jueves, 20 de diciembre de 2012

Sidus Iulium, política y la estrella de Belén




Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a Jerusalén unos magos, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle”. Mateo 2:1-2

Los investigadores modernos han llamado la atención en las últimas décadas sobre el auge que tuvo el culto de Venus en el periodo que va desde fines de la República hasta comienzos del Imperio, esto es, en el siglo I AC. Siendo aquel un momento crucial en la historia de Roma, la nueva popularidad del culto de Venus debe haber tenido alguna significación especial en los sucesos de aquellos años. “Locos por Venus” podría ser el título de una película que resumiera los últimos cuarenta o cincuenta años de la república romana, cuando Venus se convirtió en el centro de la discordia política de quienes se disputaban los favores de la diosa. Ya el general y dictador Sila había dado los primeros pasos en tal sentido y su ejemplo fue seguido algo después por Pompeyo y Julio César, los dos principales líderes que se disputaban el poder total en Roma. Ambos generales realizaron diversas acciones destinadas a identificarse con la diosa Venus, competencia que se desplegó ampliamente en el espacio público para que el populus romanus tomara conciencia de esa identificación. Nosotros ya conocemos el final de esa intensa competencia política y militar: el 48 AC, en Farsalia, César derrotó a Pompeyo. Poco después Pompeyo moría asesinado en Egipto; César era ahora el único señor de Roma. Como parte de los agradecimientos públicos a la diosa por la victoria militar, César hizo construir un templo a Venus Genetrix en el foro romano, en el mismo corazón político y administrativo de Roma; difícilmente pudiera pensarse en un lugar más público y visible para desplegar la imagen de César junto a la diosa. El nombre del templo tampoco es un detalle menor: César afirmaba con ello que su linaje descendía directamente de la diosa. ¿Por qué Venus era tan importante en la política romana de entonces? Para responder a esta cuestión debemos remontarnos a los vericuetos de la cultura romana impactados por la conquista de Grecia en el siglo II AC. Por aquellos años se había extendido entre la población de Roma la leyenda que enseñaba que los romanos eran descendientes de Eneas, el mitológico príncipe troyano que había escapado de la ciudad destruida por los griegos; a su vez, Eneas mismo era hijo de la diosa, de donde la raza romana se suponía ser la descendencia humana de Venus. César era muy consciente de estas creencias populares - como lo habían sido también Silas y Pompeyo - de modo que explotó políticamente la identidad con la diosa para su propio beneficio. Pero aún siendo descendiente de Venus, César no pudo prever la conjuración senatorial en su contra, la que acabó con su vida en los idus de marzo del 44 AC.

Pocos meses después del asesinato de César, en junio del 44 AC se celebraron en Roma unos juegos para conmemorar su muerte. Entonces ocurrió lo increíble, lo inesperado. Según algunos habría sido justo a la hora del sacrificio, lo cierto es que de pronto un cometa cruzó los cielos de Roma ante la mirada estupefacta de los romanos. Pronto se extendió el rumor: el cometa era un mensaje de los dioses, la manifestación visible de que el alma de César había subido a los cielos. Sí, los romanos acababan de presenciar la apoteosis de César: Julio César ahora era un dios. Octavio, sobrino y heredero político de César, vio en esta situación una oportunidad dorada: la divinización de César sólo podía operar en beneficio político de Octavio. Pronto el Senado publicó el edicto correspondiente: Julio César fue proclamado divus (divino). En la década siguiente a tan prodigiosos sucesos Roma debió enfrentar una nueva guerra civil, pero al final de ella Octavio salió vencedor y convertido ahora en Augusto (“venerable”, según decreto del Senado) renovó la imagen divina de su fallecido tío, agregando a su propio nombre las iniciales DF (divi filius, “hijo de la divinidad”). No contento con templos y estatuas que honraran la divinidad de César, reunió a los mejores escritores de su tiempo, de modo que en las letras se plasmara también el homenaje a Julio César. Así nos encontramos, por ejemplo, con el célebre poeta Horacio, quien se refirió al cometa del año 44 como sidus Iulium (“la estrella de Julio”). Pero el resultado más contundente de este esfuerzo literario provendría de la mano de otro poeta: Virgilio. En el 29 AC Augusto encargó a Virgilio la composición de una obra épica que exaltara la nueva era que se iniciaba con el gobierno del Princeps; durante los próximos diez años Virgilio trabajó en la composición de La Eneida, su obra cumbre, la que terminó poco antes de morir, en el 19 AC. Como su nombre lo sugiere, la obra relata la travesía de Eneas, el príncipe troyano, tras su escape de la destruida Troya. Resulta muy interesante cómo Virgilio nos cuenta que fue una estrella la que guió a Eneas desde Troya hasta Cartago y luego al Lazio, a los orígenes de Roma. No se trata de cualquiera estrella, sino de la estrella de Venus, pues es la misma diosa la que guía la ruta de Eneas, “el hijo de Venus”. A los investigadores modernos no les ha costado mucho pesquisar la relación que establece Virgilio entre la estrella de Eneas y el sidus Iulium: se trata del mismo astro. Así como la divinidad guió a Eneas para fundar la nación romana, así también “la estrella de Julio” no es sino la estrella de Venus que lo declara un dios. Tras la muerte de Virgilio, Augusto se encargó de promocionar y exaltar su obra; La Eneida se volvió una pieza clave en la propaganda política del régimen imperial. La obra de Virgilio resaltaba precisamente la asociación del gens (familia, linaje) de Julio César con Venus y por tanto la conexión del mismo Augusto con los dioses: el Imperio era la voluntad de los dioses. Desde el inicio de su gobierno, en el 31 AC, Augusto no se cansó de grabar la imagen de Julio César y el sidus Iulium en estatuas, templos, mosaicos y monedas por todo el imperio. Los investigadores modernos han descubierto una creciente cantidad de monedas romanas del periodo con la efigie de César y la famosa estrella. Es indudable que para Augusto la estrella se convirtió en un asunto político-religioso de la mayor importancia, pues validaba con una aprobación divina la auctoritas de César y la suya propia. El éxito de su asociación con la divinidad se plasmó en el decreto del Senado que siguió a su muerte: el 14 DC el Senado lo declaró oficialmente divus Augustus (“divino Augusto”).

