jueves, 20 de diciembre de 2012

Sidus Iulium, política y la estrella de Belén




Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a Jerusalén unos magos, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle”. Mateo 2:1-2

Los investigadores modernos han llamado la atención en las últimas décadas sobre el auge que tuvo el culto de Venus en el periodo que va desde fines de la República hasta comienzos del Imperio, esto es, en el siglo I AC. Siendo aquel un momento crucial en la historia de Roma, la nueva popularidad del culto de Venus debe haber tenido alguna significación especial en los sucesos de aquellos años. “Locos por Venus” podría ser el título de una película que resumiera los últimos cuarenta o cincuenta años de la república romana, cuando Venus se convirtió en el centro de la discordia política de quienes se disputaban los favores de la diosa. Ya el general y dictador Sila había dado los primeros pasos en tal sentido y su ejemplo fue seguido algo después por Pompeyo y Julio César, los dos principales líderes que se disputaban el poder total en Roma. Ambos generales realizaron diversas acciones destinadas a identificarse con la diosa Venus, competencia que se desplegó ampliamente en el espacio público para que el populus romanus tomara conciencia de esa identificación. Nosotros ya conocemos el final de esa intensa competencia política y militar: el 48 AC, en Farsalia, César derrotó a Pompeyo. Poco después Pompeyo moría asesinado en Egipto; César era ahora el único señor de Roma. Como parte de los agradecimientos públicos a la diosa por la victoria militar, César hizo construir un templo a Venus Genetrix en el foro romano, en el mismo corazón político y administrativo de Roma; difícilmente pudiera pensarse en un lugar más público y visible para desplegar la imagen de César junto a la diosa. El nombre del templo tampoco es un detalle menor: César afirmaba con ello que su linaje descendía directamente de la diosa. ¿Por qué Venus era tan importante en la política romana de entonces? Para responder a esta cuestión debemos remontarnos a los vericuetos de la cultura romana impactados por la conquista de Grecia en el siglo II AC. Por aquellos años se había extendido entre la población de Roma la leyenda que enseñaba que los romanos eran descendientes de Eneas, el mitológico príncipe troyano que había escapado de la ciudad destruida por los griegos; a su vez, Eneas mismo era hijo de la diosa, de donde la raza romana se suponía ser la descendencia humana de Venus. César era muy consciente de estas creencias populares - como lo habían sido también Silas y Pompeyo - de modo que explotó políticamente la identidad con la diosa para su propio beneficio. Pero aún siendo descendiente de Venus, César no pudo prever la conjuración senatorial en su contra, la que acabó con su vida en los idus de marzo del 44 AC.

Pocos meses después del asesinato de César, en junio del 44 AC se celebraron en Roma unos juegos para conmemorar su muerte. Entonces ocurrió lo increíble, lo inesperado. Según algunos habría sido justo a la hora del sacrificio, lo cierto es que de pronto un cometa cruzó los cielos de Roma ante la mirada estupefacta de los romanos. Pronto se extendió el rumor: el cometa era un mensaje de los dioses, la manifestación visible de que el alma de César había subido a los cielos. Sí, los romanos acababan de presenciar la apoteosis de César: Julio César ahora era un dios. Octavio, sobrino y heredero político de César, vio en esta situación una oportunidad dorada: la divinización de César sólo podía operar en beneficio político de Octavio. Pronto el Senado publicó el edicto correspondiente: Julio César fue proclamado divus (divino). En la década siguiente a tan prodigiosos sucesos Roma debió enfrentar una nueva guerra civil, pero al final de ella Octavio salió vencedor y convertido ahora en Augusto (“venerable”, según decreto del Senado) renovó la imagen divina de su fallecido tío, agregando a su propio nombre las iniciales DF (divi filius, “hijo de la divinidad”). No contento con templos y estatuas que honraran la divinidad de César, reunió a los mejores escritores de su tiempo, de modo que en las letras se plasmara también el homenaje a Julio César. Así nos encontramos, por ejemplo, con el célebre poeta Horacio, quien se refirió al cometa del año 44 como sidus Iulium (“la estrella de Julio”). Pero el resultado más contundente de este esfuerzo literario provendría de la mano de otro poeta: Virgilio. En el 29 AC Augusto encargó a Virgilio la composición de una obra épica que exaltara la nueva era que se iniciaba con el gobierno del Princeps; durante los próximos diez años Virgilio trabajó en la composición de La Eneida, su obra cumbre, la que terminó poco antes de morir, en el 19 AC. Como su nombre lo sugiere, la obra relata la travesía de Eneas, el príncipe troyano, tras su escape de la destruida Troya. Resulta muy interesante cómo Virgilio nos cuenta que fue una estrella la que guió a Eneas desde Troya hasta Cartago y luego al Lazio, a los orígenes de Roma. No se trata de cualquiera estrella, sino de la estrella de Venus, pues es la misma diosa la que guía la ruta de Eneas, “el hijo de Venus”. A los investigadores modernos no les ha costado mucho pesquisar la relación que establece Virgilio entre la estrella de Eneas y el sidus Iulium: se trata del mismo astro. Así como la divinidad guió a Eneas para fundar la nación romana, así también “la estrella de Julio” no es sino la estrella de Venus que lo declara un dios. Tras la muerte de Virgilio, Augusto se encargó de promocionar y exaltar su obra; La Eneida se volvió una pieza clave en la propaganda política del régimen imperial. La obra de Virgilio resaltaba precisamente la asociación del gens (familia, linaje) de Julio César con Venus y por tanto la conexión del mismo Augusto con los dioses: el Imperio era la voluntad de los dioses. Desde el inicio de su gobierno, en el 31 AC, Augusto no se cansó de grabar la imagen de Julio César y el sidus Iulium en estatuas, templos, mosaicos y monedas por todo el imperio. Los investigadores modernos han descubierto una creciente cantidad de monedas romanas del periodo con la efigie de César y la famosa estrella. Es indudable que para Augusto la estrella se convirtió en un asunto político-religioso de la mayor importancia, pues validaba con una aprobación divina la auctoritas de César y la suya propia. El éxito de su asociación con la divinidad se plasmó en el decreto del Senado que siguió a su muerte: el 14 DC el Senado lo declaró oficialmente divus Augustus (“divino Augusto”).

La historia del sidus Iulium o de la “estrella de Venus” es apenas un pequeño recordatorio de la importancia de las señales celestiales para confirmar los alegatos de autoridad de los gobernantes del mundo antiguo. Los esfuerzos de Augusto para difundir la asociación entre César y la famosa estrella fueron manifiestos para toda la población del Imperio. Herodes, el rey de Judea, debía su nombramiento real al favor de Augusto y sin duda que conocía muy bien la historia del sidus Iulium y su significado político-religioso. Con este trasfondo histórico podemos imaginar lo perturbador que debe haber sido para él la llegada de los magos del oriente guiados por una estrella que señalaba el nacimiento de un rey enviado por Dios. Notemos los términos en juego: estrella – rey – dios. Una historia familiar, ¿verdad? Sí, treinta años antes Herodes había conocido un relato muy similar difundido por la propaganda de Augusto… y miren los resultados. El ejemplo de César estaba muy fresco así que Herodes tenía buenas razones para estar preocupado: estrellas, dioses y reyes eran un cóctel político muy explosivo. Herodes concluyó lo que era evidente en el mensaje de los magos, el recién llegado sólo podía ser una amenaza a su autoridad y un peligro para la estabilidad político-religiosa de su reino. La reacción de Herodes ante el recién nacido debe entenderse a la luz del astrologizado mundo que habitaban Augusto, Herodes y compañía, un mundo donde no había espacio para más reyes o estrellas.

De seguro muchas veces nos habremos preguntado el porqué de la historia de la estrella de Belén, para qué se incluyó ese relato tan curioso en el evangelio de Mateo. Quizás el despliegue romano del sidus Iulium, pocas décadas antes del nacimiento de Cristo, nos ayude a hallar la respuesta. En el mundo grecorromano de la época los fenómenos celestes eran considerados parte de las credenciales de autoridad de quien pretendiera darse ínfulas de autoridad pública. Precisamente el recién nacido venía a ocupar el espacio público en Palestina, de modo que el que una estrella anunciara su nacimiento era muy apropósito para tal fin. Pero más importante aún, la estrella de Belén se nos aparece como un muy marcado contraste con el sidus Iulium. ¿Era la estrella de Belén parte de la polémica anti romana que hallamos a lo largo del Nuevo Testamento? Dicho de otro modo, ¿es la presentación de la estrella de Belén como una intervención divina en la historia una manera de desacreditar una señal falsa, el sidus Iulium? ¿Podríamos leer como si el evangelista nos dijera entre líneas: “Oigan, ustedes conocen esa historia de la estrella de César, pues es pura fantasía humana, un invento; esta señal en cambio es de verdad, aquí en serio va a nacer un Hombre-Dios, no como el falso dios, César, divinizado por los hombres?” El tema del mensaje anti romano del Nuevo Testamento escapa a nuestro breve análisis, pero el asunto es muy sugerente; mientras el mundo celebraba la “estrella de Venus” que convirtió en dios a un hombre, la estrella de Belén anunciaba que Dios mismo había venido a este mundo.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Bajo el Signo de Reagan




El último paso que daremos por el mundo del cine se centra esta vez en un actor que con el tiempo cambió las películas por la política: Ronald Reagan (1911-2004). Nuestra elección del personaje no es antojadiza, pues varios nexos notables ligan a Reagan con el universo estoico de Star Wars (La Guerra de las Galaxias, ver artículo anterior, octubre 2010). En primer lugar, lo obvio: buena parte de la trilogía inicial se filmó bajo la presidencia de Reagan. En segundo lugar, lo nominal: Reagan lanzó en los 80s un programa de defensa antimisiles para contrarrestar la amenaza nuclear soviética que se conoció popularmente como Star Wars. En tercer lugar, lo sutil: la astrología. Aunque de seguro no con el mismo compromiso con el que los estoicos (o la mayoría de ellos) creían en la astrología, definitivamente el 40º presidente de los Estados Unidos – y el último de la Guerra Fría - tenía una larga relación con horóscopos y astrólogos. Se trata de una historia tan sorprendente como increíble.

