miércoles, 28 de abril de 2010

¿Religión cósmica o cómica?




De entre el cúmulo de documentos y miles de páginas que versan sobre la vida de Albert Einstein, el más grande científico del siglo XX y para muchos el más grande de la historia, una materia que hasta hoy sigue siendo tema de discusión es el relativo a la relación entre Einstein y la religión. La confusión se alimenta de los adjetivos con que se ha descrito esta relación: ateo, agnóstico, panteísta, creyente, místico; se ha dicho de todo. Así que el tema sigue siendo recurrente, ¿era creyente Einstein?, ¿cuál era su idea de Dios?, ¿cómo se relacionaba con la religión de sus ancestros, el judaísmo?

La complejidad de la relación de Einstein con lo religioso se nutre en parte de la carencia de libros o capítulos específicos de sus escritos en los que se aboque a tratar de estos asuntos. Los investigadores han tenido que vérselas con apuntes, notas y frases dispersas a lo largo de su vida y en contextos muy diversos, lo que seguramente contribuye a que resulte difícil armar el cuadro del Einstein religioso o irreligioso. Einstein tampoco lo hizo mal para aumentar el enredo al despachar por aquí y por allá afirmaciones variadas en las que a veces se refería a Dios o usaba un lenguaje religioso.

El pequeño Albert nació y se educó en un hogar de judíos alemanes. Sus padres no eran judíos practicantes y por ello no tuvieron problemas en que asistiera a las clases de religión católica en su escuela primaria, pero en algún momento decidieron contratar a un tutor para que le enseñara los rudimentos del judaísmo. De esta época temprana emerge la imagen de un niño curioso y muy creyente, que aprendió ávidamente las historias de la Biblia y las prácticas judías tradicionales. Sin embargo, a medida que otras lecturas – de divulgación científica - ocuparon su mente, su primera devoción religiosa cedió paso al escepticismo que lo llevó pronto a cuestionar la veracidad de los relatos bíblicos, a tal punto que al parecer a los doce años abandonó toda fe en lo sobrenatural, abriendo paso a un joven mucho más predispuesto hacia el materialismo y el racionalismo.

En algún instante de su etapa más madura, Einstein parece haberle dado una segunda vuelta al tema religioso. En parte porque la popularización de sus teorías había puesto su nombre en el campo de interés de la gente común, en parte quizás por la chocante situación que se vivía en Alemania, desde los años treinta se pueden escuchar más referencias a lo religioso en su discurso público. Einstein apuntó entonces su identificación con la idea de Dios de Spinoza, otro judío, pero que había vivido en la Holanda del siglo XVII. El famoso filósofo Spinoza, considerado una figura central del panteísmo filosófico, había enseñado que Dios podía ser igualado al universo, el cosmos material era Dios, de modo tal que el estudio del universo era en cierto sentido un estudio de Dios. Spinoza no creía en un dios trascendente, al estilo del Dios judeo – cristiano, sino en una divinidad inmanente en el mundo natural. Precisamente una visión con la que Einstein manifestó sentirse en comunión. Si algo puede afirmarse con seguridad de las ideas religiosas de Einstein, es su rechazo a la idea de un dios personal, como él mismo lo expresaba en 1954 en Ideas and Opinions:

La fuente principal de conflictos entre las esferas científica y religiosa en el presente reside en ese concepto de un Dios personal… Cuanto más imbuido está el ser humano de la ordenada regularidad que rige todos los acontecimientos, tanto más firme se vuelve su convicción de que no hay en ella espacio para la intervención de causas de otra naturaleza. Es cierto que la doctrina de un Dios personal capaz de interferir en esos sucesos naturales nunca podrá ser refutada, en el sentido real de la palabra, por la ciencia, pues esa doctrina siempre podrá retirarse a buscar refugio en los dominios a donde el conocimiento científico no ha llegado aún a plantar su pie… En su lucha en beneficio de la ética, los profesores de religión deberían ser capaces de renunciar a la doctrina de un Dios personal, es decir, deberían dejar de lado esa fuente de miedos y esperanzas…”

En estas notables palabras, Einstein nos revela claramente su rechazo categórico a la idea judeo cristiana de un Dios personal, al estilo del que familiarmente se nos revela en las escrituras. Este rechazo se alimenta en parte, al tenor de sus propias palabras, de su comprensión del principio de causalidad y, por consiguiente, del imperio de leyes naturales absolutas que no pueden ser violadas ni siquiera por la divinidad, lo que supone la imposibilidad de la ocurrencia de milagros como los que se nos relatan en la Biblia.

