miércoles, 27 de octubre de 2010

El Consenso de Wittemberg


Felipe Melanchton (1497-1560) es sin duda uno de los grandes personajes de la Reforma del siglo XVI y también de la historia del cristianismo. Aunque seguramente poco familiar para el público evangélico latinoamericano fuera del círculo luterano, Melanchton es un personaje imprescindible para entender el complejo periodo de la Reforma y de la gestación del protestantismo. El olvido en que ha vivido su memoria nos ha privado asimismo de la originalidad de su pensamiento en relación con las inquietudes científicas y del conocimiento que se daban en Europa en paralelo con el conflicto religioso. Precisamente es aquí donde más luce el papel protagónico de Melanchton, cuando el nacimiento del protestantismo se da la mano con el origen de la ciencia moderna, la ciencia como la entendemos en la actualidad. Sin jamás haberlo imaginado, producto de la coyuntura histórica, Melanchton se verá de pronto en el camino del desarrollo de un nuevo y revolucionario punto de vista con respecto a la naturaleza, ideas postuladas por un hasta entonces oscuro y lejano clérigo polaco de nombre Copérnico. En la aceptación o rechazo de lo que sería la nueva teoría copernicana o heliocéntrica, la aproximación teológica de Melanchton jugaría un papel fundamental.

Philip Schwarzerd, su verdadero nombre, nació en el seno de una acomodada familia de la burguesía alemana. Sobrino nieto del famoso humanista alemán Johannes Reuchlin, parecía destinado desde su nacimiento a frecuentar el mundo del conocimiento y del saber. Fue precisamente su célebre pariente quien le asignó el nombre por el que sería universalmente conocido, Melanchton, según la costumbre de la época de convertir los nombres vernáculos en equivalentes en lengua latina o griega, cuestión muy del gusto de la gente educada y de los humanistas de aquel entonces. Reuchlin era con seguridad la mente más reputada de Alemania desde los días de Nicolás de Cusa, y probablemente uno de los pocos humanistas de renombre continental al norte de los Alpes. Reuchlin no sólo dio a Melanchton su nombre histórico, sino que lo introdujo en el mundillo de los libros y de los autores clásicos; contagió además a su sobrino desde pequeño la fascinación por la astrología y luego el interés por la cábala judía, de la que Reuchlin era un asiduo seguidor.

A nadie podría sorprender que, muy al tenor de los tiempos, Melanchton haya encauzado sus inquietudes intelectuales por la ruta del aristotelismo. Si bien es cierto que paulatinamente el humanismo, o un sector de este movimiento, desarrollaría las bases para una crítica del estagirita, Melanchton todavía pudo impregnarse en su juventud del profundo espíritu de veneración y reverencia que se profesaba a Aristóteles en las universidades alemanas, como ocurría por lo demás en toda Europa según las pautas filosóficas respaldadas por Roma. La concepción del mundo físico es en Melanchton absolutamente aristotélica, lo cual crea el marco conceptual al cual el reformador se mantendrá fiel durante toda su vida. Para Melanchton la validez del sistema aristotélico estaba fuera de discusión, toda vez que dentro de ese esquema teórico encajaba perfectamente su concepción astrológica, la cual sabemos era otro elemento esencial en su comprensión de la naturaleza.

