jueves, 25 de noviembre de 2010

El Capital Protestante



Cuando a comienzos del siglo XX se publicó en Alemania La ética del protestantismo y el espíritu del capitalismo, se puede afirmar que se dio inicio a una nueva etapa en los estudios de la historia económica moderna. De hecho su autor, el economista, historiador y sociólogo alemán Max Weber (1864-1920), abrió una puerta alternativa para estudiar las relaciones entre las sociedades modernas y la economía, por donde una serie de seguidores han explorado variables aparentemente alejadas de la economía, como lo es la religión. Lo de alternativa debe entenderse por vía de contraste con la interpretación marxista de moda por entonces. Ya habrá tiempo en el futuro para atender los pormenores del análisis marxista de la historia, en lo que sigue centraremos nuestra discusión en otras tesis alternativas, como las de Weber.

¿Qué llevó a los alemanes a discutir de relaciones entre economía y religión? Probablemente la respuesta hay que rastrearla en lo que ocurría en su vecina Francia. Desde 1789, tras la revolución del 14 de julio, la nación gala había vivido un quiebre brusco y definitivo en su continuidad histórica; el Terror, la guillotina, las guerras napoleónicas y vuelta a otra andanada de revoluciones durante el siglo XIX. François Guizot, primer ministro del rey Luís Felipe, reflexionaba en el exilio al que lo arrojó la revolución de 1848 acerca de esta convulsionada historia francesa; siendo protestante, se lamentaba de que su país hubiera dado la espalda a la Reforma del siglo XVI y creía que detrás del ascenso de Gran Bretaña a primera potencia europea había un factor religioso en juego: los países protestantes lo habían hecho mejor que los católicos. Su idea no fue original ni exclusiva, otros políticos y empresarios franceses le habían dado vuelta a la misma palanca.

Las quejas de estos franceses por la postración política de su país se vertieron en libros que tuvieron amplia repercusión, obras que por cierto cruzaron las fronteras y llegaron también a las estanterías alemanas. En el país de la Idea, cómo no, mentes atentas se dedicaron a racionalizar el problema y a buscar una explicación sistémica a esta cuestión. La respuesta alemana a las relaciones entre economía y religión se plasmaría en dos grandes vertientes de pensamiento, cuyos mayores exponentes serían Karl Marx y Max Weber. En 1867 se había publicado el primer volumen de El Capital, la obra clave de Marx. Para Marx la religión no era nada más que otra fórmula de la dominación de los poderosos sobre los desposeídos. La Reforma del siglo XVI era la manifestación ideológica (religiosa) de la independencia de una burguesía que ya ejercitaba su musculatura; el protestantismo no era otra cosa que la avanzada o la primera manifestación de la pujanza y rebelión de una nueva clase, la burguesía, para la que el catolicismo medieval era ya un estorbo. Desde entonces la teoría marxista de las relaciones entre economía, política y sociedad se convirtió en una verdad incuestionable para las izquierdas europeas. Sin embargo, siempre existió un fuerte grupo de pensadores e investigadores que no se compraban las tesis marxistas acerca del carácter irrefutable del materialismo histórico. Weber era uno de ellos. A diferencia de su coterráneo, Weber no veía nada de científico e inexorable en los presupuestos y predicciones del marxismo. Creía que el error de Marx radicaba en descartar otros aspectos o variables, fuera de los puramente económicos o productivos, que afectaban igualmente de manera radical el curso de la historia. A Weber le parecía que una de esas variables olvidadas era la religión, por el enorme influjo que genera en las sociedades. A diferencia de Marx, Weber creía que la religión era una variable que había que estudiar.