La historia del sidus Iulium o de la “estrella de Venus” es apenas un pequeño recordatorio de la importancia de las señales celestiales para confirmar los alegatos de autoridad de los gobernantes del mundo antiguo. Los esfuerzos de Augusto para difundir la asociación entre César y la famosa estrella fueron manifiestos para toda la población del Imperio. Herodes, el rey de Judea, debía su nombramiento real al favor de Augusto y sin duda que conocía muy bien la historia del sidus Iulium y su significado político-religioso. Con este trasfondo histórico podemos imaginar lo perturbador que debe haber sido para él la llegada de los magos del oriente guiados por una estrella que señalaba el nacimiento de un rey enviado por Dios. Notemos los términos en juego: estrella – rey – dios. Una historia familiar, ¿verdad? Sí, treinta años antes Herodes había conocido un relato muy similar difundido por la propaganda de Augusto… y miren los resultados. El ejemplo de César estaba muy fresco así que Herodes tenía buenas razones para estar preocupado: estrellas, dioses y reyes eran un cóctel político muy explosivo. Herodes concluyó lo que era evidente en el mensaje de los magos, el recién llegado sólo podía ser una amenaza a su autoridad y un peligro para la estabilidad político-religiosa de su reino. La reacción de Herodes ante el recién nacido debe entenderse a la luz del astrologizado mundo que habitaban Augusto, Herodes y compañía, un mundo donde no había espacio para más reyes o estrellas.

De seguro muchas veces nos habremos preguntado el porqué de la historia de la estrella de Belén, para qué se incluyó ese relato tan curioso en el evangelio de Mateo. Quizás el despliegue romano del sidus Iulium, pocas décadas antes del nacimiento de Cristo, nos ayude a hallar la respuesta. En el mundo grecorromano de la época los fenómenos celestes eran considerados parte de las credenciales de autoridad de quien pretendiera darse ínfulas de autoridad pública. Precisamente el recién nacido venía a ocupar el espacio público en Palestina, de modo que el que una estrella anunciara su nacimiento era muy apropósito para tal fin. Pero más importante aún, la estrella de Belén se nos aparece como un muy marcado contraste con el sidus Iulium. ¿Era la estrella de Belén parte de la polémica anti romana que hallamos a lo largo del Nuevo Testamento? Dicho de otro modo, ¿es la presentación de la estrella de Belén como una intervención divina en la historia una manera de desacreditar una señal falsa, el sidus Iulium? ¿Podríamos leer como si el evangelista nos dijera entre líneas: “Oigan, ustedes conocen esa historia de la estrella de César, pues es pura fantasía humana, un invento; esta señal en cambio es de verdad, aquí en serio va a nacer un Hombre-Dios, no como el falso dios, César, divinizado por los hombres?” El tema del mensaje anti romano del Nuevo Testamento escapa a nuestro breve análisis, pero el asunto es muy sugerente; mientras el mundo celebraba la “estrella de Venus” que convirtió en dios a un hombre, la estrella de Belén anunciaba que Dios mismo había venido a este mundo.

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