En astrología las fechas lo son todo y esta historia porta la marca de una fecha ominosa: 30 de marzo de 1981, un desconocido John Hinckley intenta asesinar al presidente Reagan. La oportuna respuesta del servicio secreto de seguro salvó al presidente. Parece que Reagan nunca perdió su presencia de ánimo, pues cuando una acongojada Primera Dama llegó al hospital para verle, éste la habría saludado con la célebre frase con la que Jack Dempsey explicó a su esposa su derrota en el ring: “Cariño, se me olvidó agacharme”. Pero Nancy Reagan no estaba para bromas. Angustiada ante la posibilidad de que algún otro desquiciado o un terrorista atacara nuevamente a su marido, se contactó de inmediato con una vieja conocida de su estancia en California: Joan Quigley. La astróloga californiana confirmó a la Primera Dama que de haber estado atenta a su marido, podría haber previsto el atentado. Desde estonces Nancy Reagan sostuvo entrevistas periódicas con Quigley. Para poner en perspectiva los hechos debemos recordar que Reagan gobernó dos periodos (1981-1989), por lo que el atentado de Hinckley tuvo lugar casi al comienzo de su mandato. Lo anterior significa que durante gran parte de la administración Reagan, su esposa Nancy mantuvo como una de sus consejeras más íntimas y confiables a Quigley. Pero, ¿qué impacto tuvo esto en los norteamericanos? ¿Aprobaban los electores que entre los consejeros de la presidencia figurara una practicante de la astrología? La verdad es que el asunto era desconocido para la población, la que sólo se enteró de todo esto tras la salida de Donald Regan de la Casa Blanca. Regan había asumido en 1985 como uno de los principales consejeros políticos del presidente, pero debió renunciar en 1987 en la estela dejada por el escándalo Irán-Contras. Empero, las malas lenguas aseguraban que la Primera Dama, con quien Regan tuvo una pésima relación, fue clave en su salida. Algo de cierto habría en el chisme, pues lo primero que hizo Regan tras salir del gabinete fue escribir un libro (“For the Record: From Wall Street to Washington”, 1988) donde desclasificó “el secreto mejor guardado” de la Casa Blanca:

Virtualmente cada movida o decisión mayor que los Reagan  hicieron durante mi periodo como Jefe de Asesores de la Casa Blanca era visado previamente con una mujer de San Francisco que consultaba los horóscopos para asegurarse que los planetas estuvieran en una alineación favorable para la empresa”.

De creer al ex asesor, la Primera Dama consultaba a la astróloga para arreglar la agenda de la Casa Blanca, organizar viajes y conferencias oficiales, incluso un asunto tan delicado como el bombardeo de Trípoli (Libia) habría sido coordinado con la correcta alineación estelar. El libro desató primero la incredulidad y luego el escándalo. ¿El presidente de los Estados Unidos y su esposa consultaban regularmente a una adivina? Nadie daba crédito a los titulares sensacionalistas que reprodujeron luego la noticia en todos los medios. Ni los más crédulos habrían imaginado la larga relación que para entonces mantenía la pareja gobernante con las estrellas (no las del cine, sino las celestiales).

De entre lo mucho que se publicó en prensa por aquellos años relativo al affaire Quigley, un artículo de People del 23 de mayo de 1988 (“The President´s Astrologers. The Reagans Have Been Sneaking Peeks at the Stars for a Long, Long Time”) nos ayudará a refrescar los nexos entre la adivina y los Reagan. De entrada, la investigación periodística nos aclara que el mundillo de las estrellas de Hollywood hacía mucho rato que flirteaba con la adivinación astrológica. Conviene recordar que tanto Ronald Reagan como Nancy Davis eran actores desde los años 40s; de hecho, ambos se conocieron cuando Reagan era presidente del sindicato de actores y Nancy acudió a hacerle algunas consultas. Reagan – separado de Jane Wyman en 1948 – contrajo matrimonio con Davis en 1952. Como actores, no eran ajenos a lo que ocurría en ese medio desde los años 30s, cuando la astrología se había vuelto fashion entre las estrellas de California, sobre todo de la mano del astrólogo de las celebridades, Carroll Righter. Ideólogo de las “fiestas zodiacales” que entretenían a las estrellas del cine y servían como vehículo promocional de sus “habilidades”, el círculo de Righter sería la envidia de muchos: Marlene Dietrich, Cary Grant, Grace Kelly (más tarde princesa de Mónaco), Charlie Chaplin, Tyrone Power, Rhonda Fleming, Lana Turner (“Doctor Zhivago”), Susan Hayward, William Holden … Righter se codeaba con lo más granado de los famosos del cine, señal de que sus servicios y consejos eran bien apreciados. Sobre dichos consejos hay detalles sabrosos, aunque para oídos más vulgares pueden parecer rayanos en lo ridículo: la obsesión de Righter con el tiempo era muy estricta, como cuando sugirió a Susan Hayward que firmara un contrato a las 2:47 AM, o a un triunfador gobernador Reagan para que inaugurara su mandato a medianoche. Claro, para un astrólogo tan importante como la fecha lo es la hora, hay que estar atento al momento exacto cuando los astros son propicios, de lo contrario todo puede irse al carajo. Mientras todo esto pasaba en la privacidad, la vida pública de Reagan llegó a su apogeo con los dos mandatos como gobernador de California (1967-1975), sus primeros éxitos políticos con el partido Republicano. Según testigos de la época, Nancy Reagan siguió siendo por esos años una asidua aunque discreta visitante de la mansión de Carroll Righter; la ascendente carrera política de Reagan hizo más urgente la guía espiritual y astrológica de Righter.

Para los años setenta el gobernador Reagan ya sonaba como candidato presidencial entre los republicanos. Sin embargo, las cartas de Righter no eran muy favorables, cuestión que al parecer irritó a Nancy; lo cierto es que por esos años la esposa del gobernador halló una nueva consejera en materias astrales: Joan Quigley, a quien conoció en un programa de TV. Sería Quigley quien confirmó a una ansiosa Nancy Reagan que 1980 era el año: los cielos anunciaban la derrota de Carter y la victoria de su marido. Lo demás ya es historia. Tras finalizar la era Reagan, Quigley publicó su propio descargo, “What Does Joan Say?: My Seven Years as White House Astrologer to Nancy and Ronald Reagan” (1990), donde comentó: “Ni desde los días de los emperadores romanos – ni jamás en la historia de la Presidencia de los Estados Unidos – un astrólogo había jugado un papel tan significativo en los asuntos de Estado de una nación”. Una afirmación rimbombante; discutible quizás para Estados Unidos (o al menos para quienes creen que ya Teo Roosevelt seguía los horóscopos), pero insostenible para el resto del mundo, pues astrólogos y gobernantes conforman una dupla conocida desde los días de Babilonia.

¿Qué importancia puede tener para nosotros el entuerto astrológico de los Reagan? ¿No sabemos acaso que la astrología es pura superstición? En su momento el affaire Quigley tuvo pequeños costos políticos para el presidente, opacado entonces por otros asuntos más apremiantes. Claro que Reagan no se libró de las burlas de los demócratas y de cierto sector del mundo académico de su país; después de todo el mandatario republicano representaba al sector más conservador de la sociedad y buena parte de su base electoral eran evangélicos practicantes, para quienes de seguro la noticia de que su presidente consultaba el horóscopo del periódico mientras la Primera Dama se asesoraba con una adivina debió resultar particularmente chocante. Con todo, Reagan salió de la Casa Blanca como uno de los presidentes más populares de los últimos tiempos, mucho más popular por cierto que cuando llegó allí. El tiempo, ese bálsamo natural que se encarga de pulirlo todo, suavizaría los aspectos más indecorosos de la herencia de Reagan - horóscopos incluidos – de modo que el mandatario encarna hoy la quintaesencia del espíritu republicano, del presidente con valores cristianos tradicionales. Para nosotros queda la reflexión del episodio más freak de la era Reagan, en los inicios del despertar conservador estadounidense de las últimas décadas. Habrá que reconocer que la astrología es una superstición dura de matar, acaso una de las artes adivinatorias más exitosas a lo largo de la historia. Dos mil años de cristianismo y siglos de desarrollo científico no han sido suficientes para desarraigar en la población la creencia en el “mensaje astral” de la pseudo ciencia astrológica, incluso en los más altos niveles sociales, como nos lo recuerda “el secreto mejor guardado de la Casa Blanca”.

miércoles, 24 de octubre de 2012

¿Star Wars o Stoic Wars? El universo estoico




Y algunos filósofos de los epicúreos y de los estoicos disputaban con él; y unos decían: ¿Qué querrá decir este palabrero? Y otros: parece que es predicador de nuevos dioses; porque les predicaba el evangelio de Jesús, y de la resurrección. Y tomándole, le trajeron al Areópago, diciendo: ¿Podremos saber qué es esta nueva enseñanza de que hablas? Pues traes a nuestros oídos cosas extrañas. Queremos, pues, saber qué quiere decir esto. (Porque todos los atenienses y los extranjeros residentes allí, en ninguna otra cosa se interesaban sino en decir o en oír algo nuevo).” Hechos 17:18-21.

