lunes, 24 de mayo de 2010

Vidas Paralelas



Un clásico de clásicos, la famosa serie de biografías que redactara el notable escritor griego Plutarco hace diecinueve siglos permanece hasta nuestros días como modelo de narración y estudio psicológico de los personajes a los que describe. Con mucha más modestia, aquí sólo tomaremos prestado el título de su célebre obra para referirnos brevemente a dos vidas muy distintas, pero que cronológicamente corrieron paralelas.

Uno de nuestros personajes, el escritor, pastor y misionero holandés Wim Malgo (1922 – 1992) es ampliamente conocido en varios círculos evangélicos, particularmente por su famoso ministerio Llamada de Medianoche y por una prolífica producción de libros y revistas, mayormente abocadas a tratar temas de la profecía bíblica y la escatología, como el Apocalipsis y las relaciones entre Israel y la iglesia cristiana. El otro invitado de hoy, Michael Voslensky (1920 – 1997), escritor, sociólogo e historiador soviético de origen ucraniano, se hizo conocido en Europa occidental tras desertar de la Unión Soviética en 1972 y publicar en 1980 un libro que desvelaba el verdadero carácter de la clase dirigente rusa: “Nomenklatura: The Soviet Ruling Class” (hay edición en español de Argos Vergara: “La Nomenklatura, los privilegiados en la U.R.S.S.”)

Ya de partida podemos adivinar que las vidas de Malgo y Voslensky corren por carriles muy separados tanto en propósitos como en creencias e ideas, pero en algún momento, a comienzos de los ochenta, ambos autores coincidirán en ciertas apuestas acerca del futuro. Pero vamos por parte. Comencemos por Voslensky, el soviético que se pasó a Occidente quedándose en Alemania en los setenta. Voslensky fue testigo privilegiado de sucesos dramáticos de la historia europea reciente. En 1946, gracias a su dominio de varios idiomas, sirvió como intérprete en los juicios de Nuremberg a los dirigentes nazis; en los cincuenta se integró a la Academia de Ciencias de la URSS y trabajó muy cerca del Comité Central del Partido Comunista soviético. En una carrera de más de veinte años, Voslensky llegó a tener un conocimiento acabado y muy profundo de la realidad del sistema soviético desde dentro, pudo comprender y experimentar la situación del imperio soviético, oficialmente un país sin clases sociales, pero donde la aguda visión de Voslensky desnudó la realidad de una clase dirigente – la Nomenklatura – que controlaba todo el país como una verdadera dictadura. Cuando consideró prudente no regresar a la URSS, Voslensky se dedicó a poner por escrito sus ideas y así nació el descarnado análisis de la Nomenklatura plasmado en la obra referida más arriba. Voslensky expone en este libro no sólo el origen histórico de la nueva clase soviética, sus códigos de conducta, sus ambiciones geopolíticas e incluso detalles como su xenofobia y antisemitismo (herencias del pasado zarista), sino además se da tiempo para preguntarse sobre la viabilidad futura de esta sociedad soviética, dados los escollos económicos del “socialismo real”, todo ello haciendo uso del mismo análisis marxista con el que los jerarcas soviéticos hacían gárgaras. Precisamente por lo lúcido de su estudio, vale la pena citar aquí las palabras mismas de Voslensky:

La clase de la Nomenklatura tiene buenas razones para disimular esta tendencia, cuya dimensión histórica resulta particularmente peligrosa para el “socialismo real.” La declinación del orden social es inexorable cuando las relaciones de producción traban el desarrollo de las fuerzas productivas, y esta verdad forma parte del ABC del materialismo histórico. Ahora bien, este fenómeno, de enormes consecuencias, se manifiesta en el “socialismo real” y no en el capitalismo moderno. Uno puede arriesgarse, en consecuencia, a preguntar cuál de esas dos sociedades carece de porvenir: ¿es el capitalismo, como afirma Breshnev? Más exactamente cada una de estas sociedades tiene un porvenir, ¿pero cuál? El materialismo histórico considera que el conflicto entre relaciones de producción que frenan y fuerzas productivas que se expanden, conduce a una explosión social y desemboca en la formación de un orden social nuevo; a este estallido, el marxismo lo describe como una revolución social. Cualquiera que sea la forma de esa revolución (sea armada o pacífica la manera en que una clase social delegará, sin violencia, el poder en otra clase), su realidad es siempre el conflicto que acabamos de describir: el estallido de relaciones de producción que se han quedado ya demasiado estrechas. ¿Se puede afirmar que el “socialismo real” se encamina hacia una revolución, lo que se traduciría en la pérdida del poder por parte de la Nomenklatura? Resulta evidente que la Nomenklatura se esfuerza, en todos los sentidos, por impedir la germinación de tal idea.” (El destacado es nuestro).