Como resultado de su investigación Weber publica en 1904 La ética del protestantismo y el espíritu del capitalismo. En esta obra Weber se plantea la cuestión del nacimiento del capitalismo y el cómo se desarrolló en los países europeos. Weber retoma la línea de pensamiento de Guizot acerca del aparente contraste de desarrollo entre los países europeos con tradiciones religiosas distintas. Se pregunta en particular por qué las naciones protestantes han tenido en general un mejor desarrollo que los demás países cristianos (católicos, ortodoxos) y que los no cristianos (chinos, indios). Hay que recordar que para cuando Weber escribía su libro, las potencias dominantes eran naciones de formación protestante, tales como Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania. Para resumir, hay que señalar que la respuesta weberiana invierte la de Marx: el protestantismo no es el invento de una clase capitalista descontenta, más bien la ética protestante del trabajo es la que da origen al capitalismo. Weber repara en la particular historia del calvinismo, específicamente del movimiento puritano, al que considera el factor determinante en el desarrollo del capitalismo inglés y por ende del progreso económico e industrial de los países protestantes. Lamentablemente a veces se ha malinterpretado a Weber: como cuando se afirma que Calvino favoreció el capitalismo al permitir la práctica de la usura, o que el capitalismo comenzó en el siglo XVI. Estas afirmaciones forman parte del folklore que rodea a la interpretación weberiana. Tal como lo ve Weber, el asunto tiene que ver con una nueva práctica social, si se quiere con un “nuevo capitalismo”, diferente al tipo de capitalismo que había germinado inicialmente en la Edad Media. Los protagonistas aquí son los puritanos, quienes pusieron en práctica una ética social que hacía hincapié en el trabajo y la austeridad; la prosperidad con la que Dios bendice el trabajo bien hecho debe ir aparejada con una vida sencilla. El resultado neto de esta ética puritana fue una acumulación de prosperidad, de recursos, en suma, el ahorro y la acumulación de riqueza que suponen la antesala para el desarrollo del capital. Esta socialización de la vida laboral permitió que se acumulara capital en una escala no vista hasta entonces en Europa, lo que acompañado de la paz social explica el progreso sostenido de los países protestantes.

La tesis de Weber, por cierto mucho más amplia que el comprimido bosquejo que dibujamos en el párrafo anterior, tuvo amplia resonancia en los estudios económicos, históricos y de sociología de la religión desde comienzos del siglo XX. Con distintos matices y adaptaciones, la idea central de Weber ha seguido en pie y se ha seguido discutiendo hasta nuestros días. Desde un punto de vista crítico quizás una de las mayores revisiones de la tesis weberiana ha sido la del afamado historiador inglés Hugh Trevor-Roper, profesor de la universidad de Oxford. En The Crisis of the Seventeenth Century: religion, the Reformation and Social Change (1967), uno de sus textos más conocidos, Trevor-Ropper repasa la obra de Weber y expone algunas precisiones sobre la relación entre el protestantismo y el capitalismo. Apelando nuevamente a la brevedad, digamos que Trevor-Roper en general está de acuerdo con la existencia de una relación entre protestantismo y riqueza, pero asumiendo un grado de sutileza mayor en esa relación que la manifestada por Weber. Trevor-Roper sugiere volver la mirada hacia el conflicto que desató la revuelta de Lutero y las consecuencias a que dio lugar en el campo católico. Como él lo ve, la clave está en la respuesta papal: la Contrarreforma. El gran movimiento militante que se arma para enfrentar al Protestantismo escala una crisis social en los territorios católicos; la locura de la cruzada anti protestante refuerza las monarquías locales para que un todopoderoso estado político-religioso enfrente y derrote a los herejes. Claro que los príncipes católicos, reforzados sus ejércitos con la acción propagandística y persecutoria del clero, aprovechan esta pasada para aumentar impuestos y derechos estatales con que financiar la empresa, aplastando así los pocos espacios de libertad en que vivían los empresarios y comerciantes de las prósperas ciudades mediterráneas. Estos últimos deben optar entonces entre abdicar ante el nuevo aparato estatal en aras de la guerra contra el protestantismo o bien emigrar a otras ciudades donde puedan hallar espacios de libertad en que poder seguir practicando sus negocios. Pero en medio de una Europa en guerra, ¿huir a dónde? Trevor-Roper saca aquí su carta más atractiva y provocadora: a los únicos territorios que conservan algún grado de independencia frente al estado, la Europa calvinista. De modo que la tormenta de frenesí anti protestante arroja a una corriente de emigración a los comerciantes y empresarios que abandonan España, Portugal, el norte de Italia, las ciudades de Francia y Flandes, buscando todos ellos espacios de libertad y tolerancia donde poder seguir haciendo lo que sus ancestros habían comenzado siglos antes.