Este pasaje que relata un episodio de la estadía del apóstol Pablo en la Atenas del siglo I ha sido identificado por algunos comentaristas como “lo más culto” del Nuevo Testamento, quizás de la Biblia. Quienes afirman esto probablemente apelan a la mención que hace el pasaje de los estoicos y epicúreos, dos célebres escuelas de filosofía griega muy activas por entonces en el mundo mediterráneo. Si esto califica como “lo más culto” del Nuevo Testamento, lo dejamos al gusto del lector. Como fuere, nuestro interés por ahora va por otro lado. Con el artículo de hoy terminaremos nuestro breve viaje por el mundo del cine y las relaciones que existen entre el séptimo arte y, digamos, cuestiones trascendentes, tales como la filosofía o la religión. Precisamente la mención de los estoicos en el pasaje arriba citado nos sirve de puerta de entrada para reflexionar un poco acerca de una escuela filosófica que tuvo un protagonismo significativo en el imperio romano justo en los momentos en que el cristianismo aparecía en la escena religiosa mundial. ¿Quiénes eran estos filósofos ante quienes debió hablar el apóstol? ¿En qué creían los estoicos? ¿Eran religiosos, ateos, quizás agnósticos? Veamos como una analogía del cine nos pueda ayudar a responder a estas y otras cuestiones.

La Guerra de las Galaxias” (Star Wars), la multimillonaria producción de George Lucas, es sin duda una de las sagas fílmicas más exitosas y más reconocidas de las últimas cuatro décadas y, a juzgar por sus impresionantes números de audiencia, quizás de toda la historia del cine. En casi cualquier lugar del planeta una persona podría identificar a Luke Skywalker, Obi-Wan Kenobi o el maestro Yoda, por citar sólo algunos de una larga lista de originales caracteres de la película, y ni hablar de la inefable expresión: May the force be with you (“Que la fuerza te acompañe”). Lo que es mucho menos reconocible para el público común es la estrecha relación o semejanza entre el discurso y creencias de los protagonistas de la película y la filosofía de los estoicos. Esta interesante materia es investigada por Kevin S. Decker y Jason T. Eberl en su libro “Star Wars and Philosophy”, de la cual tomaremos algunos ejemplos que nos ayudarán a establecer esa correspondencia. Antes de pasar eso sí a esos ejemplos será bueno introducir una nota de aclaración acerca de los rasgos más generales del estoicismo. En su seno, el estoicismo alimentó dos grandes corrientes: la moralista y la cosmológica. Los estoicos de la primera tendencia, como lo indica su nombre, ponían el acento de sus enseñazas en asuntos que tenían que ver más bien con la moral de la existencia cotidiana. En esta línea se ubican dos célebres autores, máximos representantes de la moral estoica: el esclavo Epicteto y el emperador Marco Aurelio. Por el contrario, la otra rama del estoicismo, la cosmológica, estaba mucho más interesada en cuestiones universales o supra personales, tales como el origen del mundo o asuntos astrológico-astronómicos. Esta tensión entre la moral personal, individual, por un lado, y la suerte del universo por otro, es un asunto que recorre a los filósofos estoicos y una cuestión que en cierto modo se refleja también  en la narración de La Guerra de las Galaxias.

Vamos ahora algunos de los ejemplos que nos plantean Decker y Eberl. Cuando en La Amenaza Fantasma el maestro Qui-Gon Jing (interpretado por el actor Liam Neeson) lleva ante el consejo Jedi a un pequeño niño, Anakin Skywalker, apela al destino de este pequeño: “Él es el escogido, deben verlo”. Cuando años más tarde, en otra escena clave, un dubitativo Luke Skywalker cabila sobre si enfrentar nuevamente a Darth Vader, vemos que una aparición de Obi-Wan Kenobi (¿un fantasma?) alecciona al joven Jedi con estas palabras: “No puedes escapar a tu destino. Debes enfrentar a Darth Vader otra vez.” Pues bien, esta idea de destino que parece ligar a los personajes de la película casi en un tono fatalista, es uno de los signos más distintivos de las doctrinas estoicas. El estoicismo preconizaba precisamente que todo lo que sucede en el mundo, todo lo que ocurre en la historia, tanto a nivel planetario como personal, está afectado por el destino, contra el cual poco se puede hacer, por lo que la única acción posible es la aceptación reposada y racional de ese destino (de ahí aquello del “estoicismo” al que popularmente la gente suele referirse cuando se enfrenta con resignación una determinada situación o hecho aparentemente inalterable). Los estoicos creían que la vida material no era nada más que “ruido”, cosas de secundaria importancia; lo que realmente cuenta son las cosas trascendentes, las del espíritu humano, que se deben alimentar a través de la reflexión filosófica. Por este camino, los estoicos identificaron dos opuestos: la pasión (pathos) y la razón (logismos). Los estoicos creían que el hombre debía vivir en armonía con la naturaleza y esta armonía se alcanzaba a través del predominio de la razón sobre la pasión, pues esta última era considerada un desorden que arrancaba al hombre del equilibrio y la mesura. Los estoicos enseñaban que el ser humano debía vivir practicando la virtud (virtus), de las cuales la más importante era el valor o coraje (andreia) para enfrentar su destino personal, vencer las pasiones y vivir conforme a la razón, esto es, conforme a la naturaleza. Resulta interesante a este respecto el caso del maestro Yoda en La Guerra de las Galaxias: el maestro siempre permanece tranquilo, su rostro impávido, nunca exterioriza sus emociones. Esta imagen recuerda mucho el ideal estoico, el del hombre que enfrenta la vida en calma, desapasionadamente (apathes), pues la ausencia de toda pasión o emoción es el camino de la virtud filosófica. Valdrá la pena tener en cuenta que Yoda, en sánscrito significa “guerrero”.

Pero los paralelos entre Star Wars y los estoicos no yacen sólo en asuntos de moral personal, como los ejemplos antes señalados, sino también en cuestiones cosmológicas, que ocupaban una parte muy importante en la agenda del estoicismo. Los estoicos concebían al universo como animado de vida, algo así como un ser vivo; creían que en el centro del universo se hallaba un gran fuego, suerte de motor que mantenía en funcionamiento al mundo. A este principio de vida universal los estoicos lo denominaban logos, un principio racional que insuflaba vida a todo lo existente. Este logos permeaba todo el cosmos, de modo que se hallaba presente en las estrellas y en el cielo, así como también en las plantas y los animales, y por cierto en todos los seres humanos. Este concepto resulta tan potente en la filosofía estoica, que su universalidad y omnipresencia llevó a los estoicos a sostener la idea de que todos los seres humanos eran básicamente iguales, hermanos; un amo estoico debía tratar con deferencia a sus esclavos, pues en todos estaba presente el mismo logos universal. Otra vez la ideología de los estoicos se cruza en nuestra lectura de Star Wars. Nótese por ejemplo cómo el  maestro Qui Gon enseña al pequeño Anakin que las midiclorias (componentes de la Fuerza) están presentes en todas las formas de vida y agrega “constantemente nos hablan y nos dicen cuál es la voluntad de la Fuerza”. La fuerza de Star Wars se asemeja de manera notable al logos estoico.

Con todo lo dicho, nos queda una cuestión pendiente. ¿Eran creyentes los estoicos? ¿Eran ateos? La clave para responder a esta pregunta está en la forma como los estoicos entendían al logos. Se suele decir que los estoicos eran panteístas, dado que el logos se equipara a nuestro concepto de divinidad y puesto que el logos está en todas partes, incluida la materia, los estoicos enseñarían la inmanencia divina, es decir, que todo es dios. Otros, por la misma razón, los clasifican como materialistas. Algo de cierto hay en esas definiciones, pero si queremos responder en términos modernos a esa pregunta, habría que decir que los estoicos no creían en un dios personal, pues el logos se asemeja más a una influencia celestial que a un dios tradicional. Si sirve de algo, los estoicos sí marcaron distancia de los epicúreos, los clásicos ateos o materialistas del mundo antiguo. Para los estoicos, la presencia del logos dejaba un margen para la intervención divina en el mundo; otra cosa distinta es qué entendían ellos por esa intervención divina. Para cuando el apóstol Pablo confrontó a los estoicos en Atenas, con seguridad no fue la Fuerza la que lo llevó hasta allá, sino la voluntad aún más grande que lo que concebían los serenos estoicos.

martes, 25 de septiembre de 2012

Gollum vs Golem





Los salmos. Tolkien. “El Señor de los Anillos”. Cosas aparentemente inconexas ¿verdad? ¿Qué relación pudieran tener los salmos con un éxito de taquilla de la industria del cine? ¿Qué tendría en común el salterio con el célebre autor británico? Bueno, aunque nos parezca extraño hay una sorprendente historia que une aquello que, prima facie, se diría que no tiene ninguna relación entre sí. En nuestra reflexión anterior comenzamos un viaje por el mundo fílmico (ver “La Pequeña Era del Hielo”, agosto 2012), un viaje que continuaremos ahora con el cine fantástico de “El Señor de los Anillos” y la insospechada derivada de una lectura bíblica común.