Lo que Voslensky está apostando aquí es la posibilidad – para él bastante real – de que la Nomenklatura pierda el poder en la URSS, debido a la crisis económica que, siguiendo la estricta teoría marxista, debiera llevar a una revolución en la Unión Soviética. Cuando Voslensky escribe esto, a comienzos de los ochenta, el imperio soviético parecía eterno: cada año en la Plaza Roja el desfile de los proyectiles nucleares, tanques, aviones y tropas muestran al mundo el poder y la fuerza de los soviéticos. Hasta aquí Voslensky.

Volvamos ahora nuestra atención a Wim Malgo. Décadas de trabajo en Suiza y miles de ejemplares de sus revistas y libros traducidos a varios idiomas, extendieron con éxito el ministerio de Llamada de Medianoche a audiencias evangélicas en todo el mundo. Como adelantamos antes, el contenido de la literatura que produce Llamada de Medianoche gira esencialmente en torno a la profecía bíblica, especialmente la escatología o las doctrinas de los últimos tiempos. Cabe aclarar aquí que la visión que expone Malgo corresponde a lo que se conoce más popularmente en los círculos teológicos protestantes como dispensacionalismo. No tenemos el espacio ahora para desarrollar en extenso qué es este sistema doctrinal, pero suponemos que el lector evangélico tendrá una idea general al respecto. Empero, podemos detenernos en parte de la exégesis que desarrolla Malgo para ilustrar el contenido de sus enseñanzas. Siguiendo la lectura dispensacionalista estándar, esto es, literal, de las escrituras, Malgo creía que el Imperio Romano, en cuanto realidad territorial o geopolítica, iba a reaparecer en Europa, es decir, veríamos el surgimiento de un supra estado cuyas fronteras territoriales se aproximarían a los antiguos límites imperiales romanos. En sus libros Malgo expone su idea de que el núcleo de esta nueva versión imperial sería la Unión Europea, la comunidad de estados europeos que a comienzos de los ochenta comprendía a poco más de diez naciones del occidente europeo. Según él lo ve, esta confederación se extendería hasta abarcar más y más estados que geográficamente se ubican en los antiguos límites romanos en torno al Mediterráneo, lo que supone que debiera incluir a países musulmanes del norte de África y del Medio Oriente. Esto a su vez formaría parte de una serie de acontecimientos que estaban asociados a los últimos tiempos profetizados en la Biblia. ¿Cuándo tendría lugar todo esto? Malgo se cuida de aclarar que sólo Dios sabe la fecha exacta de tales acontecimientos, pero deja un espacio para especular según algunos datos que se conocían entonces. Por ejemplo, Malgo cita las palabras de Jesús a propósito de su discurso escatológico en Mateo 24: “De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que todo esto acontezca” (Mateo 24:34). Malgo toma como punto de referencia la fundación del moderno estado de Israel en 1948, lo que combina con el hecho de que una generación bíblica tradicionalmente comprende un período de cuarenta años. Entonces se pregunta qué pasaría si Mateo 24:34 se refiriera a la fundación de Israel; entonces tendríamos que: 1948 + 40 = 1988. ¿Tendrá algo especial el año 1988? Malgo deja la pregunta abierta; cuando él escribe a comienzos de los ochenta, muchos de sus lectores deben haber esperado el año 1988 con expectación de lo que podría pasar. ¿Por qué tomar como referencia la fundación de Israel? Como muchos dispensacionalistas, Malgo daba una especial relevancia al estado de Israel en su lectura bíblica y profética; de hecho publicaba una revista al respecto: “Noticias de Israel.” En definitiva, Malgo esperaba que la Unión Europea se extendiera hasta abarcar a grandes rasgos los territorios del antiguo Imperio Romano en torno al mediterráneo. Creía además que estos acontecimientos eran inminentes (¿1988?) o en el mejor de los casos que estaban por realizarse en un futuro muy próximo.

Ahora podemos volver a mirar a ambos autores y repasar qué pensaban ellos que podría ocurrir en el futuro cercano. Los dos escribían a comienzos de los ochenta, pero aunque vivían los mismos sucesos en la Europa atrapada por la guerra fría, sus especulaciones siguieron caminos muy distintos. Voslensky, como hemos visto, esperaba que tuviese lugar un estallido en la URSS, desde dentro del sistema, una revolución en el clásico sentido del materialismo histórico. El resultado de esa revolución tendría que significar el fin del régimen de la Nomenklatura, la clase privilegiada denunciada por Voslensky. Malgo, por su parte, esperaba que en los próximos años la Comunidad Europea siguiera creciendo hasta abarcar los antiguos territorios imperiales romanos, es decir, creciendo en torno al Mediterráneo. Intuía además que a fines de los ochenta o comienzos de los noventa podrían ocurrir sucesos escatológicos relevantes. ¿Qué sucedió finalmente?