Para entender la disposición del mundo según la concepción de Aristóteles debemos recordar a grandes rasgos las características principales de su sistema. Aristóteles enseñó el punto de vista geocéntrico, según el cual la tierra estaba en el centro del universo de modo que todos los demás cuerpos celestes – el sol, la luna, los planetas y las estrellas - giraban en torno a ella. Tal creencia no tenía nada de particular en Aristóteles, pues era la idea universal que se tenía del universo en la antigüedad, tal como se ha podido documentar en todos los pueblos y culturas hasta antes del advenimiento de la ciencia moderna. Lo que sí agregó Aristóteles de su propia cosecha fue la idea de que el cielo estaba constituido por un material diferente a los elementos que hallamos en la tierra; llamó a ese elemento quintaesencia, por oposición a los cuatro elementos terrestres (aire, agua, tierra, fuego) y enseñó que la quintaesencia era un material maravilloso, que confería un carácter incorruptible al universo. Según el célebre filósofo, mientras todo en la tierra es corruptible y está destinado a perecer, en los cielos impera la perfección y nada muere, pues la quintaesencia le confiere a lo celestial su naturaleza tan distinta a lo terrestre. Aristóteles postuló además que los cuerpos celestes se movían siguiendo trayectorias circulares, pues el círculo era la figura geométrica perfecta o divina, y coronó su sistema con una mecánica ad hoc: en el universo aristotélico todo tiende al reposo, mientras que los movimientos celestes tienen como causa última a la divinidad. El sistema aristotélico fue completado por el famoso Ptolomeo hacia el siglo II d. C. con el sistema de las ingeniosas esferas que transportaban a los objetos celestes y con la descripción geométrica que completó la descripción de los movimientos planetarios. Como astrónomo y astrólogo, Ptolomeo dejó una contundente descripción de las influencias astrológicas de los planetas, conocimiento que fue la base para el desarrollo de la astronomía-astrología en los siglos siguientes.

El sistema aristotélico-ptolemaico prácticamente se mantuvo sin cambios hasta el siglo XVI. En el ínter tanto los árabes perfeccionaron mucho del conocimiento astronómico griego y para el siglo XIII los teólogos escolásticos – encabezados por Tomás de Aquino – se abocaron a cristianizar a Aristóteles, de manera tal que sus enseñanzas pudieron ser elevadas al nivel de dogma teológico de la doctrina católica. Para el 1500 cuestionar a Aristóteles era un asunto peligroso, al punto que podía exponer a los críticos ante la Inquisición, pues la visión aristotélica del mundo era considerada el correlato filosófico de la enseñanza bíblica. Así estaban las cosas cuando comienzan a conocerse las nuevas ideas del fraile polaco Nicolás Copérnico. Para entonces Lutero había encargado a Melanchton, su amigo y brazo derecho, la enorme tarea de revisar y reformular la educación alemana según los criterios de la Reforma; Lutero apostaba a que la educación era un campo fundamental de batalla para el futuro de la causa protestante en Alemania y Melanchton aparecía como el hombre clave para emprender esa tarea. Por su formación y cualidades intelectuales, ciertamente Melanchton tenía las capacidades de sobra para responder a la confianza de Lutero. El resultado de este esfuerzo combinado de ambos reformadores cristalizó en la joven universidad de Wittemberg, que se convirtió rápidamente en el centro neurálgico del movimiento luterano alemán. El modelo universitario de Wittemberg fue adaptada por varias universidades alemanas y sirvió de base para la creación de otras nuevas, de acuerdo al programa de Lutero y Melanchton para mejorar la educación de la juventud alemana.

Es importante acotar aquí que la Reforma, tan fructífera en novedades teológicas, dejó prácticamente intactas otras áreas del saber humano. Es en parte lo que ocurrió con el imperio del aristotelismo. Es cierto que aquí afloran diferencias significativas entre Lutero y Melanchton, pues el primero era mucho más crítico y desconfiado de la utilidad de Aristóteles, en tanto que Melanchton, como ya lo adelantáramos, permaneció durante toda su vida como un fiel discípulo del filósofo griego. Aparte del peso de su educación clásica, ya adelantamos que Melanchton apreciaba la concordancia entre el esquema aristotélico del universo y la astrología. Para Melanchton era evidente el contraste entre la perfección de los cielos y de los cuerpos celestes comparada con la corrupción y mortalidad que imperaban en la tierra, idea básica de la descripción aristotélica del universo. Melanchton consideraba que la naturaleza perfecta de los cielos era el fundamento de la influencia de los cuerpos celestes sobre la vida de los seres humanos. El esquema astrológico de Ptolomeo asociado a las órbitas planetarias tenía pleno sentido para Melanchton, quien estaba convencido de que lo que sucedía en la tierra estaba determinado por lo que ocurría en las esferas celestes. Muy por el contrario, Lutero distinguía claramente la ciencia astronómica como útil y necesaria en una buena educación, pero en cambio veía en la astrología pura charlatanería, y solía repetir que no podía tratársela como una verdadera ciencia pues sus predicciones resultaban siempre equivocadas y fantasiosas. Lutero afirmaba haber discutido muchas veces este tema con Melanchton pero reconocía que era imposible sacarle de este error. Al parecer, con el tiempo renunció a disuadir a su amigo y finalmente Melanchton pudo seguir adelante con su pasión astrológica y con la enseñanza de Aristóteles, pues después de todo siguió a cargo de la reforma educativa.