Un elemento adicional que se puede destacar en el análisis de Einstein es su división de las religiones en dos clases muy diferentes: las religiones del miedo y las religiones morales. Para Einstein las primeras representan un estado más bien básico y primitivo de las prácticas religiosas, son la mayoría de las religiones, en las cuales un dios o dioses deben ser adorados por el miedo o temor que infunden en su relación con los humanos. Las religiones morales, por el contrario, representan una etapa de madurez, son las religiones monoteístas, como el judaísmo o el cristianismo, o sistemas ético - religiosos como el budismo. Pero tanto las religiones del miedo como las religiones morales comparten en general un defecto clave: el antropomorfismo. La idea de un Dios antropomórfico, que interviene en las vidas humanas y que se relaciona con los hombres en términos de premios y castigos por las acciones de estos últimos en la tierra, de modo que esto genera consecuencias en el más allá, es una idea repulsiva para Einstein. Nuestro sabio lo expresa claramente en el texto antes citado:

Quien está plenamente convencido del alcance universal de la ley de la causalidad no puede admitir ni por un momento la idea de que algún ser pueda interferir en el curso de los acontecimientos – con tal que, naturalmente, se tome realmente en serio la hipótesis de la causalidad. Para él, la religión del miedo no tiene ningún sentido, ni lo tiene tampoco la religión moral o social. Le resulta inconcebible la idea de un Dios que premie o castigue, porque las acciones humanas están sencillamente determinadas por la necesidad, externa e interna, de modo que el ser humano no puede ser a los ojos de Dios más responsable de lo que puede serlo un objeto inanimado de los movimientos a los que está sujeto. Se ha acusado, por tanto, a la ciencia de socavar la moralidad, pero esa acusación es injusta. El comportamiento ético del hombre debería efectivamente estar basado en criterios de compasión, educación y lazos y necesidades sociales; no se precisa para nada de una base religiosa. Mal andaría la humanidad si su único freno fuese el miedo al castigo o la espera de recompensa en la otra vida.”

En oposición por igual a la religión del miedo o a la religión moral, Einstein propone su propia opción: el sentimiento cósmico religioso.

Los genios religiosos de todas las épocas se han distinguido por esta especie de sentimiento religioso que no conoce dogmas ni concibe a Dios a imagen y semejanza humana; y que carece por tanto de iglesia alguna que deba basar en ellos sus principales enseñanzas. Por eso, es precisamente entre los herejes de todos los tiempos entre quienes encontramos a esos hombres impregnados de esta forma suprema de sentimiento religioso, y que en muchos casos fueron considerados por sus contemporáneos como ateos, y también en otros como santos. Mirados a esta luz, hombres como Demócrito, Francisco de Asís y Spinoza son íntimamente afines entre sí.”

Pero a estas alturas uno podrá preguntarse ¿qué es exactamente el sentimiento cósmico religioso? En una de sus cartas Einstein nos da más luz al respecto:

Mi religiosidad consiste en la modesta admiración por el espíritu infinitamente superior que se revela en lo poco que nosotros, con débil y transitorio entendimiento, podemos comprender de la realidad.”

En definitiva, la religión cósmica de Einstein, su sentimiento religioso que alimentaba a su vez su espíritu científico, era en esencia un sentimiento de admiración hacia la estructura y la racionalidad del universo, sostenida a su vez en su creencia de que había una mente o ser superior detrás de ese orden cósmico. Así que al final, Einstein no es un ateo o un agnóstico, sino un creyente, un hombre religioso, al menos en los términos en los que él entiende la religión: un sentimiento de admiración y sobrecogimiento al descubrir que el universo es cognoscible. Por cierto, el cristianismo convencional no calificaba dentro de este concepto einsteniano de religión. Esta situación explica a su vez las bromas que a mediados del siglo pasado algunos deslizaron en Estados Unidos contra esta religión cósmica, al decir que estaría mejor descrita si se le sacara una “s”: la religión cómica. Aún cuando estas descalificaciones puedan parecer esperables considerando el trasfondo histórico del teísmo cristiano tradicional, al menos podemos agradecer su idea de que no se puede hacer ciencia sin tener fe, o su corolario de que la fe y la ciencia se necesitan mutuamente, como lo señala él mismo.

