viernes, 25 de junio de 2010

La teología camélida



En su notable comentario escatológico “Apocalipsis y Profecía”, Juan Stam, prestigiado pastor y escritor evangélico, se detiene en su capítulo de introducción a considerar la importancia de entender las señales de los tiempos como un factor fundamental que distingue a una buena teología. Con un juicio claro y contundente Stam apunta que “los teólogos realmente grandes han sido los que mejor entendían los tiempos en que vivían.” Stam incluye como ejemplos de este caso a los reformadores del siglo XVI y a nombres famosos del pasado: San Agustín, San Anselmo y Tomás de Aquino. Sobre este último afirma que “comprendía a fondo la crisis del aristotelismo en el siglo XIII y supo responder brillantemente.” Quizás esta última frase exprese, a la pasada, la posición de algunos evangélicos con respecto a lo que pasaba en la teología medieval. Es cierto que para la mayoría de la población evangélica la teología previa a la Reforma pueda ser de poco interés y muchas veces es derechamente ignorada, pero lo que sucedió en los siglos que precedieron a Lutero es clave para entender tanto la Reforma misma como la compleja relación entre ciencia y teología que hemos heredado hasta hoy. Vale la pena poner más atención a ese capítulo de la historia de la teología y ver si por ahí coincidimos o no con el juicio de Stam acerca de Aquino y compañía.

Hace tiempo que la teología ha perdido atractivo en el mundo cristiano, situación que lamentablemente se agudiza en el medio evangélico latinoamericano por muy variadas razones. Por estas latitudes abundan los pastores carismáticos, cantantes solistas y en grupos, música (mucha música), evangelistas mediáticos, pero casi nada de teólogos. No es que lo demás sea malo o innecesario, pero es bueno recordar que no puede haber verdadera vida cristiana sin teología. La teología es clave para entender la historia cristiana y, particularmente, para desentrañar la fantástica relación entre el cristianismo y la historia de la ciencia. Pero la cuestión aquí no es cualquier teología, sino buena teología. ¿Cómo entonces hallar esta buena teología? Las escrituras, obvio, como siempre están ahí para auxiliarnos. Incluso por vía de descarte podemos aprender a identificar qué es una mala teología. Un ejemplo vívido de esto se nos presenta en la imagen de Jesús en la polémica contra los fariseos. En un encendido y extenso discurso que rescata Mateo 23, vemos a un Jesús que expresa una dura crítica contra este partido religioso judío. La lectura nos revela que mucho de las enseñanzas y prácticas de los fariseos son objeto del rechazo de Jesús por entender que se apartaban de las escrituras, o por ser derechamente un agregado, un invento farisaico. En un ejemplo más de esa veta inagotable de Jesús para ilustrar sus palabras con imágenes de la vida real leemos: ¡Guías ciegos, que coláis el mosquito, y tragáis el camello (Mateo 23:24). Suponemos que a los fariseos presentes no debe haberles causado mucha gracia que sus enseñanzas – que ellos consideraban del mayor valor - fuesen relacionadas con un insecto y un animal de trabajo, aunque tal vez a esas alturas nada en el discurso de Jesús podría haberles hecho sonreír. Elaborada al calor de la discusión pública, la ilustración es un modelo de gracia y fuerza de las palabras del Maestro. ¿Qué podría ser más insignificante que colar el mosquito? ¿Qué podría ser más descabellado que tragarse el camello? Jesús había tenido tiempo de sobra para observar las vidas de los fariseos - incluidas sus enseñanzas, su teología – y lo que vio no le gustó para nada. Por desgracia había mucho de insignificante y de descabellado en la propuesta de los fariseos, quienes profesaban ser los maestros del pueblo, los que enseñaban la palabra de Dios. Para Jesús un maestro de la ley de Dios debe ser fiel a las escrituras y al ideal evangélico que él encarnaba; la enseñanza de los fariseos, la teología farisaica, iba por otro camino; era una teología del mosquito y del camello, una teología de lo insignificante y lo descabellado. Una teología que no enseña al pueblo la palabra de Dios es una teología inútil.