Bueno, nosotros tenemos ahora el beneficio de la historia para juzgar cuál fue la suerte de las especulaciones sobre el futuro de uno y otro autor. En 1988 no sucedió nada especial, escatológicamente hablando, pero entre los años 1989 y 1990 efectivamente tuvieron lugar eventos increíbles que cambiaron dramáticamente el tranquilo mapa de Europa luego de cuarenta y cinco años de paz. Sin embargo, huelga decirlo, estas transformaciones se hallaban muy lejos de las expectativas de Wim Malgo. Efectivamente la Comunidad Europea continuó extendiéndose tras la caída de la URSS, pero el sentido geográfico y geopolítico de esa expansión no fue en ninguna manera el esperado por Malgo. La unión sigue siendo esencialmente europea y, al menos hasta el presente, no se observa ninguna posibilidad real de que se pudiera abrir para incorporar a los países musulmanes del norte de África. Incluso Turquía, con un pequeño pedazo de territorio europeo, ha tenido problemas hasta nuestros días para ser recibida como país miembro, debido al temor o preocupación que sienten la mayoría de los europeos de tener entre ellos a un país musulmán de más de 70 millones de habitantes. La unión ha crecido, sí, pero no en torno al mediterráneo, sino hacia los países eslavos ex integrantes del bloque soviético, hasta abarcar casi toda Europa, menos Rusia. Basta mirar el mapa europeo para entender que la idea de Malgo sobre una hipotética restauración de las fronteras imperiales romanas está desahuciada en el estado actual de las cosas. Por el contrario, la tesis de Voslensky sobre un eventual colapso y revolución dentro de la URSS parece casi historia escrita de antemano. Se puede decir que, a grandes rasgos, su evaluación del devenir de la URSS no pudo ser más acertada. La implosión del imperio soviético y su consiguiente fragmentación en un conjunto de estados menores, muchos de los cuales se integraron luego a la Unión Europea y a la OTAN, nos parece tan evidente ahora que fácilmente podemos pasar por alto lo improbable de la caída del imperio soviético cuando Voslensky escribía al inicio de la década de 1980.

A casi treinta años, dos vidas que corrían paralelas, la de Voslensky el historiador y la de Malgo el pastor, se detuvieron por un instante para preguntarse acerca del futuro; mirando retrospectivamente, Voslensky parece haber sido mucho más acertado que lo que lo fue Malgo. Esta lección de la historia reciente debiera llamar a precaución a quienes estudian hoy en día las escrituras, en particular cuando la profecía bíblica es invocada para defender o atacar distintas posiciones ideológicas, cuando no es usada ligeramente en la política contingente. La necesidad o la tentación de usar la Biblia para entender la historia es un ejercicio que se ha practicado desde hace mucho tiempo, pero es un ejercicio que requiere maestría y una buena dosis de humildad por parte de sus practicantes. Con tanta novedad apocalíptica rondando incluso en los cines y en los medios de comunicación, sin duda muchos volverán a jugar este juego nuevamente; tal vez sería bueno recordar entonces el capítulo de Malgo y de Voslensky.

jueves, 13 de mayo de 2010

La Biblioteca de Isaac



Isaac Newton ha sido considerado generalmente como el más grande científico de todos los tiempos. Su solo nombre es sinónimo y paradigma de científico para la mayoría de la gente. Una reputación muy bien ganada por cierto, considerando la sorprendente producción científica de sus experimentos y sus escritos sobre diversas materias, tales como el cálculo, la geometría, la física, la óptica, por nombrar las más conocidas. ¿Qué esperaríamos hallar en la biblioteca de un científico de la talla de Newton? La respuesta también parece obvia para la mayoría de nosotros: una amplia colección donde dominen los libros sobre los temas predilectos de su investigación científica. Veamos qué encontramos en la biblioteca de Isaac.

Para quienes vivían en la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII una biblioteca debe haber sido algo muy cercano a lo que son los televisores gigantes hoy en día para juzgar el estatus social de una persona. Así como las pulgadas de pantalla pueden decirnos algo de los dueños de casa, igualmente el tamaño de la biblioteca de una casa era tal vez un buen indicador para ubicar a las personas en su categoría de clase. Los grandes personajes de la Inglaterra de aquellos años – políticos, aristócratas, filósofos, artistas famosos – tenían a su haber bibliotecas amplias llenas de volúmenes sobre todo lo conocido entonces, para entretener así las largas horas de vida familiar. La biblioteca de Newton no era tan completa e impresionante como la de otros hombres de la alta sociedad inglesa (como el caso de su amigo Locke por ejemplo), pero estaba muy bien dotada y debe haber sido la envidia de varios.