Fue en el contexto de este esfuerzo educativo nacional que Melanchton se topó con las nuevas ideas de Copérnico. El motivo inmediato de este contacto fue la enseñanza de la astronomía, por entonces un capítulo más de la matemática universitaria. Algunos miembros de Wittemberg habían tomado conocimiento de ciertas ideas de Copérnico y la curiosidad fue mayor al contrastar esas ideas con la visión aristotélica imperante. Como sea que no había libros publicados por Copérnico, Melanchton estuvo dispuesto a autorizar a un joven profesor de Wittemberg, Rético (Georg Joachim von Lauchen), a que visitara a Copérnico en las lejanas tierras polacas para documentarse mejor acerca de su teoría. Rético permaneció dos años con Copérnico, entre 1539 y 1541, aprendiendo su sistema y alentándolo a poner por escrito sus ideas. Rético se involucró personalmente en el proyecto y al volver a Wittemberg en 1541 convenció a Melanchton de que lo ayudara a financiar la publicación de la obra, la que finalmente vio la luz en 1543 bajo el título De Revolutionibus Orbium Celestium (De las revoluciones de los cuerpos celestes), trabajo que salió de imprenta justo cuando Copérnico expiraba en su hogar. Rético se ganó luego el título de ser “el primer copernicano”, es decir, la primera persona en compartir la tesis de Copérnico de que el sol y no la tierra estaba en el centro del sistema planetario, de modo que la tierra gira en torno al sol igual que los otros planetas. Esta teoría equivalía a echar por tierra el sistema aristotélico y las esferas planetarias de Ptolomeo, idea aceptada universalmente por católicos y protestantes como enseñanza bíblica. No es extraño que Lutero, al oír de la teoría copernicana, la considerara una locura; Melanchton en particular tenía fundados motivos para rechazar esta nueva teoría porque además iba en contra de sus creencias astrológicas. Sin embargo, lo notable es que ambos, pese a ser profundamente contrarios a las suposiciones de Copérnico, no opusieron mayor resistencia a su estudio. Al menos Melanchton, inicialmente muy crítico a la nueva teoría, no sólo toleró y apoyó en parte a los profesores de Wittemberg que sí creían en Copérnico, sino que para 1550 – probablemente debido a la influencia de esos mismos correligionarios – moderó en cierto grado su rechazo a Copérnico y aceptó parcialmente las nuevas ideas, bajo el expediente de que había que rescatar los aspectos positivos del libro de Copérnico. La teoría copernicana ofrecía una mejor descripción de los movimientos planetarios que el viejo sistema ptolemaico, lo que pudo ayudar a que Melanchton suavizara sus críticas al genio polaco.