La fantasía es un rasgo esencial del séptimo arte, un rasgo que la industria fílmica ha explotado con éxito incluso en una rama aparte como es la ciencia ficción (sobre el origen de la ciencia ficción ver “Sueños de Ciencia Ficción”). Pero mientras casi siempre la ciencia ficción mira hacia el futuro, el cine de fantasía – fantasía a secas – suele mirar hacia el pasado, ya sea un pasado real o imaginario, para recrearlo en condiciones que superan la realidad histórica. En búsqueda de relatos que alimenten esta producción, hace rato que el cine ha volcado su mirada hacia la literatura de género fantástico. La célebre historia de Tolkien, “El Señor de los Anillos”, un éxito de ventas mundial, era un candidato obvio para llevar a la gran pantalla. Puesto que tanto el libro así como la película son ampliamente conocidos, centraremos nuestra atención por ahora en uno de sus personajes: Gollum. Para quienes vieron la película su rostro y apariencia son inconfundibles: una criatura con rasgos humanos, pero que claramente no es humano.

Ahora bien, ¿de dónde sacó Tolkien la idea de un personaje como Gollum? La pregunta se ha formulado muchas veces y la respuesta ha dado lugar a una pequeña pero interesante polémica. Por lo común se señala que el nombre viene del ruido que hacía la criatura al comer, un ruido extraño, tan extraño como todo lo que rodea a Gollum. Pero otros apuntan en una dirección distinta. Gollum suena muy parecido a Golem. Pero ¿qué es Golem? O mejor dicho, ¿quién es Golem? Para nosotros, los latinoamericanos, el nombre Golem no nos dice nada, pero en la tradición literaria de la Europa central Golem es un nombre con larga data, y lo que resulta más revelador aún, es el nombre de una criatura fantástica. ¿Interesante verdad? Así que al igual que Gollum, el Golem es una criatura fantástica. Entonces, ¿de dónde viene, cuál es el origen del Golem? Aquí la historia se pone aún más entretenida. El Golem es un habitante de la mitología judía, un personaje del folklore milenario de los judíos de Centroeuropa. El origen de esta leyenda judía se encuentra en la literatura hebrea, tanto la Torah como la literatura medieval posterior, como el Sefer Yezirah. Pero vamos por parte, primero la Biblia.

La palabra Golem aparece una sola vez en la Biblia (hápax legomena), en el salterio:

Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro fueron escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas”. Salmo 139:16.

El término embrión traduce el hebreo Golem (INLB); notar que es la única aparición de esta palabra en la Reina Valera. En la Authorized Version inglesa se habla de “substance”, una sustancia. El pasaje se refiere inequívocamente al feto dentro del vientre materno. Hasta ahí nada especial. Pero las cosas comenzaron a cambiar a medida que se desarrollaron los comentarios talmúdicos relativos a este pasaje. Por un lado los rabinos estaban expuestos a la presión de la cultura helenista que invadía todo el mediterráneo oriental, con las correspondientes lecturas platónicas y aristotélicas en juego; de ahí que pronto se interpretara Golem en términos filosóficos como materia sin forma (notar las implicancias del lenguaje aristotélico). Pero por otro lado, los rabinos estaban inmersos asimismo en creencias estrictamente judías acerca del poder de las palabras del texto sagrado, como se puede rastrear en el Sefer Yezirah (el Libro de la Creación, texto cosmogónico y místico judío escrito probablemente en Palestina entre los siglos III y VI DC): allí se expresa la creencia judía en el poder creador de las letras que componen el Nombre de Dios y en general de todas las palabras que componen la Torah. Dentro de esa atmósfera de profundo misticismo no resulta tan raro entender el origen de la leyenda del Golem: los rabinos (o mejor, algunos rabinos) alcanzaron un conocimiento secreto para dar vida usando las palabras hebreas de la Torah, literalmente lograron el poder de crear una criatura (el Golem) usando las palabras bíblicas correctas. Esta criatura, el Golem, nace en medio de un ritual místico de los sabios judíos que prueban, por así decirlo, el poder creador de la Palabra de Dios. Puesto así, la leyenda del Golem se nutre del encuentro del misticismo y el esoterismo judío, casi en los lindes de la magia. Todo indica que fue entre los judíos askenazitas de Europa central (Alemania, Bohemia, Austria), entre los siglos XII y XIII, que se formuló la leyenda del Golem. La naturaleza misma de esta criatura mística está cruzada por las leyendas judías, la kábala y otras disciplinas más heterodoxas, como la alquimia (un paralelo no judío es el “homunculus” de Paracelso). El caso moderno más famoso de la creación del Golem corresponde al rabí Juda Loew de una conocida sinagoga de Praga (siglo XVIII).

La leyenda del Golem pronto traspasó los límites del mundo judío y se hizo conocida (y hasta popular) entre el público no judío de Europa central. Las primeras novelas sobre el Golem aparecieron en alemán en el siglo XIX y hay quienes sostienen que bien pudo ser un antecedente para alimentar la imaginación de Mary Shelley en la creación de Frankenstein. En el siglo XX el Golem se convirtió en un personaje de la novela así como del teatro y el ensayo, acaso la más notable de cuyas producciones fue la del bávaro Gustav Meyrink (1868-1932), que pasó varios años en Praga y dio vida a un relato envuelto en una atmósfera de misterio y terror (Der Golem, 1915). Del mundo literario el Golem saltó al campo musical (sinfonías de por medio) e incluso al cine mudo (la primera película data de 1920). En medio de toda esta producción artística es que surge la pregunta, ¿qué contacto tuvo Tolkien con la historia del Golem? Como buen lector y notable filólogo es un hecho que Tolkien tuvo pleno conocimiento de la leyenda del Golem, pero la cuestión es, ¿pudo inspirar su personaje Gollum del Señor de los Anillos? Hay buenas razones para conjeturar una relación. Muchos investigadores han postulado la posibilidad de que la célebre obra de Tolkien esté conectada con sus dramáticas experiencias personales en la Primera Guerra Mundial. De hecho no son pocos los que ven en los horribles y monstruosos orcos una velada referencia a los soldados alemanes. Si la conexión con la guerra es correcta, entonces quizás la relación Gollum - Golem sea más segura. Hay que tener presente, como señaláramos antes, que para la primera guerra mundial el Golem era un personaje muy popular al menos en la literatura. Más aún, el Golem era un personaje del mundo de habla alemana, otra vez los enemigos de 1914. Valdrá la pena recordar que Gollum no es precisamente un personaje adorable en la obra de Tolkien, como tampoco lo fueron los alemanes que le tocó enfrentar a Tolkien.

De una palabra perdida del salterio, pasando por el misticismo de los rabinos, transformado en leyenda medieval y éxito de ventas posterior, guerra mundial mediante hasta llegar finalmente a la lectura y escritos de un autor inglés, por último a la gran pantalla del siglo XXI. ¿Será posible?

martes, 28 de agosto de 2012

La Pequeña Era del Hielo




La cuarta versión de La Era del Hielo, la película animada, ha sido todo un éxito comercial como era de esperar; las aventuras del perezoso, el tigre y el mamut, y por cierto la ubicua ardilla, han capturado la atención y la imaginación de grandes y chicos. Más allá de la diversión, la película ha tenido el mérito de acercar al público general a una etapa de la historia del planeta, la era de las glaciaciones, de la que seguramente tenemos una vaga y legendaria imagen, de un tiempo cuando la tierra estuvo cubierta por el hielo, hace muchos, muchos miles o millones de años. El cine tiene esa maravillosa cualidad de recrear escenarios perdidos en el tiempo y traerlos de nuevo a nuestra contemplación – entretención y marketing de por medio. Nos aprovecharemos de esas temáticas que nos propone el séptimo arte para, en este y los próximos comentarios, rescatar ciertos escenarios fílmicos que tienen aristas científicas, filosóficas y también religiosas. Por lo pronto comencemos con la era del hielo, que por cierto – cosa menos sabida – no es tan remota como suponemos.

En términos geológicos la era del hielo, la época de las grandes glaciaciones cuasi planetarias, corresponde al periodo que los científicos denominan Pleistoceno. Esa etapa de la historia del planeta terminó hace unos 11.000 años, dando paso a la era actual, el Holoceno, término derivado del griego y que precisamente quiere decir “el periodo más reciente”. Si el Pleistoceno fue un periodo de clima frío (pues buena parte del planeta yacía bajo extensos glaciares), el Holoceno se caracteriza por mayores temperaturas, esto es, un clima más templado, lo cual a su vez creó el ambiente ideal para el desarrollo de la civilización humana de los últimos milenios. Pero aún dentro del Holoceno, si bien en promedio las temperaturas tendieron efectivamente a ser mayores que en el periodo precedente, siguieron produciéndose fluctuaciones que generaron nuevos escenarios de periodos fríos y cálidos que se alternaron a lo largo del tiempo. En los últimos mil años esas fluctuaciones han resultado particularmente sorprendentes. Así, hoy sabemos que durante la Edad Media, aproximadamente entre el 900 y el 1250, Europa experimentó lo que se conoce como el Optimo Climático Medieval o Periodo Cálido Medieval; las temperaturas fueron tan propicias para el desarrollo humano que incluso regiones normalmente frías y ambientalmente hostiles adquirieron un nuevo protagonismo. El mejor ejemplo de esto último lo representa Escandinavia, pues justo durante esos siglos tuvo lugar la expansión vikinga que se hizo sentir en todo el norte de Europa, incluso en el mediterráneo y hasta Tierra Santa; tal fue el retroceso de los hielos y la atenuación del frío que los vikingos pudieron cruzar el Atlántico norte a su gusto, colonizando Islandia y Groenlandia, llegando por el oeste hasta Norteamérica, varios siglos antes de Colón. Pero como lo anunciábamos anteriormente, durante el Holoceno las fluctuaciones climáticas, aunque atenuadas, siguieron actuando. Después de las extraordinarias condiciones ambientales del Optimo Climático Medieval, las temperaturas volvieron a cambiar en dirección opuesta: el clima se tornó frío, muy frío. Sin llegar a los rigores de las glaciaciones del Pleistoceno, lo que sobrevino fue un periodo de prolongado enfriamiento. Los científicos aún no llegan a un consenso absoluto, pero a grandes rasgos se puede afirmar que el nuevo periodo de frío se extendió entre los siglos XIV y XIX, por casi quinientos años. Todo indica que el clímax de ese periodo de bajas temperaturas se encuentra entre el 1500 y el 1850 aproximadamente, la época en que el descenso fue particularmente extremo: 0,6º C en promedio para todo el periodo.

