martes, 21 de diciembre de 2010

Las estrelladas noches navideñas

En nuestro artículo anterior reflexionábamos sobre las historias y el enigma que rodea a la famosa estrella de Belén, uno de los protagonistas de la historia evangélica del nacimiento de Jesús. Ahora dedicaremos un tiempo a relajarnos contemplando las noches estrelladas de esta navidad, procurando comparar nuestra vista nocturna actual versus la que pudieron haber tenido los habitantes de Jerusalén hace dos mil años. En el ejercicio que sigue nuestro puesto de observación será Santiago, la capital chilena. Para cualquier otra ubicación el lector puede escribirnos para que le hagamos llegar una descripción adaptada a su locación, aún cuando en Chile al menos las características de observación no variarán sustancialmente en la zona central del país.

Si nuestra ubicación fuera Jerusalén, en el hemisferio norte, los magos deben haber mirado hacia el sur, que es por donde vemos la ruta que siguen el sol, la luna y los planetas, ruta que se conoce en el lenguaje técnico como eclíptica. Como nos hallamos en el hemisferio sur, la situación aquí es a la inversa, es decir, debemos mirar hacia el norte. La noche de navidad, mirando hacia el norte, hacia las 21:30 horas veremos al planeta Júpiter reinando en los cielos nocturnos.


Si quisiéramos incorporar la imaginería de las constelaciones, entonces apreciaríamos la posición de Júpiter en la constelación de Piscis, tal como se ve en la imagen siguiente.



Notar que debajo de Júpiter está Piscis y debajo de ésta se haya la constelación de Pegaso o el cuadrado de Pegaso, claramente distinguible por su distintiva forma geométrica. Es importante recordar que las constelaciones son solamente imágenes superpuestas que la mente humana ha identificado en el cielo, facilitando así la identificación de las estrellas, al asociarlas a determinadas “figuras”; por consiguiente, las constelaciones son sólo un recurso ficticio, que no tienen existencia en la vida real, no existen físicamente “allá afuera”. Esta es una diferencia cualitativa fundamental entre nosotros y los pueblos de la antigüedad, que imaginaban que estas figuras sí correspondían a entidades reales. El uso histórico ha mantenido el recurso a usar las constelaciones, aunque sepamos nosotros que son sólo imaginarias; por lo demás es la forma más fácil de identificar o discriminar entre distintas estrellas en una noche cualquiera, de otro modo sería muy difícil hacer un seguimiento visual elemental de los cuerpos celestes. Así, cuando decimos que Júpiter está en Piscis, el observador tiene más claro dónde buscar al planeta rey: en la región del cielo que corresponde a tal constelación. Cabe recordar que hacia el año 3 a. C. y 2 a. C. Júpiter se hallaba en la constelación de Leo, el león. Como la órbita de Júpiter se haya más lejos del sol y al gran planeta le toma doce años terrestres dar una vuelta en torno al sol, entonces tenemos que Júpiter permanece aproximadamente un año en cada constelación del zodiaco. Es decir, en 2011 veremos esta misma imagen pero con Júpiter en Aries, en 2012 Júpiter estará en Tauro, en 2013 en Géminis, en 2014 en Cáncer y en 2015 estará en Leo; así que habrá que esperar hasta el 2015 para ver una escena como la que se registró en los cielos de Jerusalén hacia el nacimiento de Cristo, con Júpiter cerca de Regulus, la estrella principal de Leo.

martes, 7 de diciembre de 2010

Historias de Navidad


Ahora que estamos en vísperas de Navidad y las correspondientes fiestas de fin de año, vale la pena destinar un tiempo a repasar la larga y enjundiosa discusión histórica que ha rodeado a uno de los protagonistas destacados de este conocido relato: la estrella de Belén. Durante siglos, durante dos mil años, este misterioso astro ha suscitado una diversidad de opiniones y juicios, a veces encontrados, para dilucidar o entender qué cosa era realmente esta estrella, acaso la más famosa de la historia. ¿Fue una estrella especialmente creada por Dios para la ocasión y por tanto única e irrepetible? ¿O fue un suceso natural, capitalizado por la providencia divina? Si esto último es así, ¿qué clase de objeto realmente fue? ¿Un meteorito, un cometa, una supernova, una conjunción planetaria, una estrella variable?

De partida hay que recalcar el carácter altamente especulativo del asunto, pues lo cierto es que la limitada información que proporcionan los evangelios no nos permiten hacer un juicio categórico acerca de la naturaleza de dicha estrella. En el mejor de los casos podríamos descartar algunas situaciones, a partir de las descripciones bíblicas, pero no podemos ir mucho más allá. Veamos entonces qué se puede decir acerca de la famosa estrella de Belén.

La información básica acerca de la estrella la hallamos en el relato de Mateo 2:1-12. Para comenzar hagamos un catastro de qué cosas sabemos acerca de la estrella:

(1) indicaba el nacimieno del Mesías
(2) significaba realeza o un carácter real
(3) estaba estrechamente relacionada con el pueblo judío
(4) apareció por el este como una estrella cualquiera
(5) apareció en un momento específico
(6) no era fácil identificarla (ni por Herodes ni por los judíos)
(7) permaneció visible por un largo tiempo
(8) permaneció delante de los magos hasta que llegaron a Jerusalén
(9) se detuvo en Belén

¿Cuándo apareció la estrella? Se ha propuesto una fecha variable entre el 7 a. C. y el 1 a. C. Si se consulta el registro histórico, se verá que esos años fueron testigos de una inusitada actividad astronómica, con una serie de fenómenos celestes que se presentan sólo muy de cuando en cuando, como lo veremos en las líneas siguientes.

Antes de pasar a discutir los distintos fenómenos astronómicos visibles en los cielos de Judea por aquellos años, vale la pena revisar la redacción y terminología del pasaje de Mateo donde se nos presenta la estrella. El texto del evangelista dice que llegaron a Jerusalén unos magos que habían visto “en el oriente” la estrella “del rey de los judíos”. Hay disenso en el mundo de la academia acerca de cómo entender la referencia al “oriente”. La cuestión es que la manera más común de referirse al oriente como una dirección cardinal, como una orientación espacial, era usar el verbo “anatolai” en plural. De aquí que el uso en singular de este verbo en Mateo 2:2 y 2:9 pueda dar pie a interpretar las palabras de los magos como refiriéndose no al oriente propiamente tal, sino a la salida o ascenso astronómico de la estrella, como diciendo: “porque su estrella hemos visto en su salida (ascenso), y venimos a adorarle” (2:2), o bien: “la estrella que habían visto en su salida (ascenso) iba delante de ellos” (2:9). Lo significativo de esta interpretación es que calzaría con la idea de los magos como estudiosos de los cuerpos celestes. La terminología salida – tránsito – ocaso está en el ABC de cualquiera que esté familiarizado con la observación del cielo para describir la trayectoria de una estrella o un planeta. Si estos magos pertenecían a ese grupo de sabios y astrólogos que era tan común en Babilonia y Persia desde tiempos muy remotos, tiene todo sentido que hayan estado atentos al momento de la salida o ascenso de una estrella, sea que la referencia apunte o no a la salida heliacal del astro en cuestión.



Pasemos a revisar ahora las posibilidades astronómicas que se han sugerido para explicar lo de la estrella. Algunos han propuesto un fenómeno del tipo meteorito o una estrella fugaz. Si consideramos que un meteorito no es otra cosa que un fragmento de material espacial, roca y polvo, que es atrapado por la gravedad terrestre, de modo que al penetrar en la atmósfera de la tierra se incinera generando una luminosidad apreciable a simple vista, esto no parece corresponder al fenómeno descrito en el evangelio. Los meteoritos ocurren de manera esporádica y aún sus manifestaciones más recurrentes, como las lluvias de meteoritos, toman un periodo muy breve, a lo más de unos cuantos días, lo que habría hecho imposible la observación de los magos acerca de la estrella y su decisión de emprender un viaje que con seguridad tomaba más que unos pocos días.

¿Y que tal un cometa? En el pasado muchos pensaron que esta podría ser la mejor explicación. Pero hay a lo menos dos razones por las que puede descartarse esta opción casi con seguridad. En primer lugar, en la antigüedad – y en realidad hasta tiempos muy recientes – los cometas fueron vistos como malos augurios, como presagios de malas noticias y catástrofes. Esta interpretación del fenómeno puede deberse a que los cometas irrumpían en el cielo nocturno rompiendo con lo que se consideraba el movimiento natural de los astros; su ruta más bien errática e impredecible desafiaba el orden divino que los astrólogos antiguos intuían en el cielo. Con seguridad, la llegada del Mesías judío no podía representar algo más distante de tal sentimiento, pues prefiguraba más bien todo lo contrario, el anuncio de una época dorada de justicia y de paz. El simbolismo de los cometas no se prestaba para saludar el advenimiento del Bendito, del Hijo de Dios. Pero si lo simbólico es un obstáculo, un segundo problema de peso es la naturaleza misma de los cometas: pocos fenómenos celestes son más fácilmente visibles e identificables que los cometas. Sin embargo, en el texto de Mateo leemos que Herodes debió consultar a los magos acerca de esta estrella, en circunstancias que de haber sido un cometa habría sido avistado por cualquier habitante de la región.