Los mejores textos de ciencia de la época definitivamente eran parte de la biblioteca. Así podemos encontrarnos con, por ejemplo, el De Revolutionibus de Copérnico, las Tablas Rudolfinas del destacado astrónomo alemán Johannes Kepler, el Sidereus Nuncius (“Mensajero celestial”) de Galileo, junto a ellos el filósofo inglés Francis Bacon y su “Of the Advancement and Proficience of Learning” y los “Principia Philosophiae” de Descartes, así como textos experimentales del también inglés Robert Boyle. Todos ellos eran autores de renombre y reconocidos sabios de su tiempo, a los que el joven Newton dedicó su lectura y a los que sin duda debe mucho de sus propios logros en ciencia. Junto a estos destacados autores allí estaban también una gran cantidad de otros libros de matemáticas, geometría, álgebra, física, mecánica, astronomía y otras materias de filosofía natural. Pero lo cierto es que los textos de ciencia propiamente tal apenas representaban el 12% del material total de la biblioteca de Isaac Newton: había 126 libros de matemáticas, 52 de física y sólo 33 de astronomía. ¿El resto?

Parafraseando al notable historiador de la ciencia Gerald Holton lo que mencionamos antes bien pudiera describirse como los textos de la ciencia pública de Newton, aquella actividad por la que era más conocido y a la que debe su fama como científico. Sin embargo, en paralelo a esta imagen pública, Newton estaba entregado a otras disquisiciones para él tanto o más importantes y a las que podríamos denominar en conjunto como su ciencia privada, o sus conocimientos privados, de los cuales sus contemporáneos poco o nada llegaron a saber. En el marco de esta ciencia privada, Newton estaba consagrado en cuerpo y alma a la investigación de la alquimia, la teología, la historia de la iglesia y otros asuntos poco ortodoxos para nuestra imagen de lo que es un científico. De los cerca de 1752 libros que se han catalogado en la biblioteca de Newton, cerca de 477 (un 27%) trataba sobre teología o temas teológicos – con especial énfasis en el Apocalipsis - y otros 169 (casi la décima parte) sobre alquimia.

La alquimia, por ejemplo, fue una actividad a la que Newton tempranamente destinó tiempo y recursos desde sus días en Cambridge, donde adquirió un horno y reactivos químicos. El Theatrum chemicum, de Lázaro Zetzner, una colección en seis volúmenes, representa un pesado compendio de alquimia que al parecer Newton usó con regularidad, si bien no fue el único. Por sorprendente que pueda parecernos, Newton dedicó buena parte de su estadía universitaria a su laboratorio, a tal punto que hoy algunos investigadores sugieren que su quiebre nervioso hacia el año 1693 pudo deberse a un envenenamiento con mercurio. Como la alquimia había ganado un aire de heterodoxia y de ocultismo, incluso estaba sujeta a ciertas restricciones y penas en Inglaterra, Newton el alquimista fue un personaje desconocido en su época.

La cronología o los estudios de la historia antigua basada en los registros históricos de la Biblia fue otra pasión de Newton. También lo fue su investigación sobre el pueblo judío y su evolución desde la antigüedad hasta sus días. Newton disponía de cinco títulos del célebre pensador judío medieval Moisés Maimónides, con signos de mucho uso, un autor al que cita frecuentemente y con el cual al parecer llegó a sentir cierta afinidad espiritual. La Biblia en hebreo de su biblioteca también presenta evidencias de haber sido muy usada, incluso con anotaciones en latín de su puño y letra. Además de la Biblia hebrea, Newton disponía de gramáticas y diccionarios de hebreo; hasta un libro sobre antiguas monedas judías dejan de manifiesto su fascinación por la historia del pueblo judío. Aparte de Maimónides, Newton también tenía una edición de Filón, el principal pensador judío en días de Cristo, y su interés por la metafísica judía le llevó a adquirir la Kabbala denudata de Christian Knorr von Rosenroth, si bien aquí hay que aclarar que su juicio sobre la Cábala judía fue más bien lapidario, por considerarla como elucubraciones fantasiosas.