Pero la ciencia sólo puede ser creada por quienes están profundamente imbuidos del anhelo de verdad y comprensión. La fuente de estos sentimientos proviene, sin embargo, de la esfera religiosa… No puedo concebir a un auténtico científico que carezca de esa profunda fe. Todo esto puede expresarse con una imagen: la ciencia sin la religión está coja, y la religión, sin la ciencia, ciega.”

miércoles, 21 de abril de 2010

El Guardavía de la Fe

Probablemente para la mayoría de nosotros su nombre nos dice poco hoy en día, pero Arthur Stanley Eddington (1882 – 1944), notable astrónomo y físico británico, se hizo un nombre en el mundo científico por su investigación en el campo de la teoría de formación de estrellas y en el movimiento estelar, en un tiempo en el que esta materia estaba todavía en pañales. Su contribución científica no alcanzó a ver un Nobel, pero sí el título de sir otorgado por el rey de Inglaterra en 1930. También tiene a su haber el mérito de estar entre los primeros científicos en el mundo de habla inglesa en tener conocimiento de la teoría de la relatividad de Einstein y de haberla aceptado casi inmediatamente, un asunto nada menor si nos ponemos en la perspectiva histórica de que una teoría de un científico alemán era avalada por un colega británico cuando recién se habían apagado los fuegos de la Primera Guerra Mundial. Pero Eddington logró asimismo gran notoriedad por su trabajo de divulgación científica; en una época en la que no era muy común que se escribiese de ciencia para el hombre de la calle, puso especial cuidado en redactar libros que tradujesen al lenguaje cotidiano los avances de la astronomía y particularmente en explicar la por entonces perturbadora teoría de la relatividad.

Como nuestro título lo sugiere, Eddington era un hombre de ciencia pero a la vez un hombre de fe. Para ser más específicos, Eddington vivió toda su vida como miembro activo de la Sociedad de los Amigos, nombre oficial de la agrupación religiosa a la que despectivamente se denominó como cuákeros o tembladores, por la palabra inglesa que se usó para describir sus reacciones corporales cuando decían recibir el Espíritu Santo. Los seguidores de George Fox, el líder religioso inglés que fundó el movimiento a mediados del siglo XVII, suenan como algo exótico y extraño a nuestro mundo hispano, pero a fin de ubicarnos un poco acerca de su presencia histórica es bueno recordar a otro cuákero aún más famoso: el presidente norteamericano Abraham Lincoln. De hecho los cuákeros se extendieron más en Estados Unidos que en su natal Inglaterra, pero aún así siguieron siendo un fenómeno numéricamente muy pequeño, aun cuando su influencia social e histórica probablemente excede con mucho su tamaño poblacional. Los cuákeros fueron vistos alguna vez como no cristianos, casi sospechosos de heterodoxia (se achacaba a algunas facciones el negar la divinidad de Cristo), aunque probablemente el principal resquemor teológico contra ellos proviniera de su rechazo de los sacramentos, como por ejemplo el bautismo y la santa cena. Los cuákeros interpretaban estos asuntos como cuestiones principalmente simbólicas y juzgaban que los sacramentos practicados externamente eran más bien una cuestión superficial o meras ceremonias formales. Como sea, Eddington hizo de su fe y práctica como cuákero uno de sus rasgos de carácter distintivos que lo acompañaron toda su vida. Incluso al estallar la guerra en 1914 Eddington rehusó enlistarse en el ejército pues los cuákeros eran pacifistas y opuso el ser un objetor por motivos religiosos, o como diríamos hoy por motivos de conciencia. Dejemos que Eddington nos relate por sí mismo cuáles eran sus ideas personales al respecto:

Mi objeción a la guerra está basada en motivos religiosos… aún si la abstención de los objetores de conciencia hiciera la diferencia entre la victoria y la derrota, no podemos verdaderamente beneficiar a la nación desobedeciendo la voluntad divina.”