En 1939 el investigador F. Matthes acuñó el término Little Ice Age (“Pequeña Era del Hielo”) para referirse a esa etapa de enfriamiento global, que si bien afectó a todo el mundo de maneras diferentes, fue particularmente duro en el hemisferio septentrional, en especial en las regiones vecinas al Atlántico Norte: Norteamérica y Europa. La moderna investigación científica ha propuesto distintas explicaciones para el cambio climático de aquel entonces: actividad volcánica que interfiere la recepción de la energía solar, cambios en la circulación atmosférica, modificaciones en la corriente termohalina del Atlántico Norte, incluso causas astronómicas tales como variaciones en la órbita terrestre o fluctuaciones en la actividad solar (ver “De Sol a Sol”, mayo 2012). Es muy posible que la explicación final obedezca a una suma de aquellas y otras causales, pero lo cierto es que se produjo un avance sustantivo de los hielos continentales (los glaciares, en especial en el hemisferio norte).

Los efectos que este cambio climático tuvo para la población humana fueron impresionantes. En las zonas costeras del Atlántico Norte la migración de ciertas especies – como el bacalao – se alteró de tal manera que la pesca se tornó incierta. En las regiones montañosas del interior el avance de los glaciares se devoró valles y villas, desplazando a muchas poblaciones de montaña de las que habían sido sus tierras ancestrales. Todo parece indicar que lo peor no fueron unas temperaturas extremadamente bajas (que las hubo) sino más bien las fluctuaciones estacionales extremas (inviernos lluviosos y congelados seguidos de veranos de tórrido calor) que arruinaron las plantaciones y las tierras de labranza. En 1315 un invierno muy frío fue seguido de un verano lluvioso; las cosechas se perdieron, pero los granos acumulados le permitieron a Europa salvar el impasse relativamente bien. Sin embargo, los próximos siete años se repitió la historia, la lluvia no paró: el resultado fue un desastre agrícola y una hambruna de proporciones bíblicas con miles de víctimas. El mal tiempo incidió en una menor disposición de luz solar; la sal que se producía por entonces dependía a su vez de la evaporación de agua de mar así que toda la cadena de mantención de alimentos se vio afectada: el precio de la sal y de los productos agrícolas se disparó. El célebre gran incendio que arruinó a Londres en 1666 tuvo lugar en medio de un verano inusualmente caluroso, que a su vez había sucedido a una primavera muy fría. No hace falta ser muy perspicaz para adelantar el efecto social de estas transformaciones en la naturaleza. En algunas poblaciones medievales se llevó a sacerdotes para exorcizar las montañas, pues la gente temía que había caído una maldición sobre ellos o que Dios los estaba castigando. Pero estas expresiones de piedad o contrición fueron seguidas luego por otras de violencia, cosa común cuando la gente se ve amenazada por el hambre o el miedo. A partir del 1500 Europa en particular experimentaría una espiral de transformaciones más o menos violentas, siendo la Reforma protestante probablemente la primera escenificación de este fenómeno: las luchas religiosas de los siglos XVI y XVII fueron seguidas a su vez por luchas sociales y políticas en los siglos siguientes. ¿Hasta qué punto las explosiones de violencia pueden explicarse en parte por el empeoramiento de las condiciones de vida producto de los cambios climáticos de la Pequeña Era del Hielo? ¿Cómo se relacionan las revoluciones religiosas, sociales, económicas y políticas de la Europa moderna con una población asediada por un clima  crecientemente hostil? ¿Tendrá la frontera protestantismo-catolicismo alguna relación con la respuesta religiosa al cambio climático post medieval?

Como siempre, el clima nos deja ver el sol sólo entre nubes; hay muchas preguntas pero aún faltan muchas respuestas. A lo menos algo podemos sacar en claro de toda esta historia: el cambio climático que afecta a nuestra generación no es algo nuevo en la experiencia humana. Lo diferente es la dirección del cambio: hace 600 años fue el enfriamiento, hoy es el calentamiento. Cosas del tiempo.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Allons enfants de la Patrie




A diferencia de las ciencias exactas, la ciencia histórica desde siempre ha estado sujeta  a los vaivenes de la interpretación; los hechos están ahí, pero su significado para nosotros no puede ser mediado por un lenguaje preciso, tal como el lenguaje matemático, de modo que constantemente debemos batallar, por así decirlo, con las diversas y muchas veces contradictorias escuelas históricas que, partiendo de los mismos hechos, suelen llevarnos por derroteros divergentes. Así ha sido desde los relatos de los primeros historiadores - Herodoto y Tucídides incluidos - y es algo con lo que cualquier estudioso o amante de la historia debe aprender a convivir. Cuanto más trascendente es el hecho histórico bajo estudio, tanto más complejo este proceso de intermediación.
                                                 
La revolución francesa, un hito como pocos en la historia, ejemplifica de manera superlativa la difícil tarea de interpretación de los hechos históricos pues, cualquiera sea nuestra lectura de los mismos, es una cuestión evidente por sí misma que estamos ante un punto de inflexión en el devenir de la humanidad. Las discusiones y polémicas que desde entonces han confrontado a los historiadores a lo largo de más de doscientos años de investigación y reflexión sobre ese periodo de la historia moderna no hacen sino agrandar en el tiempo la importancia de los sucesos que se desencadenaron a partir de julio de 1789 en la que era una de las principales potencias de Europa. Una de las interpretaciones clásicas sobre la revolución francesa ha sido la que presentó Karl Marx como parte de su filosofía de la historia: la revolución francesa no es sino la consecuencia lógica de la “evolución de la lucha de clases”, donde la clase productiva más importante – la burguesía – desplaza del poder a la nobleza, que era por entonces un estorbo al desarrollo de sus intereses como clase. Para Marx la revolución era una clara confirmación de su interpretación del “proceso histórico” por el cual una clase social toma por la fuerza el poder cuando la clase dominante representa un freno al desarrollo de las “fuerzas productivas”; la aristocracia detentaba el poder a contrapelo de la tendencia económica de la sociedad, por lo que la burguesía – motor del desarrollo económico – no tuvo otra opción que tomar las armas para apropiarse del poder político que usufructuaba una anacrónica aristocracia medieval. Así, para Max, como luego para todos los seguidores de la filosofía marxista de la historia, la revolución francesa es la antesala para un nuevo proceso revolucionario, en el que esta vez la burguesa clase media se convierte en la fuerza reaccionaria mientras una nueva clase social – el proletariado – se transforma en el nuevo protagonista del progreso económico; según este análisis marxista clásico la violencia revolucionaria volverá a explotar nuevamente cuando a su vez el proletariado deba echar a patadas a la burguesía del poder que ésta le arrebató a la aristocracia en la revolución francesa.

A lo menos desde mediados del siglo pasado otras escuelas históricas han presentado un serio cuestionamiento a la interpretación marxista clásica; según estas interpretaciones “revisionistas” el corazón del conflicto que cruza a la revolución francesa está menos en causas sociales – la lucha de clases marxista – cuanto más bien en transformaciones culturales que desestabilizaron a la sociedad del ancient regime. No tenemos aquí el tiempo ni el espacio para revisar en detalle esas otras interpretaciones - el lector puede consultar, entre otros, “The Cultural Origins of the French Revolution”, de Roger Chartier (1991), “A Critical Dictionary of the French Revolution” de Francois Furet y Mona Ozouf, y también “Origins of the French Revolution”, de William Doyle (1988) – pero la hebra cultural es una muy sugerente cuando uno toma en consideración las aristas religiosas de la revolución francesa. Para el investigador que tiene en cuenta a la religión como un factor importante en el desarrollo de los hechos históricos, la revolución francesa es un campo promisorio de reflexión y de cuestionamiento. Las revoluciones, como fenómenos de transformación política y social, han afectado a todas las comunidades humanas en mayor o menor grado; una vez que concurren las condiciones mínimas se puede producir un estallido social, independientemente de cuál sea el trasfondo religioso de una sociedad. Sin embargo, cuestiones religiosas se tornan particularmente llamativas al considerar los fenómenos revolucionarios que afectaron a occidente en las últimas décadas del siglo XVIII.