En materias teológicas, Newton nos depara aún más sorpresas. El Nucleus historiae ecclesiasticae de 1669 era una obra de gran erudición, fruto del trabajo del destacado autor arriano alemán Christopher Sand. Newton tuvo en su colección al menos unos ocho títulos de autores socinianos, además de una obra de los unitarios – socinianos ingleses, The Faith of the One God (“La fe del Dios Uno”). Entre estas obras Newton tenía cuatro títulos del famoso hereje italiano Fausto Sozzini, precisamente a quien debe su nombre el movimiento sociniano en el siglo XVI, uno de los cuales versaba sobre el espinoso tema de la preexistencia de Cristo. También estaban allí los libros de Samuel Crell, otro autor sociniano, comentarios sobre 1 y 2 de Tesalonicenses y sobre la introducción del evangelio de Juan (“El Verbo era Dios”). De los principales reformadores protestantes de la centuria anterior casi nada: sólo dos títulos de Lutero y uno de Calvino (la Institución de la Religión Cristiana). Newton llegó a tener una colección de más de treinta Biblias en distintos idiomas (aparte del inglés, en francés, hebreo, griego, latín, siríaco), varias de ellas con señas inequívocas de haber sido usadas intensamente, tal como señaláramos más arriba con el ejemplar en hebreo. ¿Cómo entender a este científico que tenía casi la misma cantidad de libros de astronomía que de Biblias? ¿Qué explicación tiene esta abundancia de libros teológicos en la biblioteca del mayor científico de la historia? La ciencia y la teología de los días de Newton eran una cosa distinta de la ciencia y la teología de nuestros días. En la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII, la fe cristiana tenía un peso mucho mayor como elemento incluso para definir al mismísimo estado y sus instituciones. La ciencia de la época contribuía con sus conocimientos a apuntalar la fe cristiana que a su vez sostenía todo el tejido social. A diferencia de nuestra experiencia contemporánea, en la que la fe es un asunto personal y el estado y la ciencia manejan sus intereses con independencia de las creencias de sus ciudadanos, en los tiempos de Newton la heterodoxia – religiosa, política o científica – era una cuestión que podía arriesgar la unidad nacional y por lo mismo era un tema complejo e incluso peligroso. Newton compartía con sus coterráneos su preocupación por el conocimiento verdadero o mejor por una filosofía verdadera, una filosofía que buscaba por igual la verdad en las escrituras y en la naturaleza. Más aún, Newton estaba convencido de que esta filosofía verdadera era a la vez antigua, había sido revelada por Dios a los hombres de la antigüedad, a los hebreos de los días de la Biblia. Para él, la búsqueda de esa verdad era siempre una misma cosa, fuese hecha en el laboratorio, en la investigación filosófica o en el estudio de las escrituras. Su biblioteca es un claro ejemplo de la amplitud de esta búsqueda a la vez filosófica y espiritual.

jueves, 6 de mayo de 2010

Cosas nuevas, cosas viejas





Hay fechas que siempre generan gran convocatoria en América Latina y sin duda una de ellas es el 1 de mayo, la fiesta del día del trabajo. Ello amerita hacer un alto en nuestra temática cotidiana y volvernos por un instante a un momento histórico y a un documento que, al menos en el discurso, ha tenido asimismo una gravitancia no menor en nuestro continente. Corría el año 1891 cuando el Papa León XIII sorprendía a sus feligreses con la encíclica Rerum Novarum (“Cosas Nuevas”), en la que se abocaba a tratar la “cuestión obrera”, los asuntos de sindicatos, trabajadores, el capital y las luchas sociales. Este documento ha sido considerado tradicionalmente por las organizaciones políticas y sociales católicas como un texto fundamental y punto de partida del catolicismo moderno. En Chile, por ejemplo, partidos diversos como la Democracia Cristiana, o de derechas, como Renovación Nacional y la UDI, lo tienen como un punto de referencia de sus principios cristianos en política; ejemplos que se podrían multiplicar en toda Latinoamérica.

Pero, ¿qué podemos decir desde una mirada protestante ante tan magno documento? Para quien haya leído su breve contenido hay varias cosas que llaman la atención, ya desde la partida. León XIII nos aclara que su preocupación por la situación de los obreros y la economía corre a la par que su interés por otras situaciones, “lo que hemos acostumbrado, dirigiéndoos cartas sobre el poder político, sobre la libertad humana, sobre la cristiana constitución de los estados y otras parecidas”. ¿Qué entendía León XIII por libertad? Vicenzo Gioacchino Pecci, el verdadero nombre del Papa, había hecho una larga carrera en la curia romana, incluida una estancia en Bélgica entre 1843 y 1846. De aquellos años había anidado en su ser un profundo rechazo contra los políticos liberales. De regreso en Italia, se unió a los que pedían al Papa una condena absoluta contra las nuevas tendencias políticas que eran rebeldes a Roma, lo que se plasmó a su vez en una serie de documentos de triste recuerdo, tales como el Syllabus Errorum de 1864, en las que Pío IX condenaba todas las ideas asociadas a lo que conocemos como las democracias constitucionales o a la modernidad. Los estados constitucionales eran tan repulsivos para Pío IX como para el entonces cardenal Pecci. Cuando en 1878 Pecci se convirtió en Papa, continuó en lo general la línea ultra conservadora de sus antecesores. Visto en perspectiva, hay que tener presente que los Papas del siglo XIX, Gregorio XVI (1831 – 1848), Pío IX (1848 – 1878) y León XIII (1878 – 1903) fueron todos ellos monarcas absolutos, que condenaron categóricamente la libertad de prensa y de culto, así como los estados democráticos y constitucionales modernos; todo lo que se opusiera a los privilegios y a los poderes del clero fue objeto de la ira de estos Papas. Cuando nos habla de libertad, debemos tener muy presente que León XIII entendía por libertad una cosa muy distinta y restringida.

