” es precisamente el que presionó en esta historia para que Pío IX devolviera al niño con sus padres. Si tuviésemos que escoger, el “falso liberalismo” está bastante más cerca de una actitud cristiana que la conducta de Pío IX.


Pero la increíble historia del caso Mortara tiene otras derivadas incluso más actuales y más ominosas. Las primeras voces que pidieron canonizar a Pío IX se escucharon tempranamente tras su muerte en 1878, pero el trámite formal no se inició hasta 1907, en medio de la polémica con el gobierno italiano, que no olvidaba la dura oposición que Pío IX supuso a la unificación italiana. El asunto se estancó y no avanzó hasta mucho después, cuando en 1985 Juan Pablo II reinició el proceso al declararlo venerable, para dar paso a la beatificación en septiembre del año 2000, a su vez el primer paso para su canonización. Hoy Pío IX tiene ganado su lugar en los altares católicos como venerable y beato, con el contenido de ejemplo moral y espiritual que ello supone para un fiel católico. Plop. ¿Pío IX, el hombre que ordenó el secuestro de un niño de seis años y su separación de sus padres, un ejemplo de moral y religión cristiana? El lector podrá haberse formado su propio juicio después de estos tres últimos artículos en los que hemos intentado rastrear el caso de Edgardo Mortara, pero desde el punto de vista protestante el resultado no puede ser más revelador del grado de ignominia de este “Santo Padre”. Igualmente dramático resulta el bochornoso capítulo final de esta historia en manos de Juan Pablo II. ¿Dónde quedan todas las peticiones de perdón que hizo este Papa al repasar los errores de sus antecesores? ¿Dónde el supuesto espíritu ecuménico del Papado moderno?  ¿El Vaticano, un defensor de los derechos humanos, o al menos de los derechos de la infancia? ¿Y qué pasó con la petición de perdón a los judíos? El católico moderno promedio mira al Papado del siglo XIX a través de un lente completamente distorsionado, como si la Rerum Novarum fuese el clímax de una institución que durante esa centuria luchó por la libertad y la justicia; ese mismo creyente por lo general ignora lo que esas palabras valían en Roma cuando los Papas reinaban en la tierra: para la familia Mortara no hubo ni libertad ni justicia. Mirado retrospectivamente, el tratamiento vaticano actual de Pío IX no puede sino entenderse dentro  de una estrategia más amplia y ambiciosa de reescribir la historia, de presentar al Papado como una institución que lucha por los derechos humanos, por la dignidad e integridad de la persona humana, por la libertad de culto, contra el antisemitismo y bla bla bla. Un poquitito de decencia demandaría al menos esconder al personaje, guardar a Pío IX en algún armario del Vaticano, pero ¿convertirlo en un héroe, un ejemplo, un paradigma de virtud y cristianismo? La actual exaltación religiosa, cultual y litúrgica de Pío IX es una completa bofetada para quienes creían en la honestidad del discurso ecuménico papal. Bien harían en recordar la historia de Edgardo Mortara (cuya recuperación en el arte ilustra la imagen superior, de la opera Il Caso Mortara) los protestantes que aún creen sincera pero ingenuamente en la integridad del discurso ecuménico del Vaticano en el siglo XXI.

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