Tan pronto terminó la I Guerra Mundial Eddington pudo dedicarse a preparar la expedición quizás más importante de su vida, aquella que fotografió el eclipse solar del 29 de mayo de 1919, cuyos resultados confirmaron las predicciones de Einstein: la expedición encabezada por Eddington proporcionaba la primera prueba empírica de la veracidad de la teoría de la relatividad. Pero las contribuciones de Eddington mezclaron la investigación experimental con la teórica y como ejemplo de su fructífera intuición científica sólo baste recordar que en 1917, a propósito de la cuestión de la energía de las estrellas, Eddington escribía que éstas debían tener una fuente nuclear y que la “combustión” del hidrógeno en helio era tal vez el mecanismo más probable de esta energía. Esta sería otra de las felices extrapolaciones de Eddington, considerando que las reacciones nucleares no fueron descubiertas sino hasta unos quince años más tarde, de modo que lo que era una conjetura para Eddington hoy es para cualquiera de nosotros una noción básica acerca de la naturaleza de las estrellas.

Pero volvamos al Eddington difusor de los avances científicos. En “The Nature of the Physical World” (1929), Eddington había intentado explicar su tesis de que la física y la mística (entiéndase la espiritualidad o la religión) corren por carriles separados, esto es, tratan de materias y campos completamente diferentes. Pero al parecer su exposición no fue lo suficientemente clara, pues al poco tiempo Bertrand Russell tomo esta obra de Eddington para ridiculizar lo que a su juicio eran burdos intentos de físicos que mezclaban su fe personal con la ciencia. Russell, célebre matemático y filósofo inglés, paladín del ateísmo científico, sintetizó esta crítica con su mordaz lenguaje en los siguientes términos:

"Eddington deduce la validez de la religión del hecho de que los átomos no obedezcan a las leyes matemáticas, Sir James Jeans deduce la validez de la religión del hecho de que los átomos sí obedecen a las leyes matemáticas."

Russell intenta demostrar el ridículo de la posición de Eddington y Jeans (ambos reconocidos científicos creyentes), de querer extraer de la física un apoyo a sus creencias religiosas. Partiendo de teorías contradictorias, ambos llegan por igual a la feliz conclusión de que la física corrobora o apoya a la religión; una completa tontería, absurda e ilógica, donde Russell trata de exponer el ridículo de científicos que tratan de defender la religión manoseando la ciencia.

Eddington había principiado a escribir sobre su visión de la relación entre ciencia y espiritualidad en una obra preparada para una reunión de la Sociedad de los Amigos en Londres: “Science and the Unseen World” (1929). ¿Cuál era el tenor de su pensamiento?

Probablemente es cierto que los últimos cambios del pensamiento científico vienen a quitar del medio algunos de los obstáculos que se oponían a la reconciliación entre la ciencia y la religión, pero es preciso distinguir cuidadosamente este hecho de cualquier propuesta de basar la religión sobre los descubrimientos científicos. Por mi parte, me declaro enteramente opuesto a semejante intento.

Eddington insinúa lo que será su idea central de que los cambios en la ciencia física de los que su época era testigo habían eliminado “algunos de los obstáculos” que impedían un entendimiento entre la ciencia y la religión, pero agregando inmediatamente que era un despropósito basar la religión sobre una determinada ciencia o descubrimientos científicos. ¿A qué se refería Eddington? Para entender su postura hay que recordar que desde los días de la Enciclopedia y la Ilustración francesa, la lectura tradicional de la ciencia newtoniana había construido un universo mecánico, gobernado por leyes de la naturaleza inmutables incluso para Dios. Esto a su vez había servido de argumento para desacreditar toda referencia a los milagros o a intervenciones sobrenaturales de la divinidad. Pues bien, la crisis de la física de comienzos del siglo XX y su nueva formulación – la mecánica cuántica – aparentemente había eliminado estos problemas, al hacer emerger un universo distinto al mundo determinista asociado a la vieja mecánica. DE ahí que Eddington creyera que se habían limpiado “algunos de los obstáculos”. Con respecto a la burlesca crítica de Russell, Eddington responderá en 1935 con un nuevo libro, “New pathways in Science”, en donde aclara aún más su postura.