La teología medieval es una aventura fantástica y sorprendente, qué duda cabe; fue escribiéndose con mano lenta, a lo largo de los casi eternos siglos del medioevo; presenció con solemnidad la pausada y segura construcción de las hermosas catedrales; fue testigo privilegiado de ese terrible frenesí bélico de las cruzadas y desde el silente mundo de sus conventos debe haber escuchado los gritos de los infelices que pagaban con sus vidas la desobediencia eclesiástica. Desde el siglo X la teología escolástica fue eso; pero además fue mucho más que eso, fue el primer esfuerzo sistemático y más o menos organizado por rescatar el legado cultural grecorromano; por sus manos pasó todo el saber y el conocimiento del mundo antiguo, recuperado primero por los árabes y los judíos, traspasado luego a los cristianos a través de traducciones de la más diversa calidad imaginable. Sin duda que en un sentido tenemos una deuda con los teólogos escolásticos, pues ellos volvieron a enseñar la ciencia griega en occidente después de muchos siglos y, sobre todo, lo más importante para la Europa de entonces, recuperaron a Aristóteles. Tomás de Aquino goza de la reputación de haber sido el mayor de los teólogos escolásticos por haber coronado la cristianización de la filosofía del genial estagirita; gracias a él por fin ahora Aristóteles y la Biblia están en paz, el cristianismo medieval puede seguir feliz su vida cotidiana.

Si consultáramos a quienes enseñan hoy filosofía y ciencias, muy probablemente encontraríamos un generalizado reconocimiento si no a todos por lo menos a un buen número de teólogos medievales, precisamente por este trabajo de recuperación de la ciencia y el saber antiguos. Esta labor, aunque resistida en un principio, se reveló luego tan exitosa que terminó por difundirse a todas las escuelas teológicas de las universidades europeas; a la larga, toda la actividad cultural, artística e incluso política se vio afectada por el redescubrimiento de los antiguos sabios griegos y romanos, especialmente por el impacto creciente del aristotelismo. El efecto acumulativo de este impacto terminaría por ayudar a desencadenar finalmente ese gran proceso llamado Renacimiento, cuando el aristotelismo se vio desbordado por la curiosidad europea en todos los campos del saber que había contribuido a educar durante los siglos medievales. Aún teniendo presente que este aristotelismo no era otra cosa que Aristóteles visto a través de los lentes de los teólogos medievales, no el verdadero Aristóteles pagano de la antigüedad, permanece el hecho de que los teólogos de la edad media cumplieron un rol educativo trascendente en definir la cultura europea de aquellos siglos.

Dicho todo lo anterior, hasta aquí no hemos hecho más que repetir el reconocimiento histórico de la labor y el papel que jugó la teología medieval. Con seguridad que estas líneas de reconocimiento serían aprobadas por historiadores, arquitectos, artistas, profesores universitarios, ingenieros, médicos, artesanos, constructores, economistas y varias otras profesiones y campos de investigación que se han beneficiado directa e indirectamente de la herencia dejada tras de sí por los teólogos medievales. Pero incluso todo esto no puede hacernos perder de vista qué es realmente lo que justifica a una teología. Lo que queremos decir puede manifestarse más claramente dándole otro vistazo al período medieval. Mientras la teología medieval se consagraba al estudio de Aristóteles para definir materias como por ejemplo la demostración de la existencia de Dios, o la definición de los campos de las ciencias, o las normas del arte religioso que decoraba las iglesias, o la justificación del poder papal o de la clase sacerdotal sobre el poder político, o la justificación moral de la guerra contra los sarracenos y los herejes, o de la necesidad de la caza de brujas, mientras todas estas cosas centraban la discusión de los teólogos medievales, pasaban otras muchas cosas terribles, muy terribles, en la “iglesia” medieval. En las mismas narices de los teólogos medievales, entre la lectura de Aristóteles y la traducción de otros autores griegos, una estructura monstruosa terminaba por construir su edificio de poder religioso y político. Con Inocencio III esa estructura – la clase sacerdotal – alcanzaba el clímax de su poderío en la historia. Para entonces la salvación se convirtió en un asunto de dinero, la construcción de catedrales en un pasaporte para el cielo, la muerte de los infieles y herejes en una prueba de fidelidad cristiana y el enriquecimiento material de la iglesia en una demostración de la bendición divina.