En las últimas décadas del siglo XVIII se registraron tres revoluciones de importancia: dos afectaron a países protestantes (Norteamérica y los Países Bajos) y una a una nación católica, Francia. Entre 1776 y 1781 se peleó la guerra de independencia de las colonias inglesas en Norteamérica, conflicto que a su vez inspiró la revolución que afectó a los Países Bajos entre 1780 y 1787. En una instancia los insurrectos triunfaron (en Norteamérica) y en la otra fracasaron (por la intervención militar de otra potencia protestante, Prusia, que invadió Holanda), pero en cualquier caso estas revoluciones tenían objetivos políticos y económicos más o menos definidos; hubo violencia, derramamiento de sangre y pasado un tiempo los protagonistas podían sacar las cuentas de si habían logrado y en qué medida sus objetivos, pero las sociedades afectadas por la convulsión social podían hacer un “control de daños” de la violencia revolucionaria y acordar un razonable mínimo de tolerancia para contener la violencia y restablecer la paz social, permitiendo así que la comunidad volviera a cierto estándar fundamental de coexistencia. Pero lo que ocurrió en Francia a partir de 1789 rompe todos los moldes y cánones de estas revoluciones previas. Uno de los rasgos más prominentes y más perturbadores de la revolución francesa es el paroxismo de violencia, un cuasi frenesí de salvajismo que resultó muy pero muy difícil de controlar. A diferencia de los casos norteamericano y holandés, la violencia en Francia pareció por momentos alimentarse de una fuente casi inagotable de crueldad, como si del interior mismo de la nación francesa se hubiesen abierto todos los ríos de odio y resentimiento acumulados por mucho tiempo y de una manera casi imposible de detener.

Al contrastar el distinto itinerario de las revoluciones en países protestantes (Norteamérica y Holanda) versus la realidad francesa, la situación es muy reveladora. ¿Cómo es que la principal potencia católica de Europa se hundió en un pozo de sangre casi sin fin? ¿Cómo es que un país cristiano fue incapaz de poner freno a los estallidos de violencia? Si en Norteamérica y Holanda fue posible “encauzar” la violencia revolucionaria ¿por qué una sociedad casi 100% católica no logró algo parecido, fijar algún límite racional a la violencia? Salvo unos cuantos miles de judíos (sefarditas que vivían en el extremo suroccidental del país y unos pocos askenazitas en Alsacia y Lorena), más pequeños grupos aislados de hugonotes, en los hechos la totalidad del país era católico, según el sueño de uniformidad religiosa del Papado y de la monarquía borbónica. ¿Por qué personas que tenían una misma y común formación religiosa no pudieron hallar una contención a los estallidos de violencia apelando a esos mismos principios básicos? La revolución francesa desnuda en este sentido una de las principales debilidades del proyecto histórico de la contrarreforma del siglo XVI: el manejo del conflicto en una sociedad. El proyecto político-religioso de la contrarreforma estaba basado en el uso de la fuerza, esa era su naturaleza última. Los Papas, arquitectos de la contrarreforma, no crearon esta ideología como un recurso retórico, suerte de apelación racional al diálogo para dirimir las diferencias con los protestantes. No, definitivamente la contrarreforma no tenía nada que ver con diálogo o con persuasión; el negocio de la contrarreforma era imponer por la fuerza de las armas la única iglesia verdadera, entiéndase, la iglesia católica, y al único representante de Cristo, el Papa. Con los disidentes, o sea los protestantes, la contrarreforma no perseguía otro objetivo que no fuera su eliminación total. Dicho en otras palabras, la contrarreforma creó una estructura social y cultural que ante el conflicto creado por la disidencia sólo sabía responder con la fuerza; las naciones católicas que abrazaron la causa de la contrarreforma estaban por lo tanto mal preparadas para manejar el conflicto social – la disidencia político o religiosa – pues las habilidades para negociar habían sido suplantadas por la respuesta violenta. Entre los protestantes, por el contrario, la necesidad de negociación era fundamental para salvar el conflicto que tenían no sólo con el Papado sino entre ellos mismos. Esta musculatura de manejo de conflictos por medio de la negociación, con todos los problemas y deficiencias que tuviera, ejercitada durante los siglos XVI y XVII, demostró toda su valía durante las revoluciones de fines del siglo XVIII. El conflicto, una vez estallado, podía resolverse para contener la violencia. Las sociedades católicas carecían de esas habilidades, lo que quedó de manifiesto tristemente en los días que siguieron a julio de 1789.

Vale la pena notar que Francia tenía una historia milenaria de cristianismo en sus espaldas; por el contrario, las colonias de Nueva Inglaterra no alcanzaban los doscientos años. Con todo, pese a su juventud, la sociedad de los colonos norteamericanos pudo sobreponerse a los cinco años de guerra de independencia y volver a restablecer la paz social para que la comunidad continuara su desarrollo. En Francia, por el contrario, iban a pasar casi tres décadas regadas de sangre antes de conseguir un respiro transitorio de paz en 1815. Cuando se considera por qué en general los países protestantes han tenido un mejor desempeño de desarrollo económico y material que los países católicos, no se debiera olvidar la importancia de la capacidad social de manejo de conflictos y de negociación, cuestión en la que los protestantes tuvieron mucho más éxito que los católicos, lo que en última instancia revela el carácter violento de la contrarreforma y de los Papas que la inspiraron. En sociedades donde la respuesta violenta se privilegiaba sobre las capacidades negociadoras, una revolución podía ser un asunto extremadamente peligroso y eventualmente inmanejable; la revolución francesa, con todas sus escenas de brutalidad y salvajismo, con toda lo difícil que se reveló el control de la violencia, ejemplifica dramáticamente la suerte que aguardaba a los que habían apostado por la contrarreforma. En este sentido, 1789 señala el convulso y mortífero final del proyecto llamado contrarreforma.

viernes, 29 de junio de 2012

Luis XIV, Absolutismo y contrarreforma




“El estado soy Yo”. La célebre frase de este rey francés encarna mejor que cualquier cosa la naturaleza del absolutismo, la concentración de todo el poder de un Estado en la persona del monarca, causa última de toda la ley. Luis XIV (1643-1715) fue el tercer representante de la dinastía de los Borbones en el trono de Francia. La dinastía la inició su abuelo Enrique de Navarra, quien es conocido a su vez por otra igualmente celebérrima frase: “París bien vale una misa”. La explicación de esta frase está dada por la vida personal y las vicisitudes que debió enfrentar el primer Borbón en el trono francés. Antes de convertirse en rey como Enrique IV (1589-1610) fue conocido por ser el líder del partido hugonote, la facción protestante de Francia. Debido a su conexión familiar (era cuñado de Enrique III) se convirtió en candidato único para asumir el trono, pero la corte le dio a entender que un rey protestante era inaceptable en Francia, por lo que debía elegir entre su conversión al catolicismo u olvidarse de ser rey. Enrique de Navarra había sido un leal líder hugonote, pero la posibilidad de ser rey lo llevó a convertirse al catolicismo, de ahí la frase anterior. Empero, Enrique no se olvidó de sus correligionarios protestantes y por ello no extrañó que se esforzara en alcanzar un acuerdo, cosa que finalmente se logró con el famoso Edicto de Nantes (abril de 1598). El propósito del edicto era traer la paz al país y terminar con casi cuatro décadas  de una cruenta y agotadora guerra religiosa que, entre 1562 y 1598, enfrentó a católicos y protestantes. El edicto garantizaba a los hugonotes el derecho a practicar su culto libremente y sin persecución, les permitía asimismo el derecho de defenderse y hasta entregaba una serie de ciudades – donde eran mayoría – para que organizaran su propia fuerza pública. En los hechos, el edicto creaba un estado dentro del estado, pues los hugonotes disponían ahora de fortalezas con sus propios ejércitos dentro del territorio francés. Aunque intentaba pacificar a la nación, Enrique IV en realidad creó una profunda fisura en la estructura del reino, una suerte de “paz armada” entre católicos y protestantes; a todas luces un compromiso temporal que no era sustentable en el tiempo.

Mientras el buen rey Enrique se esforzaba en hacer las paces entre católicos y protestantes, grandes cambios tectónicos tenían lugar en Francia y Europa. El Papado se había decidido a lanzar una poderosa contraofensiva para primero frenar y luego eliminar la herejía protestante. La contrarreforma, nombre con el que se conoce esa ofensiva católica, fue el resultado del Concilio de Trento. El clero católico, fiel al Papado, fue el primer propagandista de la contrarreforma en los países católicos, pero su aplicación práctica estuvo muy condicionada por las distintas realidades nacionales. Es el caso que hallamos por cierto en Francia, donde la ascensión al trono de Enrique IV y el edicto de tolerancia que mencionamos era la negación de la contrarreforma. El Papado entendía que a los protestantes no se les trataba con treguas, sino con la espada. Pero el primer Borbón, Enrique IV, tenía su propia política religiosa y el pragmatismo dictaba otra cosa. De modo que la llegada de los Borbones al trono galo estuvo asociada con una fuerte restricción a la implementación de la contrarreforma en Francia. No sólo la cuestión religiosa interna sino también la política internacional confluyeron en que durante las siguientes décadas la contrarreforma no tuviera plena cabida en Francia, incluso con la administración del cardenal Richelieu. Pero la corona francesa, aún durante el reinado de Enrique IV, estaba abocada decididamente a la teoría de “un rey, una fe, una ley”, esto es, ganar tiempo para recuperar la paz interna, la estabilidad del reino y apostar a que en un mediano o largo plazo los hugonotes terminarían por abjurar su herejía y se integrarían a una sola y católica Francia. El primero paso en tal dirección lo dio Richelieu cuando sitió y capturó la fortaleza de La Rochelle en 1628: esta victoria puso fin al ejército hugonote, pero Richelieu tuvo cuidado de garantizarles la libertad de seguir practicando su religión.