Esta última situación sirve asimismo para descartar otro fenómeno que se ha propuesto para explicar la estrella de Belén: una supernova. Una supernova es una estrella de unas condiciones muy particulares que al llegar al final de su vida termina en medio de una fantástica explosión que la desintegra por entero. Una explosión de supernova, según los astrónomos, es uno de los eventos de mayor liberación de energía en el universo, cuando a la muerte de una estrella super gigante millones de partículas de materiales y gases diversos son expulsados al espacio circundante a velocidades increíbles. Estas mismas características sirven para explicar que cuando explota una supernova se genere una región en el cielo de extraordinaria luminosidad, que puede llegar a ser equivalente a varias miles de veces la luminosidad del sol. Por lo mismo, una supernova es un fenómeno de alta visibilidad, tal como lo atestiguan los registros históricos de avistamientos de supernovas en la edad media por ejemplo. En una noche despejada normalmente aparece como una estrella nueva, que puede llegar a ser tan luminosa como Venus, pero que claramente no estaba ahí las noches anteriores. Incluso en algunos casos hasta puede ser vista de día, y esto por un periodo variable de semanas, meses o incluso más de un año, hasta que de a poco su luminosidad disminuye y desaparece tan misteriosamente como surgió. Una vez más, el hecho de que Herodes y aparentemente el pueblo judío no hayan visto la estrella, al punto que el rey pide asesoría a los magos, indica claramente que no estamos en presencia de una supernova.

Otra posibilidad que desde antiguo ha llamado la atención de los investigadores es la de una conjunción planetaria. Una conjunción planetaria no es otra cosa que la alineación de los planetas tal como es vista desde la tierra, producto a su vez de las diferentes órbitas y velocidades de los planetas en su movimiento alrededor del sol. Cuando la alineación da lugar a la conjunción de dos o más planetas, se puede llegar a un resultado visual de alta luminosidad, claramente identificable en el cielo nocturno. Específicamente en la ventana de tiempo previamente definida, entre el 7 a. C. y el 1 a. C., ocurrieron varias conjunciones, algunas de ellas muy inusuales de ver. En el año 7 a. C. tuvo lugar una conjunción entre Júpiter y Saturno, un evento bastante raro, pues desde esa época hasta ahora se estima que sólo ha habido 11 conjunciones de este tipo. Esta conjunción se presentó en la constelación de Piscis, pero el simbolismo cristiano que algunos han visto en esta situación es dudoso de sostener. En estricto rigor, la asociación de los peces como representación de la religión cristiana no se efectuó sino hasta el siglo II y posteriormente, cuando en las catacumbas del imperio romano los cristianos recurrieron a la simbología de los peces; es difícil ver cómo los magos, procedentes de Mesopotamia o Persia, pudieran haber anticipado tal asociación simbólica en más de un siglo, de suerte que al observar la conjunción en la constelación de Piscis hayan concluido que los peces apuntaban al Mesías judío. Pero si el simbolismo de los peces resulta dudoso, un inconveniente aún mayor viene dado por la fecha misma: el año 7 a. C. parece alejarse demasiado del consenso general sobre la fecha del nacimiento de Jesús.

Una alternativa diferente es la conjunción entre un planeta y una estrella. Precisamente durante los años 3 a. C. y 2 a. C. se dio una combinación muy especial y particularmente sugerente, nos referimos a la conjunción que tuvo lugar entre el planeta Júpiter y la estrella Regulus. Para el lector no familiarizado con la observación astronómica conviene precisar que Regulus es el nombre de la estrella principal, la más luminosa, de la constelación de Leo, el león. De hecho, Regulus es la vigésima estrella más brillante del cielo, tal como se ve a simple vista en una noche estrellada (se encuentra relativamente cerca de nosotros, a unos 77 años luz). Parece ser que el nombre con que la conocemos hoy se lo dio Copérnico y procede del latín que quiere decir “pequeño rey”, lo que refleja la creencia popular de que la constelación de Leo es la dominante en el cielo, así como el león es el rey de los animales. Copérnico no hizo sino validar una creencia muy antigua, que viene de un pasado distante, como igualmente remota es la creencia de varios pueblos y culturas diferentes que consideraban a Júpiter como el principal de los planetas, algo así como un rey del cielo. De ahí que en muchas civilizaciones Júpiter fuera visto como la representación de sus dioses principales: era el dios más importante de los romanos y de los griegos (que lo llamaban Zeus), y antes los babilonios lo asociaron con Marduk, el dios protector de Babilonia. Conviene recordar estos hechos como parte del trasfondo cultural e histórico que imperaba en los territorios de donde suponemos que procedían los magos, quienes deben haber estado familiarizados con el carácter real de la estrella Regulus, así como con el papel protagónico del planeta Júpiter. A todo lo anterior hay que agregar que los judíos de la cautividad llevaban más de quinientos años repartidos por Babilonia y Persia, pues siempre permanecieron comunidades judaicas viviendo allí incluso siglos después del nacimiento de Cristo. No sería raro pensar que la identificación del león con Judá, o más específicamente con el pueblo judío, una idea ampliamente compartida por los rabinos, haya pasado al conocimiento de los astrónomos – astrólogos de esa región. En resumen, ¿qué tenemos? O mejor dicho, ¿qué tenían los magos? Por un lado Regulus y Júpiter, el símbolo de la realeza juntándose con el astro más importante del cielo… por el otro, el lugar de la reunión, el león, el símbolo de Judá. No tenemos forma de saber qué empujo a los magos a asociar la estrella con los judíos, pero sí sabemos que la información previamente descrita perfectamente pudo haber estado a su alcance; es más, si los magos eran alguna clase de astrónomos – astrólogos, cosa que es más que probable, sin duda que deben haber estado pendientes de significados o símbolos como los anteriormente descritos. En la imagen siguiente se aprecia la vista desde Jerusalén mirando hacia el este, al caer la noche en febrero del año 3 a. C., donde resaltan las luces de Júpiter y muy cerca la de Regulus.


Si superpusiéramos la imagen de Leo, el león zodiacal, completaríamos la vista como se indica en la siguiente imagen.


El año 2 a. C. se dio una situación similar, primero una conjunción entre Júpiter y Regulus, a la que siguió otra entre Júpiter y Venus, fenómenos muy luminosos y visibles al anochecer en Jerusalén.

En resumen, y como adelantáramos al comienzo, tenemos muy pocos datos como para ser concluyentes acerca del famoso astro de Belén. A lo más hemos podido descartar algunos candidatos, pero de los que quedan - las conjunciones arriba descritas - no tenemos manera de dilucidar la incógnita de la estrella. Lo único que podemos decir a favor de las conjunciones es el alto carácter simbólico que reseñáramos antes, lo que suponemos pudo haber sido muy llamativo y significativo para los magos que venían del oriente. Pero de aquí en más, sólo nos queda especular. Al final del día la estrella de Belén sigue envuelta en el mismo misterio del relato evangélico; después de todo, ¿no es acaso la historia del evangelio la revelación de un gran misterio?

jueves, 25 de noviembre de 2010

El Capital Protestante



Cuando a comienzos del siglo XX se publicó en Alemania La ética del protestantismo y el espíritu del capitalismo, se puede afirmar que se dio inicio a una nueva etapa en los estudios de la historia económica moderna. De hecho su autor, el economista, historiador y sociólogo alemán Max Weber (1864-1920), abrió una puerta alternativa para estudiar las relaciones entre las sociedades modernas y la economía, por donde una serie de seguidores han explorado variables aparentemente alejadas de la economía, como lo es la religión. Lo de alternativa debe entenderse por vía de contraste con la interpretación marxista de moda por entonces. Ya habrá tiempo en el futuro para atender los pormenores del análisis marxista de la historia, en lo que sigue centraremos nuestra discusión en otras tesis alternativas, como las de Weber.

¿Qué llevó a los alemanes a discutir de relaciones entre economía y religión? Probablemente la respuesta hay que rastrearla en lo que ocurría en su vecina Francia. Desde 1789, tras la revolución del 14 de julio, la nación gala había vivido un quiebre brusco y definitivo en su continuidad histórica; el Terror, la guillotina, las guerras napoleónicas y vuelta a otra andanada de revoluciones durante el siglo XIX. François Guizot, primer ministro del rey Luís Felipe, reflexionaba en el exilio al que lo arrojó la revolución de 1848 acerca de esta convulsionada historia francesa; siendo protestante, se lamentaba de que su país hubiera dado la espalda a la Reforma del siglo XVI y creía que detrás del ascenso de Gran Bretaña a primera potencia europea había un factor religioso en juego: los países protestantes lo habían hecho mejor que los católicos. Su idea no fue original ni exclusiva, otros políticos y empresarios franceses le habían dado vuelta a la misma palanca.