El giro que Trevor-Roper da a la historia suena convincente. Que las guerras generen olas migratorias lo vemos incluso hoy en día. Que esos procesos demográficos estén asociados a transferencias de riqueza, o de conocimientos y habilidades específicas, es algo absolutamente esperable. De modo que ahora estamos en mejores condiciones para apreciar la relación entre capitalismo y protestantismo. Creemos que Weber estaba más cerca de la verdad que Marx cuando decía que la religión jugaba un papel fundamental en la sociedad, incluso en la economía. Su apuesta de pesquisar la relación específica entre el protestantismo y el capitalismo fue igualmente feliz, pero mucho más aún su focalización en el movimiento calvinista. Empero tal vez su idea de que el calvinismo por sí solo explicaba el fenómeno sea sólo una parte de la verdad. Trevor-Roper nos ha venido a recordar que la reacción católica jugó un papel muy importante, ya que la violencia que desató para combatir a los herejes puso en marcha a su vez un movimiento migratorio que significó un traspaso neto de experiencias y habilidades empresariales y mercantiles hacia los territorios calvinistas.

El estudio de las relaciones entre economía y religión, o el de las mucho más complejas relaciones entre las sociedades y la religión, es un espacio abierto en el que aún queda mucho por trabajar. No obstante, con los elementos que hasta ahora disponemos podemos al menos armar un cuadro aproximado de la conexión entre el protestantismo y el desarrollo económico. Como ya lo adelantáramos en otros comentarios previos, el enriquecimiento de los países protestantes y el empobrecimiento de los católicos – fenómeno que se desarrolló en Europa entre el 1500 y el 1800 – no obedece a que los primeros fueran extraordinariamente inteligentes y los segundos increíblemente tontos. No estamos frente a un problema de inteligencia de sus poblaciones. La dispar suerte que corrieron unos y otros se nos aparece ahora cada vez más como el resultado lógico de las realidades sociales que derivaron de sus prácticas religiosas. Dos elementos destacan en la propuesta protestante: (1) construyeron lentamente sociedades un poco más abiertas y religiosamente tolerantes al disenso; el premio de tal actitud fue el recibir una corriente migratoria de lo que hoy llamaríamos “emprendedores”, gente con habilidades para los negocios y la empresa que buscaban espacios de libertad para desempeñar sus ocupaciones, tales como los judíos sefarditas y comerciantes diversos de la zona mediterránea; (2) la práctica de la austeridad social al estilo puritano contribuyó y reforzó la acumulación de riqueza, precisamente en una sociedad que veía con malos ojos el malgasto del dinero, incluso si el dilapidador era el rey o la iglesia. Por el contrario, en el universo católico se reforzaron precisamente las prácticas opuestas: una violenta e implacable represión de toda disidencia político-religiosa, unida a una tolerancia complaciente frente a los gastos fastuosos de la corte o del clero. En suma, mientras los burgueses protestantes del norte vivían la frugal y pedestre existencia que reflejan los cuadros de Rembrandt, la construcción de San Pedro en Roma no reparaba en gastos para demostrar la riqueza de la Contrarreforma.

martes, 9 de noviembre de 2010

El poder de los números


La reciente historia de los mineros de Atacama, en el desierto del norte de Chile, se convirtió – para sorpresa de muchos – en una suerte de hito de las comunicaciones, gracias al despliegue tecnológico que permitió llevar las imágenes de la operación de rescate a una audiencia estimada de unos mil millones de personas en el mundo. De entre los muchos detalles que rodean la saga de los mineros, uno que ha sido destacado profusamente por la prensa es la extraña coincidencia de un número, el 33, que se repite en distintos momentos a lo largo de esta odisea. Los números siempre han representado un papel especial en la comprensión humana de la vida y la naturaleza, situación que está presente también en la Biblia.

Los números están repartidos por todas las páginas de la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. En cualquier diccionario bíblico puede hallarse alguna información básica acerca del significado de los números más usados en las escrituras; así sabemos que el 7 era el número de la perfección, el número divino; que el 6 era todo lo opuesto, el número del hombre, de lo imperfecto, de ahí el famoso 666; que el 12 constituyó una suerte de simbolismo del pueblo de Israel (las doce tribus); en fin, hay muchas cosas que podemos consultar sin mayores dificultades acerca del significado de ciertos números que se hallan en la Biblia.