Para el lector evangélico es evidente que cualesquiera fueran los pergaminos culturales o educativos de la teología medieval, cualesquiera fuesen sus aciertos en leer e interpretar a Aristóteles, la verdadera piedra de tope de toda teología es su fidelidad en el estudio de las escrituras, su capacidad para traspasar al pueblo la pura enseñanza de los evangelios, en la confianza de que un pueblo educado en las escrituras construirá una sociedad nueva, una sociedad según el ideal de Jesús. Desafortunadamente los teólogos medievales estaban demasiado preocupados de traducir y discutir los textos filosóficos griegos y el pensamiento de Aristóteles, estaban obsesionados con vestir al estagirita de ropajes cristianos, en suma, estaban “colando el mosquito”; mientras estas disquisiciones ocupaban gran parte de su tiempo, por otro lado, asistían pasiva o activamente a un experimento de cristianización realizado a la escala del continente europeo, pero con doctrinas y dogmas que poco o nada tenían que ver con el evangelio simple y sencillo de Jesús, es decir, estaban “tragando el camello.” Porque aquí no hay que perderse; al final no importa tanto el juicio encomiástico de los textos de filosofía y de historia sobre los teólogos medievales, importa más, mucho más, la opinión de aquellos cientos de miles o millones que vivieron y murieron engañados por sus propios pastores, aquellos hombres y mujeres que confiaron que sus donaciones de dineros y terrenos, de propiedades y familias les abrirían las puertas del cielo, tal y como les enseñaban los maestros de teología medievales. A aquellos pobres infelices que lucharon y murieron en las cruzadas porque les dijeron que “Dios lo quiere”, a ellos habría que preguntarles ahora qué opinan sobre sus pastores y doctores de la época, sobre sus Tomás de Aquino y compañía que les avivaron esta fiesta de mentiras de una escala colosal, pocas veces vista en la historia humana. Como antes con los fariseos, la teología medieval tuvo sus luces y sombras, pero el resumen final es lastimosamente malo. No podemos compartir la opinión de Stam sobre Tomás de Aquino de que “comprendía a fondo la crisis del aristotelismo en el siglo XIII y supo responder brillantemente”, salvo que nos refiramos sólo a aspectos relativos al estudio de la filosofía aristotélica; pero ya hemos visto que una buena teología debe destacarse por su capacidad para instruir al pueblo en la palabra de Dios y aquí, por desgracia, Aquino y la mayoría de los teólogos medievales arrastraron a su gente en un tremendo engaño, el engaño de la teología del mosquito y el camello.

viernes, 4 de junio de 2010

Sueños de Ciencia Ficción





La superproducción de “Avatar”, el último éxito taquillero del director norteamericano James Cameron, ha devuelto recientemente al primer plano las historias de ciencia ficción, género en el que Hollywood tiene una experiencia notable para convertir en fuente de ganancias récords y de grandes negocios. Todo ello se sustenta a su vez en el atractivo que el tema produce entre el público común, una veta de antigua fascinación humana por asuntos que hoy nos confronta con otros mundos, viajes interplanetarios, vida extraterrestre. Con seguridad para el hombre de la calle el nombre más asociado con el género debe ser el del francés Julio Verne, cuyas increíbles historias noveladas han sido la delicia de nuestros abuelos y padres. Pero muy pocos, si es que algunos, debe saber que el fundador del moderno género de la ciencia ficción fue un olvidado matemático (hoy diríamos astrónomo) alemán de los siglos XVI y XVII llamado Johannes Kepler.

Para quienes estudian física o ingeniería, el nombre de Kepler debe estar asociado a las leyes del movimiento planetario por él descubiertas y que llevan su nombre – las leyes de Kepler – que describen el movimiento de los planetas en torno al sol. Pero Kepler fue mucho más que sólo sus célebres leyes dinámicas. La historiografía de la ciencia en general ha sido injusta con Kepler, convertido hasta hace poco en el genio olvidado, una estrella con luz propia, pero eclipsada por el resplandor arrollador de Isaac Newton. Fuera de las leyes en cuestión, casi no se mencionaba a quien fuera en vida un investigador notable, movido por un pasión incombustible por desentrañar los misterios de la naturaleza, el más importante representante del copernicanismo de su época, precisamente cuando Copérnico era aún, para católicos y protestantes por igual, un personaje polémico y muchas veces rechazado. A propósito, Kepler fue además un creyente sincero, como atestiguan su primera vocación para ser ministro luterano y luego sus escritos, llenos de admiración por la creación de Dios y por el orden matemático – divino que Kepler creía descubrir en la naturaleza.

Pero la pasión por la ciencia, las matemáticas y la teología no agotaban la llama creativa de Kepler, pues hoy sabemos que por largo años, o mejor décadas, delineó un escrito increíblemente breve – una treintena de páginas – que luego repasó una y otra vez, pero que no se atrevió a enviar a imprenta; de hecho sería hecho imprimir póstumamente por uno de sus hijos. El título de la obra – Somnium, el sueño, en latín – hace alusión a la trama de la obra, el expediente usado por Kepler para introducirnos en un viaje de fantasía. A través de un sueño, Kepler nos propone, nada menos que a comienzos del siglo XVII, un viaje a la luna. Sí, la aventura literaria de Kepler es una empresa descabellada para quien viviera en el 1600, menos aún si el autor pasa por ser uno de los mayores genios de su tiempo; un científico, un ser al que incluso en nuestros días suponemos alejado de cuestiones fantasiosas.