Las quejas de estos franceses por la postración política de su país se vertieron en libros que tuvieron amplia repercusión, obras que por cierto cruzaron las fronteras y llegaron también a las estanterías alemanas. En el país de la Idea, cómo no, mentes atentas se dedicaron a racionalizar el problema y a buscar una explicación sistémica a esta cuestión. La respuesta alemana a las relaciones entre economía y religión se plasmaría en dos grandes vertientes de pensamiento, cuyos mayores exponentes serían Karl Marx y Max Weber. En 1867 se había publicado el primer volumen de El Capital, la obra clave de Marx. Para Marx la religión no era nada más que otra fórmula de la dominación de los poderosos sobre los desposeídos. La Reforma del siglo XVI era la manifestación ideológica (religiosa) de la independencia de una burguesía que ya ejercitaba su musculatura; el protestantismo no era otra cosa que la avanzada o la primera manifestación de la pujanza y rebelión de una nueva clase, la burguesía, para la que el catolicismo medieval era ya un estorbo. Desde entonces la teoría marxista de las relaciones entre economía, política y sociedad se convirtió en una verdad incuestionable para las izquierdas europeas. Sin embargo, siempre existió un fuerte grupo de pensadores e investigadores que no se compraban las tesis marxistas acerca del carácter irrefutable del materialismo histórico. Weber era uno de ellos. A diferencia de su coterráneo, Weber no veía nada de científico e inexorable en los presupuestos y predicciones del marxismo. Creía que el error de Marx radicaba en descartar otros aspectos o variables, fuera de los puramente económicos o productivos, que afectaban igualmente de manera radical el curso de la historia. A Weber le parecía que una de esas variables olvidadas era la religión, por el enorme influjo que genera en las sociedades. A diferencia de Marx, Weber creía que la religión era una variable que había que estudiar.

Como resultado de su investigación Weber publica en 1904 La ética del protestantismo y el espíritu del capitalismo. En esta obra Weber se plantea la cuestión del nacimiento del capitalismo y el cómo se desarrolló en los países europeos. Weber retoma la línea de pensamiento de Guizot acerca del aparente contraste de desarrollo entre los países europeos con tradiciones religiosas distintas. Se pregunta en particular por qué las naciones protestantes han tenido en general un mejor desarrollo que los demás países cristianos (católicos, ortodoxos) y que los no cristianos (chinos, indios). Hay que recordar que para cuando Weber escribía su libro, las potencias dominantes eran naciones de formación protestante, tales como Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania. Para resumir, hay que señalar que la respuesta weberiana invierte la de Marx: el protestantismo no es el invento de una clase capitalista descontenta, más bien la ética protestante del trabajo es la que da origen al capitalismo. Weber repara en la particular historia del calvinismo, específicamente del movimiento puritano, al que considera el factor determinante en el desarrollo del capitalismo inglés y por ende del progreso económico e industrial de los países protestantes. Lamentablemente a veces se ha malinterpretado a Weber: como cuando se afirma que Calvino favoreció el capitalismo al permitir la práctica de la usura, o que el capitalismo comenzó en el siglo XVI. Estas afirmaciones forman parte del folklore que rodea a la interpretación weberiana. Tal como lo ve Weber, el asunto tiene que ver con una nueva práctica social, si se quiere con un “nuevo capitalismo”, diferente al tipo de capitalismo que había germinado inicialmente en la Edad Media. Los protagonistas aquí son los puritanos, quienes pusieron en práctica una ética social que hacía hincapié en el trabajo y la austeridad; la prosperidad con la que Dios bendice el trabajo bien hecho debe ir aparejada con una vida sencilla. El resultado neto de esta ética puritana fue una acumulación de prosperidad, de recursos, en suma, el ahorro y la acumulación de riqueza que suponen la antesala para el desarrollo del capital. Esta socialización de la vida laboral permitió que se acumulara capital en una escala no vista hasta entonces en Europa, lo que acompañado de la paz social explica el progreso sostenido de los países protestantes.

La tesis de Weber, por cierto mucho más amplia que el comprimido bosquejo que dibujamos en el párrafo anterior, tuvo amplia resonancia en los estudios económicos, históricos y de sociología de la religión desde comienzos del siglo XX. Con distintos matices y adaptaciones, la idea central de Weber ha seguido en pie y se ha seguido discutiendo hasta nuestros días. Desde un punto de vista crítico quizás una de las mayores revisiones de la tesis weberiana ha sido la del afamado historiador inglés Hugh Trevor-Roper, profesor de la universidad de Oxford. En The Crisis of the Seventeenth Century: religion, the Reformation and Social Change (1967), uno de sus textos más conocidos, Trevor-Ropper repasa la obra de Weber y expone algunas precisiones sobre la relación entre el protestantismo y el capitalismo. Apelando nuevamente a la brevedad, digamos que Trevor-Roper en general está de acuerdo con la existencia de una relación entre protestantismo y riqueza, pero asumiendo un grado de sutileza mayor en esa relación que la manifestada por Weber. Trevor-Roper sugiere volver la mirada hacia el conflicto que desató la revuelta de Lutero y las consecuencias a que dio lugar en el campo católico. Como él lo ve, la clave está en la respuesta papal: la Contrarreforma. El gran movimiento militante que se arma para enfrentar al Protestantismo escala una crisis social en los territorios católicos; la locura de la cruzada anti protestante refuerza las monarquías locales para que un todopoderoso estado político-religioso enfrente y derrote a los herejes. Claro que los príncipes católicos, reforzados sus ejércitos con la acción propagandística y persecutoria del clero, aprovechan esta pasada para aumentar impuestos y derechos estatales con que financiar la empresa, aplastando así los pocos espacios de libertad en que vivían los empresarios y comerciantes de las prósperas ciudades mediterráneas. Estos últimos deben optar entonces entre abdicar ante el nuevo aparato estatal en aras de la guerra contra el protestantismo o bien emigrar a otras ciudades donde puedan hallar espacios de libertad en que poder seguir practicando sus negocios. Pero en medio de una Europa en guerra, ¿huir a dónde? Trevor-Roper saca aquí su carta más atractiva y provocadora: a los únicos territorios que conservan algún grado de independencia frente al estado, la Europa calvinista. De modo que la tormenta de frenesí anti protestante arroja a una corriente de emigración a los comerciantes y empresarios que abandonan España, Portugal, el norte de Italia, las ciudades de Francia y Flandes, buscando todos ellos espacios de libertad y tolerancia donde poder seguir haciendo lo que sus ancestros habían comenzado siglos antes.

El giro que Trevor-Roper da a la historia suena convincente. Que las guerras generen olas migratorias lo vemos incluso hoy en día. Que esos procesos demográficos estén asociados a transferencias de riqueza, o de conocimientos y habilidades específicas, es algo absolutamente esperable. De modo que ahora estamos en mejores condiciones para apreciar la relación entre capitalismo y protestantismo. Creemos que Weber estaba más cerca de la verdad que Marx cuando decía que la religión jugaba un papel fundamental en la sociedad, incluso en la economía. Su apuesta de pesquisar la relación específica entre el protestantismo y el capitalismo fue igualmente feliz, pero mucho más aún su focalización en el movimiento calvinista. Empero tal vez su idea de que el calvinismo por sí solo explicaba el fenómeno sea sólo una parte de la verdad. Trevor-Roper nos ha venido a recordar que la reacción católica jugó un papel muy importante, ya que la violencia que desató para combatir a los herejes puso en marcha a su vez un movimiento migratorio que significó un traspaso neto de experiencias y habilidades empresariales y mercantiles hacia los territorios calvinistas.

El estudio de las relaciones entre economía y religión, o el de las mucho más complejas relaciones entre las sociedades y la religión, es un espacio abierto en el que aún queda mucho por trabajar. No obstante, con los elementos que hasta ahora disponemos podemos al menos armar un cuadro aproximado de la conexión entre el protestantismo y el desarrollo económico. Como ya lo adelantáramos en otros comentarios previos, el enriquecimiento de los países protestantes y el empobrecimiento de los católicos – fenómeno que se desarrolló en Europa entre el 1500 y el 1800 – no obedece a que los primeros fueran extraordinariamente inteligentes y los segundos increíblemente tontos. No estamos frente a un problema de inteligencia de sus poblaciones. La dispar suerte que corrieron unos y otros se nos aparece ahora cada vez más como el resultado lógico de las realidades sociales que derivaron de sus prácticas religiosas. Dos elementos destacan en la propuesta protestante: (1) construyeron lentamente sociedades un poco más abiertas y religiosamente tolerantes al disenso; el premio de tal actitud fue el recibir una corriente migratoria de lo que hoy llamaríamos “emprendedores”, gente con habilidades para los negocios y la empresa que buscaban espacios de libertad para desempeñar sus ocupaciones, tales como los judíos sefarditas y comerciantes diversos de la zona mediterránea; (2) la práctica de la austeridad social al estilo puritano contribuyó y reforzó la acumulación de riqueza, precisamente en una sociedad que veía con malos ojos el malgasto del dinero, incluso si el dilapidador era el rey o la iglesia. Por el contrario, en el universo católico se reforzaron precisamente las prácticas opuestas: una violenta e implacable represión de toda disidencia político-religiosa, unida a una tolerancia complaciente frente a los gastos fastuosos de la corte o del clero. En suma, mientras los burgueses protestantes del norte vivían la frugal y pedestre existencia que reflejan los cuadros de Rembrandt, la construcción de San Pedro en Roma no reparaba en gastos para demostrar la riqueza de la Contrarreforma.

martes, 9 de noviembre de 2010

El poder de los números


La reciente historia de los mineros de Atacama, en el desierto del norte de Chile, se convirtió – para sorpresa de muchos – en una suerte de hito de las comunicaciones, gracias al despliegue tecnológico que permitió llevar las imágenes de la operación de rescate a una audiencia estimada de unos mil millones de personas en el mundo. De entre los muchos detalles que rodean la saga de los mineros, uno que ha sido destacado profusamente por la prensa es la extraña coincidencia de un número, el 33, que se repite en distintos momentos a lo largo de esta odisea. Los números siempre han representado un papel especial en la comprensión humana de la vida y la naturaleza, situación que está presente también en la Biblia.

