sábado, 27 de agosto de 2011

Contra los Judíos (Cont.)




Juan Crisóstomo, el famoso predicador y orador de la Antioquía del siglo IV, enfrenta lo que él cree es un grave problema para la iglesia: la simpatía, participación incluso, de los cristianos en las fiestas religiosas judías. Crisóstomo está decidido a desenmascarar a los judíos y en los ochos sermones u homilías que llevan por título “Adversus Judaeos” va a desplegar toda su artillería pesada contra una religión que detesta. En el artículo anterior habíamos comenzado a ver el tratamiento que este líder antioqueño da a los judíos y lo retomamos aquí en la primera homilía, donde, en referencia a las sinagogas dirá a su audiencia:

Muchos, lo sé, respetan a los judíos y creen que su actual estilo de vida es venerable. Es por esto que me apresuro en desarraigar y arrancar esta fatal opinión. Dije que la sinagoga no es mejor que un teatro y traigo a los profetas como mis testigos. De seguro los judíos no merecen más crédito que sus profetas. “Has tenido frente de ramera, y no quisiste tener vergüenza” (Jeremías 3:3). Donde se instala una ramera, tal lugar es un burdel. Pero la sinagoga no sólo es un burdel y un teatro; también es una madriguera de ladrones y guarida para las bestias salvajes (citas de Jeremías 7:11; 9:11 y 10:22)… Pero cuando Dios abandona a un pueblo, ¿Qué esperanza de salvación queda? Cuando abandona un lugar, ese lugar se transforma en un lugar de demonios”.

De modo que nos sólo los judíos son gente miserable y condenada, según lo ve Crisóstomo, sino que además las sinagogas son lugares o habitáculos de los demonios, cuestión para la cual invoca a los profetas, como en este caso a Jeremías. ¿Por qué razón los cristianos no debían intimar con los judíos? Nuestro orador nos responde:

Pero tengo que volver otra vez hacia los que están enfermos. Consideremos, entonces, con quiénes están compartiendo sus fiestas. Es con aquellos que gritaban: “Crucifícale, crucifícale”; con aquellos que decían: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mateo 27:25)… ¿No es extraño que aquellos que adoran al Crucificado compartan fiestas con quienes lo crucificaron? ¿No es una señal de tontería y de la peor locura?

Crisóstomo toma por “enfermos” a quienes se juntan o comparten con los judíos, por cierto la enfermedad hoy podría rotularse como el acto de ser “judaizante”. Es interesante notar que para Crisóstomo los judíos de su tiempo, los que vivían en el siglo IV, eran tan responsables de la muerte de Jesús como los líderes religiosos que efectivamente tomaron parte en su ejecución hacía casi cuatro siglos. Pero tal era el temible resultado de la teoría del “pueblo deicida” que lamentablemente se había esparcido entre los principales dirigentes de la iglesia durante los primeros siglos, de modo que una responsabilidad personal en los sucesos del año 30 o 33 d. C. resultaba ahora en la responsabilidad colectiva de todas las generaciones de judíos en la muerte de Cristo. Este abominable punto de vista que se había colado en las filas de la iglesia primitiva, no sólo había arraigado con el paso del tiempo (ya sabemos que Crisóstomo vivió en el siglo IV) sino que además escaló a todos los niveles de la iglesia (Juan Crisóstomo, como lo consignáramos en el artículo anterior, llegó a ser nada menos que Patriarca de Constantinopla).

A lo largo de estos sermones Crisóstomo se esfuerza en demostrar el error en el que se encuentran los judíos recurriendo a una cierta interpretación de la historia que combinaba las profecías del Antiguo Testamento con las vicisitudes del pueblo judío. Según Crisóstomo lo ve, las profecías de Isaías, Jeremías y Daniel, particularmente las de este último (las setenta semanas), indican con claridad la voluntad de Dios de destruir Jerusalén en retribución por los pecados de los judíos, como quedó demostrado en los acontecimientos del año 70 y de nuevo en la sublevación de 132 al 135 d. C. Crisóstomo insiste en este punto apelando a un suceso contemporáneo, un suceso de su tiempo, el fallido intento del emperador Juliano el apóstata por reconstruir el templo de Jerusalén. Crisóstomo insiste a su auditorio que el terremoto y el fuego del cielo que impidieron estos hechos corroboran, a su entender, que los judíos están bajo el juicio de Dios y que deben ser tratados como un pueblo rebelde, que coronó sus pecados matando al Hijo de Dios, a Jesús.

Ustedes sí mataron a Cristo, sí levantaron sus manos violentas en contra del Maestro, sí derramaron su preciosa sangre. Es por esto que no tienen ninguna chance de perdón, excusa o defensa. En los días antiguos vuestras malas obras se dirigieron contra sus siervos, contra Moisés, Isaías y Jeremías. Aún si no hubiese impiedad en vuestros actos entonces, vuestra audacia aún no se había atrevió al crimen principal. Pero ahora habéis hecho palidecer todos los pecados de vuestros padres. Vuestra loca ira en contra de Cristo, el Ungido, no dejó camino a nadie para sobrepasar vuestro pecado. Es por esto que la pena que pagáis ahora es más grande que la que pagaron vuestros padres…”

Las afirmaciones de Crisóstomo son tan graves y categóricas que llega a afirmar que no sólo los mártires – sí, los mártires cristianos - odian a los judíos, sino que el mismo Dios los odia y la prueba de ello está en su estado actual de pueblo apátrida, carente de un territorio y disperso por el mundo. Con franqueza brutal apunta que: “Esto por esto que odio a los judíos. A pesar de que ellos tienen la Ley, la pusieron bajo un uso infame”. Con respecto a las fiestas religiosas judías el desprecio de Crisóstomo es categórico: “Se han ido las fiestas de los judíos, o mejor, las borracheras de los judíos” (homilía IX). Recomienda a aquellos de su congregación que entren a una sinagoga que hagan el signo de la cruz sobre su frente de modo que las fuerzas malignas que habitan en la sinagoga huyan del lugar y así los demonios no entren en sus almas. Tal cual, al final del día, para Juan Crisóstomo los judíos estaban sometidos a los demonios y su culto y fiestas religiosas eran eventos demoníacos y condenados por Dios.


¿Cómo es posible que ideas y expresiones tan desafortunadas hayan sido proferidas por un “Doctor de la Iglesia”? ¿Cómo explicar este odio furibundo contra los judíos predicado nada menos que por uno de los principales líderes cristianos de la época? ¿Cómo entender que semejante actitud anti semita haya sido premiada, o por lo menos no fuese incompatible, con la obtención del cargo de Patriarca de Constantinopla? Si algo se puede concluir de todo este vergonzoso y bochornoso episodio es el grado de decadencia de la iglesia cristiana desde los días cercanos de los mártires y las catacumbas. En el antisemitismo del concilio de Elvira, en el de Ambrosio de Milán o en el de Juan Crisóstomo, por citar sólo los casos más emblemáticos, se puede captar la degradación experimentada hacia fines de la iglesia primitiva y que explota con fuerza durante el siglo IV, precisamente con la “cristianización” del Imperio romano desde Constantino, él mismo y varios de sus sucesores también profundamente antisemitas. No puede extrañar que así las cosas la “cristianización” del imperio desembocara en el desastre doctrinal y espiritual de la edad medieval que estaba por llegar, la era que justo iba a convertir a Crisóstomo en “Doctor de la Iglesia”. Plop.

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