Los relatos fantásticos no eran nada nuevo para el siglo XVII. De hecho existen registros tan antiguos como el de Luciano de Samosata, notable escritor romano de la antigüedad clásica, hábil maestro de la sátira, como lo refleja muy bien su famosa “Historias verdaderas”, colección de cuentos fantásticos de viajes extravagantes e imposibles. Precisamente una de estas “historias verdaderas” era un increíble viaje a la luna; Luciano nos cuenta que la forma de este viaje principia en un torbellino y que la fuerza del viento le permite llegar al suelo selenita. Pero Luciano está más preocupado de usar esta historia para disfrazar cáusticas críticas a la sociedad romana de su época que de describir hipotéticos medios materiales de realizar esta hazaña. Sabemos ahora que Kepler pudo leer una copia de la obra de Luciano y que probablemente usó la idea del sueño como su propia fórmula de encriptar en parte el propósito verdadero de su texto. Usamos el verbo encriptar pues Kepler iba a describir fenómenos que tienen lugar durante el viaje y que son relatados desde el punto de vista copernicano al referir la situación de la tierra, la luna y el sol. Para entenderle, hay que recordar que por esos años la tesis copernicana aún despertaba resistencias y rechazos profundos por parte de los defensores de un universo aristotélico, como era el caso de la mayoría de los contemporáneos de Kepler, incluso en la Alemania luterana. Más aún, conviene tener en cuenta que en los países católicos toda crítica a Aristóteles podía terminar con su autor dando explicaciones a la Inquisición, como lo descubrirá tristemente Galileo. Precisamente por estar consciente de los peligros de criticar abiertamente a Aristóteles, Kepler recurre al expediente de un sueño para describir la experiencia de un viajero copernicano que desde la tierra llega a la luna.

Tanto por la fórmula empleada como por los detalles del periplo (Kepler menciona una especie de fuerza que actúa en los primeros instantes del viaje, algo que suena muy parecido a la acción de nuestra moderna fuerza gravitatoria), la obra de Kepler representa un momento único en la literatura, a tal punto que para los expertos se constituye en el primer relato de lo que hoy llamamos ciencia ficción propiamente tal. Es cierto que aún quedan reminiscencias de lo puramente fantástico al estilo de Luciano, cuando nos cuenta que la luna está habitada por seres extraños; pero lo distintivo del relato kepleriano es el esfuerzo por tratar de incluir observaciones de un carácter científico como las que apuntáramos antes en relación a la polémica Copérnico – Aristóteles, algo jamás hecho hasta entonces en la literatura.

Publicada en 1634, pocos años después de su muerte, Somnium vivió su propio sueño en la olvidada colección de uno que otro coleccionista. La primera traducción al inglés del texto se hizo recién en 1947, pero ya desde le siglo XIX se comenzó a hablar de esta faceta de escritor de quien era hasta entonces sólo un “matemático.” Desde la segunda guerra mundial los historiadores de la ciencia han venido a reparar la injusta situación de olvido que acompañó a Kepler por largos siglos y Somnium es una pieza más del rompecabezas gigantesco de una personalidad notable, de un hombre enamorado de la ciencia y a la vez fundador de un nuevo género literario, la ciencia ficción. Pero si este es el dibujo de un hombre adelantado a su época, no es menos sorprendente saber que para entender mucho de su investigación e ideas científicas hay que hacer un alto primero en su teología, pues detrás del Kepler científico, del Kepler escritor, está también el Kepler creyente, el hombre que fiel a sus ideas protestantes debió huir de una ciudad a otra cuando arreciaban las guerras religiosas, mientras sufría la excomunión de sus propios correligionarios luteranos. En medio de tiempos tempestuosos, al filo de la vida y la muerte, sepultando a una esposa o a un hijo amado, Kepler logró convertirse en paradigma de la ciencia de su época; lo hizo sin perder jamás su profunda e íntima fe en Dios. ¿Volverá algún día a levantarse un hombre así en el mundo cristiano?



Mensus eram coelos, nunc Terrae metior umbras.
Mens coelestis erat, corporis umbra jacet

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