Para la segunda mitad del siglo XVI la astronomía alemana era de nuevo la más desarrollada del continente, lo que debe mucho al “consenso de Wittemberg”, esto es, a una aceptación parcial de la teoría copernicana como mecanismo de cálculo matemático de las posiciones planetarias. El “consenso de Wittemberg” fue la expresión concreta de la posición de Melanchton: se acepta la superioridad cualitativa de la descripción copernicana, pero sólo como un artilugio matemático, mientras se mantiene en lo fundamental la interpretación aristotélica de un universo geocéntrico. Dicho en buen castellano, Melanchton aceptó en parte a Copérnico, pero sin destronar a Aristóteles; para los protestantes, y mucho más para los católicos, todavía era imposible romper con el matrimonio geocentrismo – teología, la herencia medieval que había unido dogmáticamente a Aristóteles y la Biblia. Pese a lo tenue que supuso este paso, el “consenso de Wittemberg” dejo apenas entreabierta la ventana lo suficiente para que un universo copernicano, heliocéntrico, se abra camino en el mundo protestante durante los siglos XVII y XVIII. La primera manifestación clara de esa frágil apertura será el genio científico de otro discípulo de Wittemberg, Johannes Kepler. A Kepler lo seguirá luego Newton y pronto el universo aristotélico y católico de la edad media será sólo un lejano recuerdo. Es cierto, Melanchton nunca fue copernicano, jamás renunció a Aristóteles, pero a diferencia de los Papas, no persiguió ni anatematizó la nueva teoría; su tolerancia intelectual, expresada rudimentariamente en el “consenso de Wittemberg”, permitió que una nueva visión del mundo pudiera arraigar en el norte protestante de Europa.

viernes, 1 de octubre de 2010

Un bicentenario evangélico



El escenario de fiestas conmemorativas de los doscientos años de la independencia que se ha tomado este año los calendarios y eventos de varios países latinoamericanos, marca sin duda todo un proceso de bicentenarios que se prolongarán durante la década. El hecho histórico que recorre a Latinoamérica es la memoria del proceso independentista que principia en 1810 y que terminará mayoritariamente hacia 1821, cuando México consolide su independencia, si bien los últimos reductos del imperio español languidecerán a lo largo de casi todo el siglo XIX, pues recién en 1898 la derrota española ante Estados Unidos obligará a España a abandonar sus últimas colonias americanas: Cuba y Puerto Rico.

Al repasar la historia latinoamericana uno puede sentir la tentación de preguntarse, ¿qué rayos tiene que ver el pueblo evangélico con todo esto?, ¿qué parte tenemos nosotros en un relato, una épica de un momento cuando las colonias españolas eran absolutamente católicas? En algunos casos extremos el proceso independentista mismo fue protagonizado incluso por sacerdotes católicos; casos famosos son los de Hidalgo y Morelos en México, con una resonancia regional incuestionable. Estos sacerdotes no sólo comenzaron el proceso, sino que tomaron las armas y cayeron en la misma lucha o bien debieron enfrentar el pelotón de fusilamiento, previa excomunión, como lo grafica el tormentoso proceso de Morelos.

Ante la complejidad del proceso de independencia y de la consiguiente formación de los estados latinoamericanos bien se puede naufragar al tratar de entender todo esto a la luz de la fe y la teología evangélica. ¿Qué podemos decir desde nuestra teología acerca de las causas y consecuencias de la independencia? ¿Podemos desde nuestra fe enfrentar y entender a los héroes y villanos de la lucha? Probablemente hay miles de preguntas que legítimamente deben asaltar a muchos evangélicos latinoamericanos con respecto a las cosas solemnes que se rememoran todos los años para fiestas patrias. ¿Cómo tratar este patriotismo legítimo desde una perspectiva creyente? ¿Tiene algo que decir nuestra fe de la independencia?

Quizás un sano primer paso es separar las fiestas y celebraciones de la historia misma. Lo que celebran los países, sus estamentos políticos, sociales y culturales, es una cosa, otra muy distinta es la historia misma de la independencia. Como muy acertadamente han señalado algunos historiadores, las celebraciones o conmemoraciones de determinadas fechas o eventos del pasado son hechos políticos, o si se quiere, culturales. La historia no celebra nada, simplemente nos confronta con los hechos del pasado. La interpretación que de dichos hechos realizan los gobernantes o autoridades de un país es una cosa completamente distinta, con la podremos coincidir o no, en todo o en parte, pero que nos enfrenta a una cuestión de interpretaciones. Y este tema de las interpretaciones nos abre la puerta a un segundo paso, por el que sí podemos tratar de hallar una hebra teológica o religiosa al proceso independentista.