Cuando Luis XIV  ascendió al trono, Inglaterra estaba en plena crisis interna, una guerra civil que enfrentaba al Rey con los puritanos. Puritanos y hugonotes no eran más que dos caras nacionales de una misma fuerza internacional: el calvinismo. Y los calvinistas ingleses eran por entonces la principal fuerza republicana, anti monárquicos convencidos que lograron la caída y posterior ejecución de Carlos I en 1649. La corte de París tomó nota de la acción política de los puritanos y no costó mucho hallar antecedentes de conductas republicanas o anti monárquicas entre los hugonotes, los calvinistas franceses. Luis XIV, que era un adolescente cuando su reinado debió enfrentar la rebelión de la Fronda (1648-1653), una confabulación de la nobleza francesa aunque sin motivaciones religiosas, comprensiblemente creció con un traumático recuerdo de las conspiraciones contra el poder real. Para Luis XIV el poder político y religioso pertenecía íntegramente al rey y de ahí que se embarcara en la construcción de un estado absolutista en el más estricto sentido de la palabra; en la Francia del Rey Sol no se tolerarían disidencias de nadie, sólo la más irrestricta obediencia al poder total del soberano. ¿Cuál era la contraparte religiosa de esta política de Luis XIV? El absolutismo monárquico de Luis XIV sólo tenía una opción de alianza religiosa: el absolutismo pontificio. El absolutismo sin restricciones estaba en la médula misma del Papado. Más aún, el Papado era una institución que no sólo predicaba el poder total (obediencia sin reparos a las órdenes superiores de la autoridad) sino que además defendía la persecución y eliminación de toda oposición a dicho poder absoluto. Este último factor era muy afín a los intereses políticos del absolutismo de Luis XIV, pues al igual que el Papa, el Rey Sol estaba decidido a exterminar la más mínima señal de oposición a su autoridad suprema. Por consiguiente, la aspiración al poder total y la supresión (persecución y ejecución) de toda disidencia llevaron de manera espontánea a la alianza natural entre monarquía absoluta y Papado.

Una consecuencia inmediata de todo ello fue que la contrarreforma, hasta entonces resistida o sólo parcialmente recibida en Francia, tuviera ahora las puertas abiertas para actuar en el país galo. El último reducto republicano que quedaba en Francia, el último resabio contra la autoridad total del rey, podía ser por fin eliminado La tolerancia religiosa otorgada a los hugonotes por Enrique IV en 1598, desarticulada de facto por Richelieu en 1628, fue desahuciada de jure por el nieto de Enrique; Luis XIV publicó en octubre de 1685 el edicto de Fontainebleau que revocaba el anterior edicto de Nantes: los hugonotes debían escoger entre convertirse al catolicismo o abandonar el país (el edicto hablaba de la Religion pretendue reformée, "la pretendida religión reformada", ver foto principal). El resultado de esta nueva política religiosa fue que tuvo lugar una nueva migración forzada en la que miles de hugonotes – algunos historiadores sitúan la cifra en torno a los 250.000 aproximadamente – dejaron Francia para instalarse en otros países protestantes de Europa (Suiza, Holanda, Prusia, Inglaterra, Suecia) o incluso en otros continentes (Norteamérica, Sudáfrica). Aunque subsistieron algunos pequeños grupos de hugonotes en la clandestinidad, desde 1685 Francia se convertía en la última potencia europea en abrazar en su totalidad la contrarreforma; el absolutismo político-religioso resultado de la alianza entre Luis XIV y el Papado estaba completo, ahora había un rey y una religión. Apenas cien años más tarde, un atribulado Luis XVI publicaría un nuevo edicto de tolerancia en noviembre de 1787: los protestantes podían volver a practicar su religión. Pero ya era demasiado tarde; tras un siglo de absolutismo católico, otros republicanos, los de la revolución francesa, estaban a las puertas de cobrar sus propias cuentas con los Borbones y con el Papado. 

jueves, 31 de mayo de 2012

De Sol a Sol

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“Había una vez un rey…” Los cuentos infantiles casi siempre tienen un encabezado de este tenor y bien pudiera ser una apropiada manera de introducir el tema que nos ocupa hoy. Pues el rey y el reino del que vamos a tratar fue en su momento acaso el más importante y poderoso de cuantos eran conocidos. Luis XIV, el nombre de nuestro rey, es casi un personaje de cuento de hadas. Vivió la vida de un gran rey, rodeado de todos los lujos, la riqueza y el esplendor al que podía aspirar un monarca que lo tenía todo. Nacido en 1638, hijo del rey Luis XIII y de la reina Ana de Austria (aunque las malas lenguas decían que su verdadero padre era el cardenal Mazarino, consejero y probable amante de la reina), ascendió al trono a la muerte del rey en 1643, cuando el príncipe apenas tenía cinco años; su reinado sería el más largo de la historia europea, pues iba a durar 72 años, hasta 1715. Fue tal el poder y la riqueza adquiridos por este monarca que sus contemporáneos le comenzaron a llamar le Roi Soleil (el Rey Sol), apodo con el que todavía se le recuerda en los libros de historia. La idea detrás de esta frase es que la gloria y la magnificencia de su reinado alumbraban no sólo a Francia sino a toda Europa. Lo cierto es que Luis XIV llegó a convertirse en el arquetipo del absolutismo monárquico, un modelo de gobierno donde el estado centralizaba el poder total: político, militar, económico y religioso. A su vez, el monarca era la personificación viva del estado, de la nación; de ahí la célebre frase que sintetiza el absolutismo de boca del mismísimo Luis XIV: “el estado soy yo”. Así como los planetas giran en torno al sol, así Francia giraba en torno a su propio sol en la tierra, Luis XIV. Dueño del ejército más poderoso de su tiempo, Luis XIV se embarcó en una serie de guerras, que comenzaron con la invasión de las Provincias Unidas (Holanda) en 1672 y que por los próximos cuarenta años, salvo breves interrupciones, mantuvieron a Europa en guerra hasta 1713. Los ejércitos de Luis XIV, que en ese periodo no cesaron de crecer desde unos 200.000 hasta los 400.000 hombres (una cifra impresionante, desconocida en Europa desde los días del Imperio Romano), combatieron contra holandeses, ingleses, suizos, italianos, alemanes, austriacos y españoles, todo por la gloria de Francia… o mejor dicho, de Luis XIV. Claro que tantas guerras, la mantención del ejército y los lujos del Rey Sol costarían muy caro a Francia. Con el peso de la senectud encima, el Rey Sol pasó los últimos dos años de su reinado en paz; Francia y Europa estaban exhaustas, la pobreza rondaba en los campos.

Pero el agotamiento y la pobreza que afectaban a Europa no eran sólo el producto de casi cuatro décadas de guerras sucesivas, consecuencias sólo de la ambición política y territorial de Luis XIV. No, había otros factores que afectaban a Francia, a Europa y a decir verdad, al mundo entero. Muy lejos del trono, los palacios y los campos de batalla del Rey Sol, una serie de cambios extraordinarios acaecían por entonces en otro reino, el reino de la naturaleza. Casi como si una mano misteriosa hubiera decidido reírse de los asuntos humanos, lo cierto es que una serie de inviernos particularmente duros se dejaron caer durante la segunda mitad del siglo XVII y comienzos del siglo XVIII, coincidiendo a grandes rasgos con el dilatado reinado de Luis XIV: el gobierno del Rey Sol fue testigo de uno de los periodos más fríos y más helados de la historia europea reciente. Vaya ironía: la verdad es que la Europa del Rey Sol literalmente se moría de frío. ¿Qué misterioso fenómeno explicaba esta situación? Bien, la respuesta sólo la pudimos conocer mucho más tarde. La verdad es que la ciencia moderna, a través del estudio del clima y del conocimiento de los fenómenos astronómicos, ha podido dilucidar el misterioso (más bien, gélido) trastorno natural en días del Rey Sol.

