Ahora que en el hemisferio sur disfrutamos de
un caluroso verano y que el paisaje se llena de escenas de turistas ávidos de
sumergirse y refrescarse en las aguas dondequiera haya una buena playa, quizás
sea oportuno preguntarse cómo eran las actitudes frente al baño en tiempos
pasados, en otras épocas en las que no existía esta cultura de turismo y
veraneo que para nosotros hoy resulta tan natural. Por cierto, la industria del
turismo es un fruto más de la modernidad y ni hablar del ocio, que hasta el
siglo XX era patrimonio de las clases acomodadas, de modo que para la inmensa
mayoría de la población hasta antes de la era industrial no existía tal cosa
como el turismo, las vacaciones escaseaban y la presión por trabajar y producir
era omnipresente.
Sin embargo, como en todo orden de cosas,
siempre hay excepciones; cuando a una nación le iba bien era posible para su
población darse algunos gustos y algo de eso lo ejemplifica la antigua Roma.
Los restos arqueológicos, construcciones y viviendas recuperados de esa vieja
civilización nos enseñan que los antiguos romanos desarrollaron una avanzada
ingeniería para manejar el agua, con obras que nos maravillan hasta hoy (los
acueductos por ejemplo). El esfuerzo ingenieril no tenía que ver sólo con
necesidades básicas como satisfacer el requerimiento de agua de la población,
los romanos disfrutaban además del placer de un buen baño. Así, por ejemplo, las
célebres “chicas de bikini” descubiertas en la Villa del Casale (centro de
Sicilia), que probablemente representan sorprendentes escenas de mujeres
romanas haciendo deporte con lo que parece un antecesor de la famosa prenda. Devenida
con el tiempo en una industria propiamente tal, por otro lado, la construcción
de baños públicos parece haber principiado en el siglo II AC, cuando Roma
precisamente comenzaba a disfrutar los beneficios de la riqueza de su posición
dominante en el Mediterráneo. Los baños romanos seguían una rutina más o menos
común: primero se calentaba el cuerpo jugando con una pelota en el sfaeristerium; luego se entraba al tepidarium para transpirar todavía con
la ropa puesta; posteriormente la gente se desvestía en el apoditerium, donde era untada con aceite; en la etapa siguiente
venía un baño caliente, el caldarium,
y otro aún más caliente, el laconicum.
Verdaderos hornos puestos por debajo de estos últimos aseguraban una provisión
de agua a alta temperatura para los bañistas. Luego del tratamiento adecuado el
cliente se sumergía en las frías aguas del frigidarium,
de donde salía completamente renovado. Este despliegue en los baños iba de
acuerdo con la tradición romana de tomar las aguas en una sucesión de
diferentes temperaturas. Tal fue el éxito de los baños y la afición de los
romanos a ellos, que se los encuentra en todas partes y en diversidad de
tamaños y números: mientras Pompeya pudo haber tenido unos siete baños, en los
inicios del gobierno de Augusto debe haber habido en Roma sobre 150 baños
públicos y privados, una cifra que para los días de Constantino escaló a
cientos y que da muestra de la inclinación de los romanos por disfrutar de ese
placer; de hecho, en la aristocracia romana y en la familia imperial era común
darse varios baños al día.
Verdaderos saunas de la antigüedad, los baños
tenían se transformaron en una manera muy real en medidores del grado de romanitas (civilización); empero, tuvieron
también sus críticos. Plinio el Viejo y Séneca el Joven reclamarían por las
altas temperaturas, insinuando que en tiempos anteriores los baños no eran tan
calientes. Algunos sugieren que causaban incluso fatiga y desmayos. Por otro
lado, ciertos moralistas comenzaron a observar con sospecha los baños como
lugares de vicios e inmoralidades, acaso de encuentros sexuales. Hacia el año 403
Jerónimo, el célebre líder asceta y monje, escribía a Laeta, hija adoptiva de
Paula y una de sus discípulas en la elite romana:
“Con respecto al uso del baño, sé que algunos
se contentan con decir que una virgen cristiana no debiera bañarse junto con
eunucos o mujeres casadas… Yo mismo, sin embargo, desapruebo completamente los
baños para una virgen de cualquier edad… Por vigilias y ayunos ella mortifica
su cuerpo y lo lleva a la sujeción. Por una fría castidad busca extinguir la
llama de la lujuria y saciar los ardientes deseos de la juventud. Y por una
deliberada inmundicia estropea su atractivo natural. ¿Por qué entonces debiera
agregar combustible a un fuego dormido tomando baños?” Epístola 107.11, a
Laeta.
Si bien estas palabras están dirigidas a una
madre que quiere consagrar a su adolescente hija a la virginidad cristiana
(como monja), reflejan muy bien el desprecio de Jerónimo por los baños romanos
y la exaltación, en cambio, de la “inmundicia” como una virtud de una mujer
cristiana (en este caso una virgen). En sus cartas Jerónimo es muy generoso en
su exaltación de la suciedad como un indicador de la consagración cristiana
versus la falsa limpieza (limpieza exterior) de los paganos que acuden a los
baños, antros de inmoralidad sexual y corrupción.
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