Pero no todo en la vida puede ser condenar y condenar. León XIII se distinguió de sus antecesores por comprender que había que proponer algo, después de todo se trataba de revertir la situación de entonces, tan opuesta al catolicismo, incluso en los propios estados católicos. Así que la Rerum Novarum se convirtió en la carta de presentación de León XIII ante el mundo moderno, su llamado a reconquistar a un mundo hostil a la clerecía católica. En sus breves páginas, León XIII adopta una postura salomónica: condena por igual el capitalismo y el socialismo; al primero lo hace objeto de rechazo por su maltrato de los obreros y su codicia, al segundo por su espíritu marxista y por tanto ateo. A nadie podría sorprender ambas condenas. Si viviéramos a fines del siglo XIX, se nos haría evidente que las principales potencias capitalistas eran naciones protestantes: Estados Unidos en América, Gran Bretaña y Alemania en Europa. El capitalismo y la industrialización eran parte de la estructura de las naciones protestantes que campeaba por entonces en el mundo. Evidentemente que las sociedades construidas a espaldas del Papa y contrarias a las enseñanzas católicas – como las de los estados protestantes – no podían dar origen a nada bueno; alejados de Dios y de la verdadera iglesia romana, los herejes protestantes sólo podían haber edificado estados basados en la injusticia, donde la explotación de los trabajadores en las fábricas iba de la mano con la ausencia de las enseñanzas católicas y sus obras sociales, donde falsas iglesias engañaban al pueblo y no se escuchaba la voz del Papa como una guía moral de la nación. De todos los males que había causado la herejía protestante, la destrucción moral y social del capitalismo era una de sus consecuencias mayores. Así que León XIII es categórico en condenar este capitalismo sin alma. Pero la crítica al capitalismo ya tenía un adalid, el socialismo, que había hecho grandes avances tanto en estados protestantes como católicos, incluso con fuerza en la misma Italia. El socialismo, por su origen marxista y por tanto materialista, tampoco era una opción para León XIII: “De todo lo cual se sigue claramente que debe rechazarse de plano esa fantasía del socialismo de reducir a común la propiedad privada, pues que daña a esos mismos a quienes se pretende socorrer, repugna a los derechos naturales de los individuos y perturba las funciones del Estado y la tranquilidad común.” León XIII no puede estar más lejano de la idea socialista fundamental de eliminar la propiedad privada y reemplazarla por la propiedad colectiva.

En medio de toda esta discusión sobre capitalismo y socialismo, bien pudiera uno preguntarse ¿en base a qué el Papa pretende zanjar las diferencias entre uno u otro?, ¿con qué derecho tendría el Papa que decirnos cuál es el camino a seguir en esta coyuntura política, social y económica? León XIII parece haber intuido la pregunta sobre la pertinencia de su enseñanza y nos aclara que:

afirmamos, sin temor a equivocarnos, que serán inútiles y vanos los intentos de los hombres si se da de lado a la iglesia. En efecto, es la iglesia la que saca del evangelio las enseñanzas en virtud de las cuales se puede resolver por completo el conflicto, o, limando sus asperezas, hacerlo más soportable; ella es la que trata no sólo de instruir la inteligencia, sino también de encauzar la vida y las costumbres de cada uno con sus preceptos; ella la que mejora la situación de los proletarios con muchas utilísimas instituciones; ella la que quiere y desea ardientemente que los pensamientos y las fuerzas de todos los órdenes sociales se alíen con la finalidad de mirar por el bien de la causa obrera de la mejor manera posible, y estima que a tal fin deben orientarse, si bien con justicia y moderación, las mismas leyes y la autoridad del Estado.”