Un segundo paso, entonces, es detenernos en la interpretación histórica del proceso de la independencia. La clase de preguntas que podemos plantear a este nivel es, ¿qué tiene que ver la religión con la independencia de los estados latinoamericanos? Esto sí que nos abre un amplio campo de trabajo e investigación. Contrariamente a lo que ocurre en nuestros días, cuando la cosa religiosa está acorralada en el ámbito de lo privado y hasta suena de mal gusto hablar de ello en público, espacio este último en donde se privilegia lo secular y cosmopolita, en casi cualquier época del pasado la religión jugó un papel fundamental en la historia humana, en todas las sociedades y regiones del mundo. Sin ir más lejos, los propios españoles entendieron – o quisieron entender – su empresa de colonización americana como una noble tarea de extensión de su religión católica entre los aborígenes del continente. El clero católico tubo un peso enorme en la conquista y durante todo el periodo colonial, desde la educación hasta la economía; la sociedad o sociedades coloniales se describen primeramente como sociedades católicas, con todo lo que ello conlleva. En este nivel resulta interesante destacar que la crisis independentista se nos ha descrito de manera paradójica; cuando niños nos enseñaron que las principales causas de la lucha fueron políticas y económicas, sin embargo, durante la colonia imperaba un orden político – religioso que estructuraba toda la vida colonial en el imperio español, ¿no hubo entonces también una crisis religiosa?

Llegamos así a un tercer paso, la cuestión de la paradoja político – religiosa de la independencia. Hemos dicho que a grandes rasgos el proceso de independencia se inicia hacia 1810; hasta esa fecha existe un orden político – religioso que es el imperio español, pero después de esa fecha hablamos de una crisis que sólo es política y económica. Después de todo, la lucha se da entre patriotas y realistas, donde todos son católicos, ergo, no había causas religiosas para esta guerra. Pero aquí intuimos que se esconde alguna cosa; un orden político – religioso, como el que existía hasta 1810, no se convierte después en sólo un desorden político a secas. De hecho, una mirada más cercana nos confirma que la guerra de independencia fue una guerra político – religiosa. Ya hemos adelantado los casos paradigmáticos de Hidalgo y Morelos en México, donde no hubo solamente un juicio político, sino uno religioso, excomunión incluida. Las primeras décadas que siguieron a la independencia dan testimonio de las complejas o a veces nulas relaciones entre los nuevos estados independientes y las máximas autoridades católicas en Roma. De hecho, los Papas tardarían muchos años en reconocer a los nuevos estados y gobiernos. ¿Por qué? Sencillamente porque el clero católico era un brazo más del imperio español. Es cierto, hubo casos como los ya mencionados de sacerdotes que lucharon del lado de los patriotas; pero aquí no hay que perderse, la institución como tal estaba del lado del bando español, pues el clero era doblemente obediente al Papa y al Rey de España. Además, el Papa de Roma era una monarca más, tan autócrata y absolutista como el rey español, por lo que no podía sino contemplar con reluctancia y rechazo la sublevación americana contra su legítimo señor el Rey. Para el Papado todas las revoluciones, comenzando con la francesa y siguiendo con las americanas, eran vistas como ataques demoníacos contra las autoridades divinamente ordenadas.

Revisar la historia del proceso de independencia de las colonias españolas que dio paso a los nuevos estados latinoamericanos es un asunto fascinante, entre otras razones, porque lo queramos o no, nos vuelve a confrontar con las dimensiones religiosas de la historia humana; un recordatorio de cómo la religión ha afectado nuestras vidas y nuestra historia.

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