Sin embargo, hay que reconocer que al lector moderno de las escrituras suele escapársele el sentido último de los números dentro del contexto del relato bíblico. Los números están ahí, repartidos entre las historias de la Biblia, pero la función específica que cumplen dentro esa historia a veces nos es más distante incluso que el texto mismo. La cuestión es más compleja, porque normalmente tenemos consciencia del esfuerzo que debemos realizar para interpretar el texto, pero solemos dejar pasar los números por fuera de este filtro hermenéutico, después de todo son sólo números, ¿no es verdad?

El problema que nos plantean los números está relacionado con el papel que cumplían en la antigüedad, versus el papel que les asignamos hoy en día. En la sofisticada civilización occidental en la que vivimos en la actualidad tenemos un concepto bastante preciso de los números, o mejor dicho, de la función cultural que les asignamos. Producto del nacimiento de la ciencia moderna en el siglo XVI, pero más específicamente de su triunfo en los siglos XVII y XVIII, los números son para nosotros fundamentalmente contadores, son los elementos con los que expresamos la naturaleza computable, mensurable, de la ciencia y la tecnología. Los números dan expresión a nuestra necesidad de medir, de cuantificar todo: el mundo, la naturaleza, la sociedad, el espacio, la música, el arte, la riqueza, la sexualidad, las enfermedades, las noticias, la política, la economía, incluso la historia. Entender o conocer son verbos que conjugamos con números, sin cuya ayuda no podríamos aprehender la realidad que nos rodea. Desde los primeros años de escolaridad el sistema de educación formal nos prepara para asociar los números con un lenguaje exacto, con la precisión de las matemáticas. Así, cuando ponemos números sentimos que estamos dimensionando las cosas en su justa medida. Sin el concurso de los números tenemos la sensación de que es imposible captar la realidad de las cosas en toda su multiforme expresión. Sólo en muy contadas ocasiones los números escapan de esta dimensión “aséptica”; es lo que ocurre, por ejemplo, cuando nos topamos con el número 13, fecha que evoca ideas antiguas, asociaciones de malos augurios, supersticiones que se han colado entre nuestra educación científica (martes 13). Salvo este y otros escasos ejemplos, los números han sido “secularizados” por así decirlo, son elementos neutros, usados como meros contadores o dígitos en los procesos científicos o tecnológicos.

En la antigüedad, por el contrario, las cosas eran muy diferentes. “El número es el principio de todas las cosas”. Para los griegos clásicos los números jugaron un papel crucial en su comprensión de la naturaleza y del hombre, sobre todo merced a la influencia de pensadores como Pitágoras y Platón. Así, si viviéramos en la Grecia clásica, lugar fundacional de la matemática occidental, y preguntáramos por un matemático, lo más probable es que la gente pensara que estamos buscando una secta místico-filosófica, la secta de los pitagóricos, a quienes se les conocía como “matemáticos”. El lenguaje nos puede jugar una mala pasada; por “matemático” nosotros entendemos algo muy distinto a lo que entendían los antiguos griegos. Si quisiéramos tener mejor suerte, debiéramos consultar por un “geómetra” y ahí sí que podríamos llegar a dar con lo que nosotros creemos es un matemático.

El ejemplo griego nos puede dar alguna idea de la distancia sideral que separa nuestro concepto de los números del que tenían otros pueblos de la antigüedad, como era el caso de los habitantes del antiguo Medio Oriente. Fue en Mesopotamia donde los números comenzaron su largo camino civilizador. Sumerios y babilonios tienen a su haber la reputación de ser las primeras culturas donde un grupo específico de personas de la sociedad comenzaron a estudiar los números. Tal es así, que ahora sabemos que el famoso teorema de Pitágoras fue conocido y resuelto en Babilonia unos mil años antes del famoso griego. Los habitantes de Mesopotamia recurrieron a los números para resolver una serie de problemas prácticos, como por ejemplo la fijación del calendario y la medición del tiempo. Vale la pena recordar aquí que ellos definieron el sistema sexagesimal (en base al número 60) para medir el tiempo, un sistema que todavía seguimos usando después de varios milenios. Se aproximaron bastante al valor de p y llegaron a resolver ecuaciones cuadráticas. Pero acaso el rasgo más sorprendente del manejo de los números en Mesopotamia esté en su carácter simbólico. Fue el nacimiento de la numerología, práctica que consiste en asociar a los números con significados espirituales, como representaciones de divinidades, personas u objetos. Ello llevó a su vez a la creación de “números sagrados”, esto es, números especiales, asociados con cosas buenas o malas. Para los sumerios y babilonios el número 60 – al que ya hemos aludido – era precisamente uno de esos números sagrados.