Con que León XIII afirma la pertinencia de su enseñanza sobre estos asuntos en que la iglesia es fundamental para resolver la “cuestión social” y en las doctrinas del evangelio que son claves para la sana convivencia social entre ricos y pobres. De aquí en más, León XIII volverá una y otra vez en este documento sobre la enseñanza del evangelio para impartir principios que resuelvan el conflicto político – económico – social que se vivía en el siglo XIX. Sin embargo, en este punto específico, la postura que adopta León XIII no puede ser más extraña. Podemos estar de acuerdo con León XIII en que, en su estado puro, ni el capitalismo ni el socialismo pueden asemejarse a las enseñanzas de Cristo; también compartimos con agrado su interés y dolor por la situación de explotación de los obreros industriales; incluso podríamos alegrarnos de que un líder religioso sueñe con una sociedad más cristiana. Pero al leerle, da la impresión de que el Papa apareció de repente en Europa o parece haber descendido desde el espacio exterior y, oh sorpresa, encontrarse de sopetón con el mundo dividido entre capitalismo y socialismo. Lo que no calza en este relato del romano pontífice es que los Papas no aparecieron en 1891, sino que tienen una larga y conocida historia. Más aún, en los procesos históricos que dieron origen tanto al capitalismo como al socialismo, los Papas no estuvieron ausentes ni fueron meros espectadores, sino que jugaron un rol muy activo, directa e indirectamente, tanto ellos como la jerarquía sacerdotal que estaba a sus órdenes. Es precisamente ese silencio sobre su pasado, al que jamás León XIII hace mención a lo largo de la encíclica, lo que llama la atención de un lector atento.

Para poner más en perspectiva el problema, un buen ejercicio es retroceder en el tiempo, digamos hasta la Europa de comienzos del siglo XVI, justo cuando estalla la reforma protestante. Por aquel entonces, las principales potencias europeas eran estados católicos; países como España, Portugal, Francia y los estados italianos, controlaban el comercio y las riquezas europeas. No hablamos aquí sólo de la riqueza material; en la educación, las ciencias y las artes, la Europa meridional era por lejos el centro del continente. Entre las cortes de Francia, España e Italia se encontraban repartidos los pintores, escultores, arquitectos, ingenieros, músicos, matemáticos y profesores de renombre, sobre todo los grandes personajes asociados a la época dorada del renacimiento italiano, los Da Vinci, Miguel Angel o Brunelleschi que marcaban la pauta de las tendencias europeas. A más abundamiento, a esta Europa rica comenzaban a llegar todavía más riquezas embarcadas en los incontables galeones españoles que cruzaban el Atlántico para inundar a España con el oro y la plata de sus nuevas colonias americanas. Mientras la Europa mediterránea vivía el éxtasis de la riqueza comercial, cultural y del poder político, el contraste con la Europa del norte no podía ser mayor. Como algunos historiadores han señalado con agudeza, al norte de los Alpes con suerte se podría hallar a tres humanistas de rango continental: el alemán Reuchlin, el holandés Erasmo de Rótterdam y el inglés Tomás Moro. El resto, la inmensa mayoría de la intelectualidad europea vivía en los estados católicos del sur. De modo que cuando se estudia la reforma protestante una de las condiciones que normalmente se pasa por alto es precisamente este notable cuadro de una Europa pobre en el norte sublevándose contra la Europa rica del sur. Sí, efectivamente los herejes que desafiaron a la autoridad del Papa, los sajones que siguieron a Lutero, eran vistos desde Roma – probablemente con justa razón – como un país periférico y de menor importancia. Baste recordar que la universidad de Wittemberg, corazón del movimiento luterano, contaba apenas algunas décadas de existencia, cuando las universidades españolas, francesas o italianas tenían ya una vida de siglos. Las naciones que abrazaron la herejía protestante, primero los estados alemanes, luego Inglaterra, Holanda o los cantones suizos, eran todos estados de segunda o tercera categoría en el cuadro político – económico de la época; para el liderazgo católico de Roma o Madrid era evidente que la ventaja estaba de su parte, aunque no sea posible precisar hasta qué punto este sentimiento de superioridad influyó en su rechazo y menosprecio hacia los protestantes. En resumen, los estados católicos en el siglo XVI eran por lejos más ricos, poderosos e influyentes que los sublevados y empobrecidos estados protestantes del norte. Más aún, desde 1492 el desnivel de recursos a favor de la causa católica será incluso mayor.