Los números están repartidos por todas las páginas de la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. En cualquier diccionario bíblico puede hallarse alguna información básica acerca del significado de los números más usados en las escrituras; así sabemos que el 7 era el número de la perfección, el número divino; que el 6 era todo lo opuesto, el número del hombre, de lo imperfecto, de ahí el famoso 666; que el 12 constituyó una suerte de simbolismo del pueblo de Israel (las doce tribus); en fin, hay muchas cosas que podemos consultar sin mayores dificultades acerca del significado de ciertos números que se hallan en la Biblia.

Sin embargo, hay que reconocer que al lector moderno de las escrituras suele escapársele el sentido último de los números dentro del contexto del relato bíblico. Los números están ahí, repartidos entre las historias de la Biblia, pero la función específica que cumplen dentro esa historia a veces nos es más distante incluso que el texto mismo. La cuestión es más compleja, porque normalmente tenemos consciencia del esfuerzo que debemos realizar para interpretar el texto, pero solemos dejar pasar los números por fuera de este filtro hermenéutico, después de todo son sólo números, ¿no es verdad?

El problema que nos plantean los números está relacionado con el papel que cumplían en la antigüedad, versus el papel que les asignamos hoy en día. En la sofisticada civilización occidental en la que vivimos en la actualidad tenemos un concepto bastante preciso de los números, o mejor dicho, de la función cultural que les asignamos. Producto del nacimiento de la ciencia moderna en el siglo XVI, pero más específicamente de su triunfo en los siglos XVII y XVIII, los números son para nosotros fundamentalmente contadores, son los elementos con los que expresamos la naturaleza computable, mensurable, de la ciencia y la tecnología. Los números dan expresión a nuestra necesidad de medir, de cuantificar todo: el mundo, la naturaleza, la sociedad, el espacio, la música, el arte, la riqueza, la sexualidad, las enfermedades, las noticias, la política, la economía, incluso la historia. Entender o conocer son verbos que conjugamos con números, sin cuya ayuda no podríamos aprehender la realidad que nos rodea. Desde los primeros años de escolaridad el sistema de educación formal nos prepara para asociar los números con un lenguaje exacto, con la precisión de las matemáticas. Así, cuando ponemos números sentimos que estamos dimensionando las cosas en su justa medida. Sin el concurso de los números tenemos la sensación de que es imposible captar la realidad de las cosas en toda su multiforme expresión. Sólo en muy contadas ocasiones los números escapan de esta dimensión “aséptica”; es lo que ocurre, por ejemplo, cuando nos topamos con el número 13, fecha que evoca ideas antiguas, asociaciones de malos augurios, supersticiones que se han colado entre nuestra educación científica (martes 13). Salvo este y otros escasos ejemplos, los números han sido “secularizados” por así decirlo, son elementos neutros, usados como meros contadores o dígitos en los procesos científicos o tecnológicos.

En la antigüedad, por el contrario, las cosas eran muy diferentes. “El número es el principio de todas las cosas”. Para los griegos clásicos los números jugaron un papel crucial en su comprensión de la naturaleza y del hombre, sobre todo merced a la influencia de pensadores como Pitágoras y Platón. Así, si viviéramos en la Grecia clásica, lugar fundacional de la matemática occidental, y preguntáramos por un matemático, lo más probable es que la gente pensara que estamos buscando una secta místico-filosófica, la secta de los pitagóricos, a quienes se les conocía como “matemáticos”. El lenguaje nos puede jugar una mala pasada; por “matemático” nosotros entendemos algo muy distinto a lo que entendían los antiguos griegos. Si quisiéramos tener mejor suerte, debiéramos consultar por un “geómetra” y ahí sí que podríamos llegar a dar con lo que nosotros creemos es un matemático.

El ejemplo griego nos puede dar alguna idea de la distancia sideral que separa nuestro concepto de los números del que tenían otros pueblos de la antigüedad, como era el caso de los habitantes del antiguo Medio Oriente. Fue en Mesopotamia donde los números comenzaron su largo camino civilizador. Sumerios y babilonios tienen a su haber la reputación de ser las primeras culturas donde un grupo específico de personas de la sociedad comenzaron a estudiar los números. Tal es así, que ahora sabemos que el famoso teorema de Pitágoras fue conocido y resuelto en Babilonia unos mil años antes del famoso griego. Los habitantes de Mesopotamia recurrieron a los números para resolver una serie de problemas prácticos, como por ejemplo la fijación del calendario y la medición del tiempo. Vale la pena recordar aquí que ellos definieron el sistema sexagesimal (en base al número 60) para medir el tiempo, un sistema que todavía seguimos usando después de varios milenios. Se aproximaron bastante al valor de p y llegaron a resolver ecuaciones cuadráticas. Pero acaso el rasgo más sorprendente del manejo de los números en Mesopotamia esté en su carácter simbólico. Fue el nacimiento de la numerología, práctica que consiste en asociar a los números con significados espirituales, como representaciones de divinidades, personas u objetos. Ello llevó a su vez a la creación de “números sagrados”, esto es, números especiales, asociados con cosas buenas o malas. Para los sumerios y babilonios el número 60 – al que ya hemos aludido – era precisamente uno de esos números sagrados.

Como muchos investigadores señalan hoy en día, es incuestionable que los antiguos hebreos retuvieron parte de esta tendencia a lo numerológico, es decir, a usar los números con un sentido simbólico. Si bien la estadía en Egipto los expuso a un sistema decimal, los hebreos retuvieron en su conciencia colectiva el uso numerológico, herencia ancestral de los patriarcas que habían dejado Mesopotamia muchos siglos antes. En las escrituras el uso simbólico es más que evidente, incluso para un lector no experto. En el Génesis, por ejemplo, el arreglo del texto y el uso de las palabras tienen connotaciones numerológicas. Así, en Génesis 1:1 abrimos la Biblia leyendo “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. Esta sencilla frase debe haber tenido para los lectores hebreos una connotación muy especial, pues estaba compuesta por siete palabras.


Comenzar el libro sagrado con siete palabras - en hebreo se lee de derecha a izquierda - en su primera frase no debe haber sido un detalle menor en un libro donde el número siete juega un papel muy importante, por no hablar del papel que desempeña en el primer capítulo de la Biblia (la creación en siete días). Ya de entrada somos advertidos, por así decirlo, de que el autor va a arreglar su material, la historia que nos quiere contar, de modo tal que sus elementos muestren una armonía numérica, una coherencia que numéricamente era atractiva y significativa para su auditorio, el pueblo hebreo. Probablemente esta búsqueda de armonía numérica (o numerológica) esté asimismo detrás de las genealogías de Génesis 5 y 11. Allí hallamos un arreglo bastante claro: hay 10 nombres desde Adán hasta Noé (Adán, Set, Enós, Cainán, Mahalaleel, Jared, Enoc, Matusalén, Lamec, Noé) y luego otros 10 nombres desde Sem hasta Abraham (Sem, Arfaxad, Sala, Heber, Peleg, Reu, Serug, Nacor, Taré, Abraham). En el listado de nombres vemos otra vez simetría numérica, aparte del hecho de que las cifras de años de vida de casi todos estos venerables personajes son… múltiplos de sesenta, o combinaciones de cinco y siete (años o meses). En Génesis 4:15 leemos, por declaración de Dios, que “ciertamente cualquiera que matare a Caín siete veces será castigado”. En Génesis 4:24 Lamec reclama derecho a ser vengado “setenta veces siete”. Podríamos multiplicar los ejemplos y arreglos de este estilo.

En resumen, el texto de las escrituras hebreas nos invita a recordar que los números tenían una connotación simbólica, tanto o más importante que su papel como contadores. Este hecho se ve reforzado por los resultados de la investigación histórica y arqueológica de las últimas décadas, todo lo cual apunta a destacar la trascendencia de lo numerológico para los habitantes del antiguo Medio Oriente. Que duda cabe que los hebreos, descendientes de los patriarcas que habían venido desde Mesopotamia, compartían este bagaje común donde los números jugaban un rol muy especial como representaciones o símbolos de cosas materiales o espirituales. Este es un hecho de la mayor importancia para el lector moderno, pues ya apuntamos antes que nuestra cultura da a los números un tratamiento radicalmente distinto: los ha vaciado de todo significado numerológico, son sólo números. Pero cuando leemos las escrituras, entramos en un contexto histórico y cultural absolutamente diferente; tomar notar de este hecho es un asunto fundamental para hacer justicia al espíritu de los autores bíblicos. También hay que reconocer que incluso en esta materia se han cometido excesos, como nos parece es el tratamiento equivocado de los cabalistas medievales, pero esa es ya otra historia.

miércoles, 27 de octubre de 2010

El Consenso de Wittemberg


Felipe Melanchton (1497-1560) es sin duda uno de los grandes personajes de la Reforma del siglo XVI y también de la historia del cristianismo. Aunque seguramente poco familiar para el público evangélico latinoamericano fuera del círculo luterano, Melanchton es un personaje imprescindible para entender el complejo periodo de la Reforma y de la gestación del protestantismo. El olvido en que ha vivido su memoria nos ha privado asimismo de la originalidad de su pensamiento en relación con las inquietudes científicas y del conocimiento que se daban en Europa en paralelo con el conflicto religioso. Precisamente es aquí donde más luce el papel protagónico de Melanchton, cuando el nacimiento del protestantismo se da la mano con el origen de la ciencia moderna, la ciencia como la entendemos en la actualidad. Sin jamás haberlo imaginado, producto de la coyuntura histórica, Melanchton se verá de pronto en el camino del desarrollo de un nuevo y revolucionario punto de vista con respecto a la naturaleza, ideas postuladas por un hasta entonces oscuro y lejano clérigo polaco de nombre Copérnico. En la aceptación o rechazo de lo que sería la nueva teoría copernicana o heliocéntrica, la aproximación teológica de Melanchton jugaría un papel fundamental.