El influjo de la ciencia sobre la religión se reduce a que los científicos, de vez en cuando, han asumido el papel de guardavías y han puesto aquí y allá señales de peligro, no siempre desacertadas. Interpretando correctamente la situación actual, me parece que una de esas señales, colocada en una de las principales vías de acceso, ha sido ahora eliminada. Pero nada importante va a suceder a menos que venga una locomotora.

lunes, 12 de abril de 2010

Las teologías de Aristóteles




La influencia del filósofo griego Aristóteles sobre la cultura occidental ha sido considerada como una de las de mayor peso de cuantas nos legara la riquísima historia de la antigüedad clásica. Pocos lo recordarán hoy en día, pero cuando la ciencia moderna daba sus primeros pasos dubitativos a comienzo del siglo XVI, su punto de referencia – para bien o para mal – seguía siendo Aristóteles, aunque a esas alturas el hombre llevaba muerto diecinueve siglos; nada mal ¿no?

Esta influencia aristotélica adquirió dimensiones colosales cuando en el siglo XIII su pensamiento fue adaptado por los teólogos escolásticos (el mayor de cuyos exponentes lo hallamos en Tomás de Aquino). Hasta entonces Aristóteles, o mejor dicho su legado escrito, llevaba varios siglos de un casi total desconocimiento. Hubo que esperar a que árabes y judíos recuperaran sus libros a través de rebuscadas traducciones, para que finalmente su pensamiento alcanzara el radio de interés de los intelectuales europeos que principiaban a poblar las nacientes universidades del viejo continente.

Si viviésemos en la Europa del siglo XIV y quisiésemos estudiar teología, por entonces la más reputada de las profesiones, deberíamos tener al lado de la Biblia algún libro de Aristóteles. ¿Cómo es que Aristóteles, un filósofo griego que vivió en el siglo IV a. C., pudo llegar ser tan importante para la teología medieval? ¿Por qué las facultades de teología de las primeras universidades europeas hacían tanto hincapié en los libros de Aristóteles, acaso más que en la Biblia? Hay variadas respuestas para la compleja relación que conectó al estagirita con los hombres que hacían teología en la edad media. De entrada, cabe hacer algunas precisiones; con seguridad los escolásticos (los intelectuales medievales) entendían por teología una cosa con una significación distinta a la que tiene para nosotros hoy. La vieja pregunta que los fariseos dirigieron contra Jesús – “¿con qué autoridad hacer estas cosas?” Mateo 21:23 – era una de las cuestiones claves para los teólogos medievales. El mundo en el que ellos vivían estaba basado y construido en torno a “autoridades”; la principal autoridad era por cierto la de la iglesia, representada a su vez por la autoridad suprema del Papa. Supuestamente esta autoridad estaba fundada en las escrituras, por más que a nuestros ojos este sea un supuesto altamente cuestionable dadas las contradicciones de la iglesia medieval. Pero los teólogos de la edad media, al estilo de un Tomás de Aquino, no estaban para cuestionar la autoridad papal a partir de las escrituras; su negocio era otro, su negocio era fundar la autoridad de los Papas y de la iglesia sobre todo el edificio de la sociedad medieval, de modo que esa autoridad resultaba incuestionable y el oponerse a ella sinónimo de estar al margen de la ley humana y divina. Una teología con autoridad, una teología con dogmas. Aquí era precisamente donde entraba Aristóteles.