Como muchos investigadores señalan hoy en día, es incuestionable que los antiguos hebreos retuvieron parte de esta tendencia a lo numerológico, es decir, a usar los números con un sentido simbólico. Si bien la estadía en Egipto los expuso a un sistema decimal, los hebreos retuvieron en su conciencia colectiva el uso numerológico, herencia ancestral de los patriarcas que habían dejado Mesopotamia muchos siglos antes. En las escrituras el uso simbólico es más que evidente, incluso para un lector no experto. En el Génesis, por ejemplo, el arreglo del texto y el uso de las palabras tienen connotaciones numerológicas. Así, en Génesis 1:1 abrimos la Biblia leyendo “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. Esta sencilla frase debe haber tenido para los lectores hebreos una connotación muy especial, pues estaba compuesta por siete palabras.


Comenzar el libro sagrado con siete palabras - en hebreo se lee de derecha a izquierda - en su primera frase no debe haber sido un detalle menor en un libro donde el número siete juega un papel muy importante, por no hablar del papel que desempeña en el primer capítulo de la Biblia (la creación en siete días). Ya de entrada somos advertidos, por así decirlo, de que el autor va a arreglar su material, la historia que nos quiere contar, de modo tal que sus elementos muestren una armonía numérica, una coherencia que numéricamente era atractiva y significativa para su auditorio, el pueblo hebreo. Probablemente esta búsqueda de armonía numérica (o numerológica) esté asimismo detrás de las genealogías de Génesis 5 y 11. Allí hallamos un arreglo bastante claro: hay 10 nombres desde Adán hasta Noé (Adán, Set, Enós, Cainán, Mahalaleel, Jared, Enoc, Matusalén, Lamec, Noé) y luego otros 10 nombres desde Sem hasta Abraham (Sem, Arfaxad, Sala, Heber, Peleg, Reu, Serug, Nacor, Taré, Abraham). En el listado de nombres vemos otra vez simetría numérica, aparte del hecho de que las cifras de años de vida de casi todos estos venerables personajes son… múltiplos de sesenta, o combinaciones de cinco y siete (años o meses). En Génesis 4:15 leemos, por declaración de Dios, que “ciertamente cualquiera que matare a Caín siete veces será castigado”. En Génesis 4:24 Lamec reclama derecho a ser vengado “setenta veces siete”. Podríamos multiplicar los ejemplos y arreglos de este estilo.

En resumen, el texto de las escrituras hebreas nos invita a recordar que los números tenían una connotación simbólica, tanto o más importante que su papel como contadores. Este hecho se ve reforzado por los resultados de la investigación histórica y arqueológica de las últimas décadas, todo lo cual apunta a destacar la trascendencia de lo numerológico para los habitantes del antiguo Medio Oriente. Que duda cabe que los hebreos, descendientes de los patriarcas que habían venido desde Mesopotamia, compartían este bagaje común donde los números jugaban un rol muy especial como representaciones o símbolos de cosas materiales o espirituales. Este es un hecho de la mayor importancia para el lector moderno, pues ya apuntamos antes que nuestra cultura da a los números un tratamiento radicalmente distinto: los ha vaciado de todo significado numerológico, son sólo números. Pero cuando leemos las escrituras, entramos en un contexto histórico y cultural absolutamente diferente; tomar notar de este hecho es un asunto fundamental para hacer justicia al espíritu de los autores bíblicos. También hay que reconocer que incluso en esta materia se han cometido excesos, como nos parece es el tratamiento equivocado de los cabalistas medievales, pero esa es ya otra historia.

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