Philip Schwarzerd, su verdadero nombre, nació en el seno de una acomodada familia de la burguesía alemana. Sobrino nieto del famoso humanista alemán Johannes Reuchlin, parecía destinado desde su nacimiento a frecuentar el mundo del conocimiento y del saber. Fue precisamente su célebre pariente quien le asignó el nombre por el que sería universalmente conocido, Melanchton, según la costumbre de la época de convertir los nombres vernáculos en equivalentes en lengua latina o griega, cuestión muy del gusto de la gente educada y de los humanistas de aquel entonces. Reuchlin era con seguridad la mente más reputada de Alemania desde los días de Nicolás de Cusa, y probablemente uno de los pocos humanistas de renombre continental al norte de los Alpes. Reuchlin no sólo dio a Melanchton su nombre histórico, sino que lo introdujo en el mundillo de los libros y de los autores clásicos; contagió además a su sobrino desde pequeño la fascinación por la astrología y luego el interés por la cábala judía, de la que Reuchlin era un asiduo seguidor.

A nadie podría sorprender que, muy al tenor de los tiempos, Melanchton haya encauzado sus inquietudes intelectuales por la ruta del aristotelismo. Si bien es cierto que paulatinamente el humanismo, o un sector de este movimiento, desarrollaría las bases para una crítica del estagirita, Melanchton todavía pudo impregnarse en su juventud del profundo espíritu de veneración y reverencia que se profesaba a Aristóteles en las universidades alemanas, como ocurría por lo demás en toda Europa según las pautas filosóficas respaldadas por Roma. La concepción del mundo físico es en Melanchton absolutamente aristotélica, lo cual crea el marco conceptual al cual el reformador se mantendrá fiel durante toda su vida. Para Melanchton la validez del sistema aristotélico estaba fuera de discusión, toda vez que dentro de ese esquema teórico encajaba perfectamente su concepción astrológica, la cual sabemos era otro elemento esencial en su comprensión de la naturaleza.

Para entender la disposición del mundo según la concepción de Aristóteles debemos recordar a grandes rasgos las características principales de su sistema. Aristóteles enseñó el punto de vista geocéntrico, según el cual la tierra estaba en el centro del universo de modo que todos los demás cuerpos celestes – el sol, la luna, los planetas y las estrellas - giraban en torno a ella. Tal creencia no tenía nada de particular en Aristóteles, pues era la idea universal que se tenía del universo en la antigüedad, tal como se ha podido documentar en todos los pueblos y culturas hasta antes del advenimiento de la ciencia moderna. Lo que sí agregó Aristóteles de su propia cosecha fue la idea de que el cielo estaba constituido por un material diferente a los elementos que hallamos en la tierra; llamó a ese elemento quintaesencia, por oposición a los cuatro elementos terrestres (aire, agua, tierra, fuego) y enseñó que la quintaesencia era un material maravilloso, que confería un carácter incorruptible al universo. Según el célebre filósofo, mientras todo en la tierra es corruptible y está destinado a perecer, en los cielos impera la perfección y nada muere, pues la quintaesencia le confiere a lo celestial su naturaleza tan distinta a lo terrestre. Aristóteles postuló además que los cuerpos celestes se movían siguiendo trayectorias circulares, pues el círculo era la figura geométrica perfecta o divina, y coronó su sistema con una mecánica ad hoc: en el universo aristotélico todo tiende al reposo, mientras que los movimientos celestes tienen como causa última a la divinidad. El sistema aristotélico fue completado por el famoso Ptolomeo hacia el siglo II d. C. con el sistema de las ingeniosas esferas que transportaban a los objetos celestes y con la descripción geométrica que completó la descripción de los movimientos planetarios. Como astrónomo y astrólogo, Ptolomeo dejó una contundente descripción de las influencias astrológicas de los planetas, conocimiento que fue la base para el desarrollo de la astronomía-astrología en los siglos siguientes.

El sistema aristotélico-ptolemaico prácticamente se mantuvo sin cambios hasta el siglo XVI. En el ínter tanto los árabes perfeccionaron mucho del conocimiento astronómico griego y para el siglo XIII los teólogos escolásticos – encabezados por Tomás de Aquino – se abocaron a cristianizar a Aristóteles, de manera tal que sus enseñanzas pudieron ser elevadas al nivel de dogma teológico de la doctrina católica. Para el 1500 cuestionar a Aristóteles era un asunto peligroso, al punto que podía exponer a los críticos ante la Inquisición, pues la visión aristotélica del mundo era considerada el correlato filosófico de la enseñanza bíblica. Así estaban las cosas cuando comienzan a conocerse las nuevas ideas del fraile polaco Nicolás Copérnico. Para entonces Lutero había encargado a Melanchton, su amigo y brazo derecho, la enorme tarea de revisar y reformular la educación alemana según los criterios de la Reforma; Lutero apostaba a que la educación era un campo fundamental de batalla para el futuro de la causa protestante en Alemania y Melanchton aparecía como el hombre clave para emprender esa tarea. Por su formación y cualidades intelectuales, ciertamente Melanchton tenía las capacidades de sobra para responder a la confianza de Lutero. El resultado de este esfuerzo combinado de ambos reformadores cristalizó en la joven universidad de Wittemberg, que se convirtió rápidamente en el centro neurálgico del movimiento luterano alemán. El modelo universitario de Wittemberg fue adaptada por varias universidades alemanas y sirvió de base para la creación de otras nuevas, de acuerdo al programa de Lutero y Melanchton para mejorar la educación de la juventud alemana.

Es importante acotar aquí que la Reforma, tan fructífera en novedades teológicas, dejó prácticamente intactas otras áreas del saber humano. Es en parte lo que ocurrió con el imperio del aristotelismo. Es cierto que aquí afloran diferencias significativas entre Lutero y Melanchton, pues el primero era mucho más crítico y desconfiado de la utilidad de Aristóteles, en tanto que Melanchton, como ya lo adelantáramos, permaneció durante toda su vida como un fiel discípulo del filósofo griego. Aparte del peso de su educación clásica, ya adelantamos que Melanchton apreciaba la concordancia entre el esquema aristotélico del universo y la astrología. Para Melanchton era evidente el contraste entre la perfección de los cielos y de los cuerpos celestes comparada con la corrupción y mortalidad que imperaban en la tierra, idea básica de la descripción aristotélica del universo. Melanchton consideraba que la naturaleza perfecta de los cielos era el fundamento de la influencia de los cuerpos celestes sobre la vida de los seres humanos. El esquema astrológico de Ptolomeo asociado a las órbitas planetarias tenía pleno sentido para Melanchton, quien estaba convencido de que lo que sucedía en la tierra estaba determinado por lo que ocurría en las esferas celestes. Muy por el contrario, Lutero distinguía claramente la ciencia astronómica como útil y necesaria en una buena educación, pero en cambio veía en la astrología pura charlatanería, y solía repetir que no podía tratársela como una verdadera ciencia pues sus predicciones resultaban siempre equivocadas y fantasiosas. Lutero afirmaba haber discutido muchas veces este tema con Melanchton pero reconocía que era imposible sacarle de este error. Al parecer, con el tiempo renunció a disuadir a su amigo y finalmente Melanchton pudo seguir adelante con su pasión astrológica y con la enseñanza de Aristóteles, pues después de todo siguió a cargo de la reforma educativa.

Fue en el contexto de este esfuerzo educativo nacional que Melanchton se topó con las nuevas ideas de Copérnico. El motivo inmediato de este contacto fue la enseñanza de la astronomía, por entonces un capítulo más de la matemática universitaria. Algunos miembros de Wittemberg habían tomado conocimiento de ciertas ideas de Copérnico y la curiosidad fue mayor al contrastar esas ideas con la visión aristotélica imperante. Como sea que no había libros publicados por Copérnico, Melanchton estuvo dispuesto a autorizar a un joven profesor de Wittemberg, Rético (Georg Joachim von Lauchen), a que visitara a Copérnico en las lejanas tierras polacas para documentarse mejor acerca de su teoría. Rético permaneció dos años con Copérnico, entre 1539 y 1541, aprendiendo su sistema y alentándolo a poner por escrito sus ideas. Rético se involucró personalmente en el proyecto y al volver a Wittemberg en 1541 convenció a Melanchton de que lo ayudara a financiar la publicación de la obra, la que finalmente vio la luz en 1543 bajo el título De Revolutionibus Orbium Celestium (De las revoluciones de los cuerpos celestes), trabajo que salió de imprenta justo cuando Copérnico expiraba en su hogar. Rético se ganó luego el título de ser “el primer copernicano”, es decir, la primera persona en compartir la tesis de Copérnico de que el sol y no la tierra estaba en el centro del sistema planetario, de modo que la tierra gira en torno al sol igual que los otros planetas. Esta teoría equivalía a echar por tierra el sistema aristotélico y las esferas planetarias de Ptolomeo, idea aceptada universalmente por católicos y protestantes como enseñanza bíblica. No es extraño que Lutero, al oír de la teoría copernicana, la considerara una locura; Melanchton en particular tenía fundados motivos para rechazar esta nueva teoría porque además iba en contra de sus creencias astrológicas. Sin embargo, lo notable es que ambos, pese a ser profundamente contrarios a las suposiciones de Copérnico, no opusieron mayor resistencia a su estudio. Al menos Melanchton, inicialmente muy crítico a la nueva teoría, no sólo toleró y apoyó en parte a los profesores de Wittemberg que sí creían en Copérnico, sino que para 1550 – probablemente debido a la influencia de esos mismos correligionarios – moderó en cierto grado su rechazo a Copérnico y aceptó parcialmente las nuevas ideas, bajo el expediente de que había que rescatar los aspectos positivos del libro de Copérnico. La teoría copernicana ofrecía una mejor descripción de los movimientos planetarios que el viejo sistema ptolemaico, lo que pudo ayudar a que Melanchton suavizara sus críticas al genio polaco.