Aristóteles debe haber sido para los antiguos lo más parecido a algo así como la Wikipedia del mundo grecorromano. Aristóteles había escrito acerca de prácticamente todo cuanto existía y se conocía en su tiempo: botánica, astronomía, mecánica, psicología, meteorología, lógica, zoología, matemáticas y un muy largo etcétera. En una época en que un hombre podía aprehender todo el conocimiento existente, muy poco escapó a la mente inquisitiva y al frío razonamiento aristotélico, que según la tradición se plasmó en casi un millar de textos, de los que sólo una fracción sobrevivió al paso de los siglos. Su filosofía se extendió desde las insondables regiones del espacio lejano hasta las complejidades de la mente y la psiquis humana, luchó por clasificar la variedad de especies animales y se detuvo luego en el proceso del arte y la estética para definir qué es la belleza para el ser humano. No puede sorprender, por lo tanto, que ya para los antiguos Aristóteles adquiriera un estatus de autoridad “de culto”, para usar la jerga moderna. Ni tampoco nos debiera sorprender que para el siglo XIII los libros de Aristóteles resultasen tan frescos y novedosos como cuando se escribieron 1.500 años antes: en el transcurso de todo ese tiempo, poco y nada se había avanzado desde donde Aristóteles había dejado puesta la vara del conocimiento.

Magister dixit.” La idea de que el mundo natural podía entenderse de manera simple apelando a la autoridad de Aristóteles, resultó ser para los teólogos medievales el correlato perfecto de la autoridad de los Papas en los asuntos espirituales. Así que ante el problema de tener que escoger entre Fe y Razón, los escolásticos resolvieron este nudo gordiano sin tener que desatar nada: sólo había que apelar a las “autoridades”, para la fe el Papa, para la razón Aristóteles. La perfecta armonía de Fe y Razón, el feliz matrimonio entre aristotelismo y la teología cristiana fue la meta dorada de generaciones de teólogos escoláticos que se dieron a la noble misión de armonizar las enseñanzas del filósofo griego con las escrituras hebreas y los dictámenes de Roma. Claro que Aristóteles tenía muchas aristas y también sus grietas, de modo que este contubernio forzado entre aristotelismo y catolicismo no estuvo exento de crisis recurrentes, todas las cuales inexorablemente se resolvieron aclarando que en última instancia la fe (el Papa o la iglesia) tenía la palabra final por sobre el mismo estagirita. Es lo que se conoce como tomismo, enseñanza iluminada que le valdría a Tomás de Aquino ser nombrado como uno de los Padres del catolicismo.

Después de casi cuatrocientos años de dura y lacerante discusión académica (excomuniones y guerras de por medio), la teología escolástica podía exhibir orgullosa el corpus del saber intelectual y curricular que había acopiado leyendo a Aristóteles y a los santos. El sueño escolástico parecía realidad: un continente con autoridad y con dogmas, donde la fe y la razón convivían en paz. ¿Demasiado perfecto para ser cierto? Claro, porque a esas alturas, inquietantes noticias procedentes de Alemania notificarían a los escolásticos de un camino distinto para hacer teología, no precisamente a partir de Aristóteles ni por cierto de la autoridad del Papa. Desde el año de Nuestro Señor de 1517 una nueva teología, la teología protestante, iba a dibujar una nueva Europa, distinta de aquella Europa escolástica y aristotélica de los siglos precedentes. Por cierto que Aristóteles no desapareció ni mucho menos, ni los protestantes dejaron de leerlo y de enseñarlo, pero en la nueva sociedad se abrió paso un sentido de la realidad que no era funcional al aristotelismo católico (tomismo). Permítasenos aquí “pelar” un poco a Aristóteles. El estagirita, hay que decirlo, no era muy amigo de eso que llamamos experimentar, someter a prueba, testear. Para Aristóteles, padre de aquella áspera disciplina llamada lógica, todo podía deducirse a partir del razonamiento abstracto, por lo que era innecesario hacer pruebas allí donde nuestros procesos mentales descubren la verdad de las cosas. Pero en la sociedad protestante, eliminada la autoridad del Papa, ¿permanecería inmutable la autoridad de Aristóteles? Lamentablemente el nuevo universo protestante demostraría ser un terreno inhóspito para las “autoridades” (parafraseando a los políticos, pululaba por allí demasiado teólogo díscolo). Algunos experimentos por aquí, otros descubrimientos por allá… lenta e inexorablemente la apelación a la autoridad de Aristóteles – tan balsámica a la mentalidad escolástica y católica hasta hace poco – fue derrumbándose tan penosamente que el matrimonio entre fe y razón de los siglos medievales, en su versión aristotélico-escolástica, desapareció para siempre.