Muy pero muy lejos, literalmente a millones de kilómetros de distancia del palacio de Versailles, el verdadero astro rey, nuestro sol, vivía un inusitado cambio en el comportamiento de lo que hoy conocemos como el fenómeno de las manchas solares. Para explicarlo de manera muy simple, el sol sigue sus propios ciclos de vida (“actividad solar”, en el lenguaje de la ciencia), una de cuyas manifestaciones es la aparición de manchas solares sobre su superficie. Este fenómeno ya había sido detectado en época muy temprano hacia el año 1000 DC, si hemos de creer a los escritos de los astrónomos chinos que serían los primeros en registrar este fenómeno solar. Pero el estudio científico de esta situación tendría que esperar hasta la invención del telescopio en 1610, instrumento que le permitió a Galileo fijar su atención en estas manchas (y de paso contribuir a su ceguera). Finalmente, desde el siglo XIX hasta ahora hemos llegado a descifrar el patrón que siguen estas manchas solares, que abarcan un ciclo de unos 11 años: al comienzo del ciclo casi no hay manchas, luego estas aumentan hasta que a mitad del ciclo llegan a un máximo para luego declinar otra vez a un mínimo hacia el término del periodo. Más interesante aún, las manchas solares están directamente relacionadas con la cantidad de radiación (energía del sol) que recibe la tierra y que es fundamental para todos los procesos que ocurren en el planeta. Para decirlo en simple, mientras más manchas solares, más “calor” recibe la tierra, y como la cantidad de manchas solares varían según la ciclicidad indicada, de la misma forma varía también la cantidad de calor que recibe el planeta. Ahora bien, el estudio moderno de la historia del clima en la tierra revela que esos ciclos no siempre han seguido la misma periodicidad; a veces los ciclos han sido más extendidos y otras más comprimidos, a veces la cantidad de manchas aumenta más de lo normal y otras, por el contrario, disminuye radicalmente. En estos últimos casos, cuando la presencia de las manchas solares disminuye de manera extraordinaria o por periodos muy prolongados, los científicos hablan de “mínimos” de actividad solar. Fue precisamente uno de esos mínimos, el Mínimo de Maunder, el que hoy sabemos afectó al mundo entre los siglos XVII y XVIII. El más estudiado y extraño de todos, el hoy célebre Mínimo de Maunder afectó a la tierra entre los años 1645 y 1715, casi exactamente la duración del reinado del Rey Sol. Durante ese tiempo las manchas solares desaparecieron prácticamente por completo, según indican los registros de los astrónomos europeos de la época. Observadores londinenses consignan que el invierno de 1694-1695 fue tan crudo que el Támesis permaneció congelado durante varias semanas, algo inimaginable hoy en día. En Francia la nieve cubrió el suelo casi tan al sur como Toulouse incluso hasta abril, mientras otros testimonios refieren que los lobos, hambrientos, bajaron desde los Alpes hasta el Languedoc. Los científicos estiman que la disminución de la insolación fue de tal magnitud que la tierra experimentó un enfriamiento de entre 0,2 y 0,6º C; aún peor, en algunas regiones del mundo se cree que las temperaturas bajaron entre 1 y 2º C. A todas luces, el Mínimo de Maunder enfrió al mundo por casi setenta años.(Ver gráfica más abajo del Mínimo de Maunder en el registro de los últimos 400 años de observación de las manchas solares).

Luis XIV fundó en 1666 la Académie Royale des Sciences, con el propósito de estimular la ciencia francesa, pero claramente los conocimientos de la época hacían imposible imaginar siquiera el complejo fenómeno climático que afectaba al mundo. Lo cierto es que la lujosa y licenciosa corte de Versalles jamás se enteró que precisamente durante casi todo el reinado de Luis XIV el sol brilló menos que nunca en los últimos siglos. Definitivamente la naturaleza no quiso alegrar la larga fiesta del Rey Sol.


jueves, 29 de marzo de 2012

Platón, un filósofo pederasta en el Vaticano


La genialidad artística de Rafael plasmó en las murallas del Vaticano a una serie de personajes de la antigüedad grecorromana, algunos mitológicos, otros reales. El clímax de las obras de Rafael a comienzos del siglo XVI en Roma se alcanzaría sin duda en La escuela de Atenas, una pintura clave en la historia del arte. En esta impresionante y sobrecogedora obra Rafael reúne en una misma escena a los más reconocidos y famosos sabios, geómetras, astrónomos, astrólogos y filósofos de la antigüedad clásica. Entre todos ellos, destacan en el centro de la obra, dominando toda la escena, Platón y Aristóteles, los filósofos más admirados a lo largo de la Edad Media. En lo que sigue, centraremos nuestra atención en Platón, quien es considerado acaso uno de los filósofos más influyentes a lo largo de la historia.
 
De Platón se ha escrito y estudiado tanto que a veces el personaje parece ya casi agotado, pero hay un aspecto de la vida y la obra del célebre filósofo que hasta el presente ha pasado casi desapercibido para el gran público, siendo sólo materia de discusión del estrecho círculo de especialistas en filosofía e historia griega. En lo que pudiera sonar como algo chocante o anacrónico, la verdad es que la vida de Platón y su filosofía se desarrollaron en una aristocracia ateniense dominada por una paideia pederasta. La pederastia griega, sobre cuyo origen hay diversidad de pareceres entre los expertos, probablemente se extendió por toda Grecia hacia el siglo VII AC, esto es, casi al mismo tiempo que el surgimiento de la escritura griega. Para resumir, la pederastia griega era una relación homoerótica entre un adulto, el erastes, por lo común un hombre de 30 años o más, y un adolescente, el eromeno, cuya edad podía variar entre los 15 y 18 años, aunque en algunos casos extraordinarios alcanzaba hasta los 20 años. Aunque es materia de mucha discusión entre los investigadores, parece incontrovertible que estas relaciones pederastas incluían relaciones sexuales. Lo que suena más sorprendente para un lector moderno es que estas relaciones eran plenamente normales para los griegos; es más, hay pruebas abundantes de que los muchachos eran alentados a buscar “pretendientes” al punto que era bien visto que un joven apuesto tuviese muchos enamorados, es decir, hombres adultos que lo cortejaran. Por increíble que nos parezca, en algunas regiones de Grecia el pretendiente incluso pedía permiso al padre del muchacho para oficializar la relación con su hijo. Si lo anterior nos deja estupefactos, el propósito de esta relación entre un adulto y un adolescente debe sonar al paroxismo de lo freak: la relación pederasta tenía una finalidad pedagógica, el adulto debía guiar y enseñar al muchacho. Tal cual. Así que, al final del día, la pederastia griega era una paideia – un sistema educativo – en la que los “enamorados” cumplían una finalidad social, educando y entrenando a la nueva generación de ciudadanos griegos. Aunque después del 300 AC parece ser que la pederastia era tolerada en diversos círculos sociales, no está claro si antes de esa fecha era sólo una práctica aristocrática, propia de la elite griega.

Hacia el 450 AC comenzó a desarrollarse una filosofía propiamente ateniense, cuyo primer representante destacado fue Sócrates, a quien luego sucedería su discípulo más aventajado, Platón. Hasta donde se sabe, Platón jamás se casó ni tuvo hijos, pero sí se conocen los nombres de dos o tres personajes que habrían sido sus eromenos, sus parejas pederastas. ¿Influyó o tuvo algún efecto la pederastia en la filosofía de Platón? La respuesta definitivamente es sí. Para cualquiera que tenga acceso a los diálogos platónicos es evidente que en varios de ellos Platón hace una defensa o incluso exaltación del amor pederasta, las relaciones homosexuales entre adultos y adolescentes. Un pasaje del célebre Banquete o Simposio de Platón bastará para rubricar lo que afirmamos.

Pero en la Jonia y en todos los países sometidos a la dominación de los bárbaros se tiene este comercio por infame; se proscriben igualmente allí la filosofía y la gimnasia y es porque los tiranos no gustan ver que entre sus súbditos se formen grandes corazones o amistades y relaciones vigorosas, que es lo que el amor sabe crear muy bien… Pero como ya dije, no es fácil comprender nuestros principios en este concepto…”

Quien habla aquí es un tal Pausanias, un sofista invitado a la cena que se relata en la obra de Platón. Las palabras que Platón pone en boca de Pausanias son bastante reveladoras. El “comercio” al que se refiere Pausanias es la pederastia, una práctica social aceptada por entonces en Grecia, pero totalmente rechazada entre los “bárbaros”; los bárbaros a los que alude en primer lugar Pausanias en su discurso son los persas, los invasores de Grecia. Lo que Pausanias dice aquí es que los “bárbaros”, es decir, los que no son griegos, rechazan la pederastia, la filosofía y la gimnasia. O dicho en otros términos, lo que distingue o separa a griegos y bárbaros son esos tres elementos. Es casi como si Platón nos estuviese dando una definición de qué es “ser griego”. Así que para Platón la pederastia, al igual que la filosofía y la gimnasia, es uno de los rasgos que distingue a los civilizados griegos de los bárbaros que carecen de la cultura helénica. No es una afirmación menor. Platón nos revela en estas palabras cuán importante era la pederastia como identificador del ser helénico, al menos para los círculos aristocráticos en los que el filósofo se movía.

¿Sorpresa? Para el público de nuestros días – que escasamente leerá a Platón - probablemente sí, pero para cierta elite europea del siglo XVI, con acceso a la lectura en latín de los textos platónicos, palabras como las de Pausanias eran una lectura conocida. ¿Cómo entonces, nos preguntamos, llegó un filósofo pederasta a figurar en las paredes de los palacios pontificios? Ojo que la pregunta no conlleva una condena a Platón per se, sino que sólo apunta a que la pederastia es una relación o práctica incompatible con el cristianismo, de donde se supone que un defensor de la pederastia no puede figurar en las paredes de una iglesia. Vale la pena considerar ciertos hechos en contexto. Rafael pintó las escenas de Platón y Apolo (los dos personajes pederastas a los que hemos dedicado estos estudios) entre los años 1508 y 1510. Apenas unos pocos años más tarde, en enero de 1521, Lutero era excomulgado por rechazar la venta de indulgencias; en los hechos, la excomunión era una condena a muerte para Lutero. Sólo como recordatorio, las indulgencias eran una suerte de certificado que aseguraba al comprador el perdón de sus pecados precisamente a cambio de dinero, dinero que iba a financiar la construcción de San Pedro en Roma. Así que, ¿qué tenemos? Por un lado, el Papado aprueba que dos personajes pederastas – uno real, otro mitológico – sean representados en costosas pinturas en los palacios pontificios; por otro, condena a Lutero a excomunión y muerte por oponerse a la venta de indulgencias. Para cualquiera que tenga un conocimiento elemental de la religión cristiana, esto es el mundo al revés. Precisamente los Papas del Renacimiento vivían en un mundo al revés, doctrinalmente al revés: mientras cerraban las puertas a la reforma de la iglesia abrían sus palacios para escenificar a destacados pederastas de la antigüedad clásica. Después de todo esto, ¿puede sorprender tanto los problemas de pederastia que enfrenta el clero católico por estos días?

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