Para la segunda mitad del siglo XVI la astronomía alemana era de nuevo la más desarrollada del continente, lo que debe mucho al “consenso de Wittemberg”, esto es, a una aceptación parcial de la teoría copernicana como mecanismo de cálculo matemático de las posiciones planetarias. El “consenso de Wittemberg” fue la expresión concreta de la posición de Melanchton: se acepta la superioridad cualitativa de la descripción copernicana, pero sólo como un artilugio matemático, mientras se mantiene en lo fundamental la interpretación aristotélica de un universo geocéntrico. Dicho en buen castellano, Melanchton aceptó en parte a Copérnico, pero sin destronar a Aristóteles; para los protestantes, y mucho más para los católicos, todavía era imposible romper con el matrimonio geocentrismo – teología, la herencia medieval que había unido dogmáticamente a Aristóteles y la Biblia. Pese a lo tenue que supuso este paso, el “consenso de Wittemberg” dejo apenas entreabierta la ventana lo suficiente para que un universo copernicano, heliocéntrico, se abra camino en el mundo protestante durante los siglos XVII y XVIII. La primera manifestación clara de esa frágil apertura será el genio científico de otro discípulo de Wittemberg, Johannes Kepler. A Kepler lo seguirá luego Newton y pronto el universo aristotélico y católico de la edad media será sólo un lejano recuerdo. Es cierto, Melanchton nunca fue copernicano, jamás renunció a Aristóteles, pero a diferencia de los Papas, no persiguió ni anatematizó la nueva teoría; su tolerancia intelectual, expresada rudimentariamente en el “consenso de Wittemberg”, permitió que una nueva visión del mundo pudiera arraigar en el norte protestante de Europa.

viernes, 1 de octubre de 2010

Un bicentenario evangélico



El escenario de fiestas conmemorativas de los doscientos años de la independencia que se ha tomado este año los calendarios y eventos de varios países latinoamericanos, marca sin duda todo un proceso de bicentenarios que se prolongarán durante la década. El hecho histórico que recorre a Latinoamérica es la memoria del proceso independentista que principia en 1810 y que terminará mayoritariamente hacia 1821, cuando México consolide su independencia, si bien los últimos reductos del imperio español languidecerán a lo largo de casi todo el siglo XIX, pues recién en 1898 la derrota española ante Estados Unidos obligará a España a abandonar sus últimas colonias americanas: Cuba y Puerto Rico.

Al repasar la historia latinoamericana uno puede sentir la tentación de preguntarse, ¿qué rayos tiene que ver el pueblo evangélico con todo esto?, ¿qué parte tenemos nosotros en un relato, una épica de un momento cuando las colonias españolas eran absolutamente católicas? En algunos casos extremos el proceso independentista mismo fue protagonizado incluso por sacerdotes católicos; casos famosos son los de Hidalgo y Morelos en México, con una resonancia regional incuestionable. Estos sacerdotes no sólo comenzaron el proceso, sino que tomaron las armas y cayeron en la misma lucha o bien debieron enfrentar el pelotón de fusilamiento, previa excomunión, como lo grafica el tormentoso proceso de Morelos.

Ante la complejidad del proceso de independencia y de la consiguiente formación de los estados latinoamericanos bien se puede naufragar al tratar de entender todo esto a la luz de la fe y la teología evangélica. ¿Qué podemos decir desde nuestra teología acerca de las causas y consecuencias de la independencia? ¿Podemos desde nuestra fe enfrentar y entender a los héroes y villanos de la lucha? Probablemente hay miles de preguntas que legítimamente deben asaltar a muchos evangélicos latinoamericanos con respecto a las cosas solemnes que se rememoran todos los años para fiestas patrias. ¿Cómo tratar este patriotismo legítimo desde una perspectiva creyente? ¿Tiene algo que decir nuestra fe de la independencia?

Quizás un sano primer paso es separar las fiestas y celebraciones de la historia misma. Lo que celebran los países, sus estamentos políticos, sociales y culturales, es una cosa, otra muy distinta es la historia misma de la independencia. Como muy acertadamente han señalado algunos historiadores, las celebraciones o conmemoraciones de determinadas fechas o eventos del pasado son hechos políticos, o si se quiere, culturales. La historia no celebra nada, simplemente nos confronta con los hechos del pasado. La interpretación que de dichos hechos realizan los gobernantes o autoridades de un país es una cosa completamente distinta, con la podremos coincidir o no, en todo o en parte, pero que nos enfrenta a una cuestión de interpretaciones. Y este tema de las interpretaciones nos abre la puerta a un segundo paso, por el que sí podemos tratar de hallar una hebra teológica o religiosa al proceso independentista.

Un segundo paso, entonces, es detenernos en la interpretación histórica del proceso de la independencia. La clase de preguntas que podemos plantear a este nivel es, ¿qué tiene que ver la religión con la independencia de los estados latinoamericanos? Esto sí que nos abre un amplio campo de trabajo e investigación. Contrariamente a lo que ocurre en nuestros días, cuando la cosa religiosa está acorralada en el ámbito de lo privado y hasta suena de mal gusto hablar de ello en público, espacio este último en donde se privilegia lo secular y cosmopolita, en casi cualquier época del pasado la religión jugó un papel fundamental en la historia humana, en todas las sociedades y regiones del mundo. Sin ir más lejos, los propios españoles entendieron – o quisieron entender – su empresa de colonización americana como una noble tarea de extensión de su religión católica entre los aborígenes del continente. El clero católico tubo un peso enorme en la conquista y durante todo el periodo colonial, desde la educación hasta la economía; la sociedad o sociedades coloniales se describen primeramente como sociedades católicas, con todo lo que ello conlleva. En este nivel resulta interesante destacar que la crisis independentista se nos ha descrito de manera paradójica; cuando niños nos enseñaron que las principales causas de la lucha fueron políticas y económicas, sin embargo, durante la colonia imperaba un orden político – religioso que estructuraba toda la vida colonial en el imperio español, ¿no hubo entonces también una crisis religiosa?

Llegamos así a un tercer paso, la cuestión de la paradoja político – religiosa de la independencia. Hemos dicho que a grandes rasgos el proceso de independencia se inicia hacia 1810; hasta esa fecha existe un orden político – religioso que es el imperio español, pero después de esa fecha hablamos de una crisis que sólo es política y económica. Después de todo, la lucha se da entre patriotas y realistas, donde todos son católicos, ergo, no había causas religiosas para esta guerra. Pero aquí intuimos que se esconde alguna cosa; un orden político – religioso, como el que existía hasta 1810, no se convierte después en sólo un desorden político a secas. De hecho, una mirada más cercana nos confirma que la guerra de independencia fue una guerra político – religiosa. Ya hemos adelantado los casos paradigmáticos de Hidalgo y Morelos en México, donde no hubo solamente un juicio político, sino uno religioso, excomunión incluida. Las primeras décadas que siguieron a la independencia dan testimonio de las complejas o a veces nulas relaciones entre los nuevos estados independientes y las máximas autoridades católicas en Roma. De hecho, los Papas tardarían muchos años en reconocer a los nuevos estados y gobiernos. ¿Por qué? Sencillamente porque el clero católico era un brazo más del imperio español. Es cierto, hubo casos como los ya mencionados de sacerdotes que lucharon del lado de los patriotas; pero aquí no hay que perderse, la institución como tal estaba del lado del bando español, pues el clero era doblemente obediente al Papa y al Rey de España. Además, el Papa de Roma era una monarca más, tan autócrata y absolutista como el rey español, por lo que no podía sino contemplar con reluctancia y rechazo la sublevación americana contra su legítimo señor el Rey. Para el Papado todas las revoluciones, comenzando con la francesa y siguiendo con las americanas, eran vistas como ataques demoníacos contra las autoridades divinamente ordenadas.