¿Y Aristóteles? Bueno, al legado físico de nuestro sabio macedonio le quedó aún un reducto inexpugnable en los cielos, pudo sobrevivir a la mecánica de Newton, hasta que Albert Einstein apareció en escena… pero eso es parte de otra historia y de otra teología.

lunes, 5 de abril de 2010

La Pascua y las estrellas


Por estos días el mundo cristiano en general celebra la semana santa, acaso la fecha o conmemoración más importante en el mundo religioso occidental. Este año la Pascua calló en el primer fin de semana de Abril, pero puede hacerlo igualmente en cualquier fecha comprendida a grandes rasgos entre el 20 de marzo y fines de Abril, como ha ocurrido en otros años en el pasado y como seguirá ocurriendo en el futuro. El feriado ya viene apuntado en nuestros calendarios en Chile, de modo que normalmente nunca nos planteamos la pregunta de por qué celebramos semana santa en la fecha en la que la celebramos o por qué cambia esa fecha de año en año; sencillamente asumimos que es así, alguien la habrá definido. Pero ¿por qué? ¿Fue siempre así en el pasado? ¿Cómo se celebraba la semana santa en tiempos antiguos, digamos siglos o milenios atrás? Y sobre todo, ¿cómo y cuándo se definió la fecha de la Pascua? La historia detrás de la fecha de la Pascua es tan entretenida como reveladora de la historia misma del cristianismo.

El pasado lunes 29 de marzo, a las 23:25 hora de Chile (30 de marzo, 2:25 GMT) la luna llena brilló nítidamente iluminando la noche otoñal. Como todos saben en Chile (hemisferio sur) debemos mirar hacia el norte para buscar la luna o el sol, mientras que en Jerusalén (hemisferio norte) hay que voltear hacia el sur. La luna jugaba una parte central en la vida comunitaria del antiguo Israel, por lo pronto era un elemento central del sistema de medición del tiempo. El año hebreo (shane) era un año lunar, sus meses variaban en duración entre 29 y 30 días, para totalizar un año de cerca de 354 días. La luna nueva indicaba el primer día de un nuevo mes y la luna llena la mitad de cada ciclo mensual. Para el equinoccio de marzo – de primavera en el hemisferio norte y de otoño en el hemisferio sur – coincidía casi con el primer mes del calendario religioso de Israel, el mes de Nisán o Abib, que más o menos corresponde al período marzo / abril de nuestro sistema actual. Por ser el primer mes del año sagrado, Nisán era testigo de una de las fiestas más importantes del antiguo Israel, la fiesta de la Pascua, la fiesta en la que se sacrificaba y comía un cordero en cada familia de Israel en recordación de la liberación de Egipto, tal como lo indicaba la ley de Moisés:


El 14 de Nisán marcaba casi la mitad del mes y por tanto coincidía con la luna llena de ese mes lunar. De modo que la cena pascual tenía lugar bajo una clara noche de luna llena. Fue en una ocasión así que los evangelios relatan esa última cena entre el Maestro y sus discípulos; fue una noche clara e iluminada que salieron rumbo al huerto de Getsemaní (Juan 18:1), donde Jesús oró agónicamente y a donde más tarde llegaron los guardias a arrestarlo portando curiosamente “linternas y antorchas” (Juan 18:3). De acuerdo a la narración de los evangelistas la semana de la pasión tuvo una secuencia bastante clara: 14 de Nisán cayó en día jueves y a la mañana siguiente (mañana del viernes para nosotros) se realizó el juicio, condena y ejecución de Jesús, para finalmente resucitar el domingo, el primer día de la semana.

De los evangelios la fiesta fue heredada por la naciente iglesia, una fiesta judía se transformó en conmemoración cristiana. Más aún, en la fiesta judía que seguía a la Pascua, la “fiesta de las semanas” o “el día de las primicias” (Éxodo 34:22; Deuteronomio 16:10), fiesta que en el Nuevo Testamento conocemos con el nombre griego “Pentecostés” (“quincuagésimo”, pues precisamente la fiesta se celebraba cincuenta días después de la Pascua), tuvo lugar otro hecho fundacional de la nueva iglesia: el derramamiento del Espíritu Santo (Hechos 2). Así que no sorprende que los primeros cristianos hallan heredado de la religión judía dos fiestas que ahora tenían una nueva significación cristiana: la Pascua y Pentecostés.