Cuando en el siglo XVI los Papas organizaron la Contrarreforma, el movimiento que se dispuso a combatir y contraatacar al protestantismo, se tomaron decisiones claves para organizar mucho más que sólo la religión católica. La Contrarreforma supuso exactamente el mismo ejercicio que León XIII nos propondría en 1891, esto es, usar los principios cristianos definidos por el romano pontífice – principios católicos – para organizar la iglesia, la sociedad, la cultura, en suma, el nuevo estado católico. Así que, el ejercicio de León XIII ya había tenido lugar en el siglo XVI: los principios del evangelio fueron invocados igualmente por los protestantes en el norte y por los católicos en el sur para construir un nuevo modelo de países. ¿Qué pasó entonces? En el transcurso de poco más de trescientos años la historia se invirtió de una manera impresionante. La Europa rica del sur se empobreció, mientras la Europa pobre del norte se enriqueció. Las que habían sido grandes potencias católicas se hallaban ahora en franco proceso de decadencia, siendo quizás España el caso más particularmente llamativo y perturbador. Por el contrario, los que habían sido países protestantes de segunda categoría, como Inglaterra, eran ahora potencias europeas, potencias mundiales. Pero, entonces, ¿cómo explicar estas enormes diferencias entre países que básicamente habían apelado al mismo evangelio? ¿Por qué los estados protestantes prosperaron y se enriquecieron, mientras los católicos se empobrecieron? ¿Qué pasó con la enorme superioridad de recursos que América aportó, por ejemplo, a España? ¿Eran acaso los protestantes más inteligentes y los católicos más torpes, por eso unos triunfaron y otros fracasaron? Preguntas difíciles, pero aunque no podamos responderlas en plenitud a lo menos hay pistas que nos ayudan a enfrentar el problema.

Desde los días del emperador Constantino, el modelo autoritario de iglesia y estado caló hondo en el clero medieval. Los Papas, sucesores de los césares, fueron siempre monarcas absolutos y autócratas que no daban cuenta a nadie de sus actos más que a Dios. Este modelo de “iglesia” – que por cierto tiene poco y nada de la iglesia del nuevo testamento – fue a su vez el espejo de la sociedad y el poder civil construidos por los Papas; de modo que el autoritarismo eclesiástico se convirtió a su vez en soporte de sociedades y estados autoritarios. Dentro de este esquema autoritario, la violencia era la manera última de resolver los problemas; como la violencia suprimió los espacios de disidencia, el resultado fue engendrar sociedades de desconfianza. Por el contrario, en los estados protestantes la Reforma implicó – aunque fuera lentamente - romper con el autoritarismo, aceptar la disidencia y dar lugar a sociedades donde se podían construir relaciones de confianza. El giro de la historia no tiene que ver con un problema de inteligencia: ni los protestantes eran genios, ni los católicos estúpidos. El giro de la historia tiene más que ver con los resultados concretos de las distintas exégesis de unos y otros: aunque sin imaginarlo, los protestantes construyeron sociedades de confianza, los católicos construyeron sociedades de desconfianza. Estas sociedades de confianza – los países protestantes – se desarrollaron y se enriquecieron, mientras las sociedades de desconfianza - los países católicos – involucionaron y se empobrecieron. España y los estados latinoamericanos son buenos ejemplos de cómo los principios definidos en Trento crearon sociedades de desconfianza, incluso hasta nuestros días. Gran Bretaña y los Estados Unidos son buenos ejemplos del camino inverso.

Quizás ahora podemos volver a 1891 y a León XIII y releer la Rerum Novarum bajo otra luz. La búsqueda y aplicación de principios cristianos para construir sociedades mejores era un ejercicio que ya había sido practicado en el siglo XVI precisamente con motivo del quiebre catolicismo – protestantismo. Las dispares consecuencias de ese ejercicio ya estaban claras para 1891, sin embargo León XIII no hace mención alguna a esta historia y a sus enseñanzas en su encíclica. No hay ninguna palabra del Papa que nos aclare por qué los países católicos están en el calamitoso estado en que se encuentran, considerando lo ricos que habían sido y lo mucho más que se habían enriquecido desde 1492. Tampoco León XIII nos aclara por qué fue en un país católico como Francia donde se materializaron por primera vez los principales experimentos socialistas (recordar la Comuna de París en 1871) o abiertamente paganos (el culto a la diosa Razón después de 1789) de los tiempos modernos. Capitalismo y socialismo no nacieron de la nada, profitaron de ciertas condiciones sociales para desarrollarse; en la superficie pareciera que las sociedades de confianza protestantes alentaron el desarrollo de la democracia y el capitalismo, y al revés, las sociedades de desconfianza católicas alentaron el desarrollo de autoritarismos y revoluciones socialistas. En un nivel más profundo, las distintas exégesis y prácticas religiosas de protestantes y católicos ayudaron o perjudicaron al desarrollo de sus respectivos países. Lamentablemente en Latinoamérica existe poca o nula crítica cuando se trata de documentos papales. Muy probablemente una gran mayoría de quienes se identifican con la Rerum Novarum como base de su acción social desconocen que su autor era un autócrata a la antigua, que no creía ni en la libertad de culto ni en la democracia y que suspiraba con nostalgia por una época desaparecida en que los Papas tenían territorios y ejércitos bajo su mando. Para cuando León XIII redactaba su encíclica parece haber ignorado por completo que trescientos años antes se habían jugado las cartas del progreso o del subdesarrollo de muchas sociedades; después de todo no eran cosas tan nuevas sobre las que trataba la encíclica, sino cosas viejas, muy viejas.

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