Revisar la historia del proceso de independencia de las colonias españolas que dio paso a los nuevos estados latinoamericanos es un asunto fascinante, entre otras razones, porque lo queramos o no, nos vuelve a confrontar con las dimensiones religiosas de la historia humana; un recordatorio de cómo la religión ha afectado nuestras vidas y nuestra historia.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Chaoskampf, la batalla del caos



Desde la segunda mitad del siglo XIX la influencia de las potencias occidentales sobre el imperio turco permitió que aventureros, coleccionistas y arqueólogos, principalmente franceses e ingleses, emprendieran expediciones para hallar y sacar a la luz los tesoros históricos del medio oriente. El resultado de esta actividad, entre otros muchos aspectos, llevó al descubrimiento de una serie de documentos de sumerios, acadios, babilónicos, asirios, hititas, fenicios, persas y elamitas, textos del segundo y primer milenio antes de Cristo que arrojaron nueva luz sobre muchas historias de la Biblia. Relatos como la creación y el diluvio o la historia de Noé, que hasta entonces eran vistos como exclusivos de la tradición bíblica judeo cristiana, pasaron a tener ahora una contraparte en los relatos de estos pueblos de la antigüedad. Obviamente, el resultado fue una profunda conmoción en los círculos bíblicos y teológicos cristianos. Por primera vez se sabía que Noé tenía un correlato en Gilgamesh, o que la historia de Adán y Eva podía contrastarse con el Enuma elish, la epopeya babilónica de la creación. La reacción de sorpresa y estupor pasó a ser de alarma cuando algunos vieron en este descubrimiento una vía para postular que la religión judía había evolucionado desde una religión mesopotámica más primitiva. ¿Estaba en peligro la Biblia? ¿Podían reducirse sus historias a simples elaboraciones de mitos babilónicos ancestrales?

A comienzos del siglo XX un erudito alemán de la escuela de la Formgeschichte, Herman Gunkel (1862-1932, foto principal), publicó los resultados de sus investigaciones sobre la relación entre la religión de Mesopotamia y la religión hebrea. Gunkel concluyó que Génesis 1, el relato mosaico de la creación, tenía un extraordinario parecido al relato babilónico del Enuma elish; es más, aventuró que en la historia bíblica había claras evidencias de adaptación de los mitos que conformaban la cosmología de Babilonia. Para ser más específicos, Gunkel centró su atención en el texto de Génesis 1:2,

Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”.

Según Gunkel la terminología hebrea claramente incorporaba ideas y conceptos sobre el origen del mundo que tenían un trasfondo babilónico. Ciertas palabras claves fueron destacadas por Gunkel como base de esta identificación:

Y la tierra estaba desordenada y vacía (tohu wabohu), y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo (tehom), y el Espíritu de Dios (ruah `elohim) se movía sobre la faz de las aguas”.

Las palabras que hemos destacado en hebreo en el pasaje de Génesis 1:2 contienen la llave para entender la teoría de Gunkel. En resumen, según Gunkel el hebreo tehom (traducido en la RV como “abismo”) corresponde a la versión hebrea del ser mitológico Tiamat, la diosa y monstruo primigenio con la que arranca el relato del Enuma elish. Precisamente la historia babilónica principia con el universo en un estado de caos o desorden generalizado, desorden que es instaurado por Tiamat. Gunkel cree que la expresión hebrea tohu wabohu (que la Reina Valera traduce “desordenada y vacía”) es el correlato hebreo del estado de caos del universo original, tal como cuenta la narración del Enuma elish. Según el mito babilónico, el dios Marduk, el más importante de los dioses babilónicos y deidad tutelar de la ciudad de Babilonia, fue el principal antagonista de Tiamat. Marduk enfrenta a la diosa Tiamat, el gran monstruo, y la derrota gracias a que envía contra ella los vientos que despedazan su cuerpo, con cuyos restos Marduk crea la tierra. Gunkel encuentra reminiscencias de esta lucha mítica ancestral en la expresión hebrea ruah `elohim, que la mayoría de las versiones traducen como “Espíritu de Dios”, puesto que ruah puede traducirse precisamente como “viento” o “espíritu”; pero según Gunkel aquí es evidente que el autor hebreo conservó el recuerdo ancestral de los vientos del caos del relato babilónico. Así que, en resumen, Gunkel nos presenta un ejemplo de cómo antiguos mitos del medio oriente, en este caso específicamente de Babilonia, se colaron por las páginas de la Biblia por la simple razón de que el autor u autores del Génesis eran semitas y compartían con los habitantes de Mesopotamia una base común de mitos y leyendas que conformaban una cosmología, una visión del mundo, muy similar. Para ponerlo más explícito en palabras del mismo Gunkel:

Si es el caso, sin embargo, que un fragmento de un mito cosmogónico se haya preservado en Génesis 1, entonces no se puede permitir rechazar por más tiempo la posibilidad de que el capítulo entero pudiera ser un mito que se transformó en una narración”.

Después de Gunkel, una sucesión de otros autores e investigadores han apoyado la teoría de que el relato hebreo de la creación en Génesis 1 tiene un trasfondo babilónico. Para muchos académicos ya es un hecho que Génesis 1:2 es un claro ejemplo de una cosmología primitiva común a todos los pueblos semitas del medio oriente y en cuyo origen hay una idea mitológica de un caos original, confrontado por una o varias deidades, y de cuya lucha deviene el universo y la humanidad. En términos de Gunkel, estamos frente a una Chaoskampf o batalla del caos, un mito compartido por babilónicos, sumerios, acadios, asirios y hebreos.

Pero, ¿están todos los autores de acuerdo con esta teoría? ¿Qué dice el mundo evangélico ante la tesis de que el Génesis sea un mero pastiche de viejos mitos? Por cierto que hay una gran divergencia de opiniones, como no podría ser de otra manera. Esta polémica tiene que ver con las debilidades que enfrenta la teoría de Gunkel, algunas de las cuales trataremos de dilucidar en lo que sigue.

Como en todas las cosas, la exégesis es el punto de partida de cualquier análisis sobre la suposición de que en Génesis 1:2 nos hallamos frente a un mito primitivo, frente a una batalla que opone a un dios-creador y un ser mítico responsable del caos primigenio. El breve resumen que presentamos previamente señala el papel crítico de ciertas frases del texto hebreo que de acuerdo con Gunkel apuntan en la dirección de un mito cosmológico muy antiguo. Pero la interpretación que nos ofrece Gunkel enfrenta dificultades mayores al estudiar con detención esa misma fraseología en el contexto general del Génesis, del Pentateuco y del Antiguo Testamento considerado como un todo. Veamos por ejemplo la estructura detallada del pasaje en cuestión:

1:2a, “Y la tierra estaba desordenada y vacía,”
1:2b, “y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo,”
1:2c, “y el espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”.

La idea de que tohu wabohu (“desordenada y vacía”) en 1:2a se refiere a un estado de caos primigenio, se contrapone con el sentido que hallamos en otros pasajes donde esta expresión no puede tener tal sentido caótico. Primeramente, con respecto a tohu, un sustantivo singular masculino, este término aparece 20 veces en la Biblia, 11 de las cuales en Isaías; su significado puede ser “desierto” (Deuteronomio 32:10), “desierto o devastación amenazante” (Isaías 34:11, donde se lee “destrucción”), o “nada, la nada” o bien carencia o vacuidad (1 Samuel 12:21). Un texto llamativo es Isaías 45:18, donde el sentido de desierto o deshabitado calza perfectamente: “Dios… el que formó la tierra… no la creó en vano (tohu, desierto), para que fuese habitada la creó”. El texto sigue la idea de que Dios no creó la tierra para ser un desierto, un lugar deshabitado, sino para ser habitada, para contener vida. Esta interpretación se ve reforzada por la literatura ugarítica, donde el término thw equivale al hebreo tohu y también significa “desierto”. Bohu también es un sustantivo singular masculino, que significa “vacío, caos, desecho”. Este término aparece sólo tres veces en las escrituras, siempre con tohu (Génesis 1:2, Isaías 34:11, Jeremías 4:23). La frase tohu wabohu al parecer era entendida en la literatura rabínica como una referencia a una tierra sin forma. Es interesante observar que en el contexto de Isaías 34:11 se nos describe una situación de una tierra asolada, deshabitada, un desierto. Misma noción que se despliega en Jeremías 4:23, en donde se da un notable paralelismo entre la ausencia de luz en el cielo y la ausencia de vida en la tierra, una imagen de tierra desierta reforzada por el contexto siguiente de los versos 25-26: “Miré, y no había hombre, y todas las aves del cielo se habían ido. Miré, y he aquí el campo fértil era un desierto, y todas sus ciudades eran asoladas delante de Jehová, delante del ardor de su ira”. Así que las dos otras ocasiones en que la frase tohu wabohu aparece en las escrituras no contiene ninguna alusión a una situación caótica, sino a una situación de una tierra desierta o asolada, carente de vida. Es precisamente la imagen que transmite Génesis 1:2; Moisés está describiendo la situación de la tierra antes de que aparezca la vida, y por la tanto la describe como deshabitada, una tierra vacía. Por lo demás, resulta bastante natural que el autor recurra a esta imagen, pues el desierto es la realidad inmediata de la audiencia a la cual se dirige el relato.