La investigación histórica parece demostrar que durante los primeros dos siglos las iglesias dispersas por el imperio romano celebraron estas festividades siguiendo el calendario judío, esto es, el 14 de Nisán. Hay que tener presente que las iglesias cristianas vivían bajo un calendario distinto al hebreo, el calendario juliano, que regía en Roma desde que Julio César lo había instituido en el 45 a. C. El calendario juliano era muy similar al nuestro y tenía una duración de 365 días. Mientras que el calendario judío era lunar (o luni solar) el calendario romano era solar, lo que ayuda a entender las diferencias de duración y los ajustes que debían hacerse cada cierto tiempo para equiparar el calendario con los cambios estacionales.

En el siglo III a los cristianos que seguían la práctica de guardar el 14 de Nisán se les comenzó a denominar “quartodecimanos”, (por el latín, quarta decima, 14). Fue entonces que comenzó a gestarse el “problema pascual”: la discusión de cuándo celebrar la Pascua. Para entender la polémica hay que dibujar un cuadro mucho más grande aún de la situación del imperio y de la coyuntura que afectaba a la iglesia cristiana en el conjunto de la sociedad romana. Desde aproximadamente el año 70 d. C., es decir, desde la destrucción del templo de Jerusalén, se produjo en la práctica la separación de la iglesia y la sinagoga; el cristianismo – hasta entonces visto como una secta más dentro de la religión judía – se reveló como una religión distinta del judaísmo. Cuando las autoridades romanas comprendieron esta situación, se les hizo evidente que la nueva religión era de hecho ilegal. Los romanos habían otorgado un estatus de cierta legalidad a la religión judía desde el siglo I a. C.; preocupados de la mantención del orden público, los romanos estuvieron dispuestos a reconocer el derecho de los judíos a practicar su religión ancestral, con tal que a su vez las comunidades judías no perturbaran el régimen imperial. Pero los romanos eran politeístas y a duras penas soportaban el para ellos extraño monoteísmo hebreo. Una segunda religión monoteísta debe de haberles parecido demasiado. La ilegalidad de los cristianos fue la excusa perfecta para desatar una serie de persecuciones contra ellos con el fin de exterminar la nueva religión, mientras en paralelo los judíos podían vivir razonablemente bien en el imperio de los césares. Así las cosas, muchos cristianos fueron testigos de cómo los judíos prosperaban y practicaban su fe tranquilamente, mientras las iglesias eran asoladas según la caprichosa voluntad del emperador de turno. El viejo antisemitismo mediterráneo, latente en la sociedad romana, se coló rápidamente entre las filas cristianas y especialmente entre varios dirigentes de la iglesia, alimentándose de una lectura literal de las escrituras que acusaban a “la sinagoga de Satanás” (Apocalipsis 2:9; 3:9). Si “los que se dicen ser judíos y no lo son” eran los que habían crucificado a Cristo y además instigaban las persecuciones contra los cristianos, ¿cómo seguir celebrando la Pascua según el calendario judío? ¿Cómo seguir esperando a que los judíos decidan el día de la fiesta y que los cristianos tengan que seguirlos? Hacia el 150 d. C. comenzó la reacción anti judía en sectores de la iglesia cristiana, particularmente en la mitad occidental del imperio, reacción que iba a triunfar en el Concilio de Nicea del 325, proscribiendo la práctica histórica quartodecimana e instaurando una nueva modalidad de cómputo de la Pascua, la que se mantiene hasta nuestros días.

La historia de la Pascua, de la controversia pascual en la iglesia primitiva, está llena de enseñanzas sobre la iglesia de los primeros cristianos y particularmente sobre las dramáticas relaciones que se iban a gestar en el futuro entre cristianismo y judaísmo. Normalmente recordamos la cara amable del triunfo cristiano sobre el paganismo antiguo, pero pocos conocen la cara oscura de las tristes noticias que ese triunfo iba a significar para los judíos.

Reloj Mundial

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Temuco

Apocryphicity

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