Con respecto al término tehom, que la VRV traduce en Génesis 1:2 como “abismo”, es un sustantivo singular femenino que significa “océano, abismo, sima, manantial. Especialmente el océano primordial, abisal, en parte subterráneo, que aflora en lagos, pozos, manantiales, y está presente en mares y ríos (de ahí se usa en plural)… superficie del océano”. En los Tárgum, así como en la literatura talmúdica y midráshica hebrea este término se interpreta como “profundidad, profundo, interior de la tierra”. La lectura de Gunkel de que tehom deriva del babilónico Tiamat y por tanto de que personifica a una deidad o un monstruo mitológico, enfrenta el problema de que el texto dice que las tinieblas estaban “sobre la faz del abismo (tehom)”; si por abismo se quería entender una persona ¿por qué las tinieblas estarían sólo sobre su rostro y no sobre todo el cuerpo? Esto aparece como una lectura forzada. Claramente el paralelismo entre 1:2b y 1:2c hace la lectura bastante más sencilla, las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, esto es, “sobre la faz de las aguas”, lo que no tiene nada de mitológico. Por otro lado, etimológicamente hablando, tampoco queda claro que el hebreo tehom derive del babilónico Tiamat. Más bien, la opinión actual se inclina por que tanto tehom como Tiamat derivan de una misma raíz semita común *thm, que significa “océano”. Que este es el caso en las escrituras se aprecia al revisar la aparición de tehom en el AT, donde siempre significa un flujo de aguas o el océano, sin que jamás haya ningún atisbo de personificación. Muchas veces tehom es paralelo a mayim, “aguas”, o yam, “mar”; otras veces significa “aguas subterráneas”, como en Deuteronomio 8:7. Incluso en el relato del diluvio (Génesis 7:11 y 8:2) el significado de tehom es de aguas que surgen de debajo de la superficie de la tierra. En ninguno de estos casos hay alguna personificación, tehom jamás se presenta en las escrituras como un poder o fuerza que se opone a la deidad, es meramente un aspecto inanimado de la creación.

Por último, con respecto a ruah `elohim en Génesis 1:2c, hay que precisar que ruah aparece 379 veces en la Biblia, pudiendo significar “viento y aliento”. La frase, que aparece 16 veces en hebreo y 5 en arameo, crea división entre quienes la interpretan como “Espíritu de Dios” y quienes la leen como un “viento” enviado por la deidad. La idea de los vientos hace el puente con la mitología babilónica, pues como ya lo dijimos antes, en la literatura de Babilonia se relata que el dios Marduk destruyó al monstruo Tiamat con la ayuda de los vientos. Así que aquí los seguidores de Gunkel ven una alusión al mito babilónico con este viento que viene de Dios. Sin embargo, la interpretación mitológica enfrenta el serio problema de que en el contexto inmediato de Génesis 1 el término `elohim se refiere indudablemente a Dios, el Creador que se revela en el relato. Además, la lectura de ruah como un “viento” genera el problema adicional de que en el resto del capítulo no tiene ninguna función. Por lo demás, si el autor hebreo hubiese querido expresar la idea de un viento fuerte o violento, tenía formas claras de hacerlo, tales como ruah gedola (1 Reyes 19:11, Job 1:19; Jonás 1:4, etc.); ruah se `ara o se `arot (Salmo 107:25; 148:8, etc.); ruah qadim es el viento tormentoso que destruye los barcos (Salmo 47:7; Jeremías 18:17, etc.). En resumen, no hay nada en ruah `elohim que sugiera la idea de un poder o una fuerza o monstruo mitológico que se resiste u opone a la acción de Dios.


Es cierto que quedan muchos detalles pendientes, pero en términos generales se puede afirmar que la investigación lingüística, etimológica y semántica hace altamente difícil o imposible sostener la lectura mitológica defendida a principios del siglo XX por Gunkel. La verdad es que los antecedentes del contexto literario, tanto del Antiguo Testamento como de la literatura del antiguo medio oriente, prácticamente descartan la posibilidad de una inserción mitológica en el relato de Génesis 1:2, al menos en la forma en que el texto hebreo ha llegado hasta nosotros.

viernes, 27 de agosto de 2010

Apocalipsis neperiano




Tanto para muchos que recuerdan sus días de colegio como para los estudiantes que las viven hoy en día, la lección de logaritmos debe estar entre los dolores de cabeza que se suele asociar con la clase de matemáticas. En el ABC de los ejercicios de matemáticas están los logaritmos de base 10 o logaritmos neperianos, representados por el símbolo Log. El término neperiano procede del nombre del matemático que precisamente inventó los logaritmos, el escocés John Napier (1550-1617). Otro de los personajes importantes de la historia de las matemáticas, Napier es por cierto un completo desconocido para la mayoría de lectores hispanoamericanos, pese a que, como veremos, su historia es tremendamente instructiva.

Napier puede caracterizarse como un puritano, un calvinista estricto, muy al talante del presbiterianismo que se imponía en el reino escocés, precisamente cuando las islas británicas eran cruzadas por la revolución religiosa del siglo XVI. La conmoción profunda que provocó la Reforma protestante en la sociedad de la época se expresó a su vez en las preocupaciones teológicas que se abrieron paso en la lectura de la Biblia, lo cual trajo al primer plano del debate cuestiones olvidadas hacía rato. Durante la edad media los temas escatológicos clásicos habían quedado relegados en general a un lugar de menor importancia. Desde que San Agustín había realizado una lectura alegórica de mucho del contenido del libro de Apocalipsis, prácticamente el asunto parecía zanjado. Esporádicamente los textos del Apocalipsis habían llamado la atención de algunos movimientos heterodoxos de los últimos siglos medievales, tales como valdenses y albigenses, quienes vieron en ellos argumentos para su polémica contra el sistema papal, pero en general los escolásticos – los hombres oficialmente a cargo de hacer teología - estaban más bien preocupados de debatir sobre la filosofía de Aristóteles que de releer la escatología bíblica. Probablemente en un mundo estable y que no parecía sujeto a grandes cambios, la lectura agustiniana era más que suficiente para las necesidades religiosas de la época.

La reforma del siglo XVI vino a cambiar todo eso. Hay que aclarar de entrada que el Apocalipsis no fue la lectura preferida de los reformadores. Ni Lutero, ni Calvino, ni Zwinglio dedicaron su tiempo y su pluma a escribir comentarios sobre el último libro de las escrituras. Es posible que ciertas dudas acerca de su canonicidad o de su cristología hayan levantado algunos recelos en los reformadores. Como fuere, la evolución política de los acontecimientos posteriores a 1517 hizo que las cosas giraran en otra dirección. Lutero terminó por decantar que la lectura del Apocalipsis le proporcionaba las herramientas bíblicas y teológicas que necesitaba para justificar su polémica contra el Papado: al identificar al Papa como el Anticristo, Lutero proporcionó a los protestantes su bandera de lucha y una lectura escatológica consistente. Por cierto que esta identificación no fue original de Lutero, ya hemos visto que había sido hecha antes por los heterodoxos medievales desde el siglo XII; pero el reformador alemán le dio un contenido histórico preciso: el conflicto Papado – protestantismo era ahora una lucha entre Dios y el diablo.

Desde que Lutero había hecho este feliz descubrimiento - que el Papa es el Anticristo - los protestantes de todos los países de Europa lo tomaron como una suerte de santo y seña de su causa. El Apocalipsis vino a tener un significado histórico muy real, mostraba el devenir de la iglesia del pasado, del presente y del futuro. La escatología se convirtió de pronto en una cuestión teológica fundamental para una gran mayoría de protestantes. La lectura del Apocalipsis vino a tomar una nueva luz cuando el choque contra los ejércitos católicos sembró los campos y ciudades de Europa con un rastro de sangre, destrucción y muerte. La locura dantesca de las guerras religiosas convenció a muchos de que los sueños y visiones de Juan eran ahora una realidad que se cumplía ante sus propios ojos. Por supuesto, esto a su vez retroalimentó a los estudiosos de las escrituras ante el desafío de leer el Apocalipsis y darle una interpretación que tuviese sentido para la audiencia protestante. Cuando su natal Escocia se pasó al bando calvinista, John Napier se halló precisamente ante ese desafío.

Por increíble que nos parezca a nosotros hoy en día, el creador de los logaritmos era un convencido estudioso de las escrituras y en particular de la escatología bíblica. Para poner las cosas en perspectiva hay que señalar que Napier publicó su texto sobre logaritmos hacia el final de su vida, mientras que sus reflexiones sobre el Apocalipsis vieron la luz mucho antes, en 1593, bajo el título de “A Plaine Discovery of the whole Revelation of Saint John”. En su momento la obra de Napier alcanzó gran popularidad en Escocia e Inglaterra; no sólo esto, luego disfrutó de amplia aceptación también en los medios protestantes del continente. Napier parece haber sido empujado a escribir su obra a la luz de los acontecimientos recientes de la lucha católico – protestante. Apenas unos años antes, en 1588, la famosa Armada Invencible de Felipe II de España había amenazado con una invasión a Inglaterra, que de haber fructificado habría significado la ruina del protestantismo en las islas. Pero la Armada fue destruida por las tormentas marinas, hecho que fue interpretado por ingleses y escoceses como una señal divina, una salvación provista por Dios contra las fuerzas demoníacas del Papa. Era la mano de Dios interviniendo en la historia. Es precisamente lo que ve Napier en la lectura del Apocalipsis.

¿Qué enseñaba Napier acerca del Apocalipsis? ¿Qué lecciones escatológicas derivaba para su época? ¿Cuándo sería el fin del mundo según sus cálculos? Es difícil resumir en un espacio breve el contenido total de las ideas escatológicas de Napier, pero algunos detalles generales nos ayudarán a entender las líneas de su pensamiento. Entre otros muchos detalles, Napier hacía una lectura muy precisa de Apocalipsis 9:1-3. Como él lo veía, la “estrella que cayó del cielo a la tierra” no era otro que Mahoma, el fundador del Islam. Las langostas que aparecen en el mismo pasaje corresponden a los turcos selyúcidas, cuyas victorias en Asia Menor entre los siglos XI y XIV les habían abierto las puertas de los Balcanes y de Europa. Esta idea específicamente no era novedosa, pues antes Lutero y otros habían identificado a los turcos como el “Gog y Magog” de la profecía de Ezequiel. Hay que tener presente que al momento de hacer esta identificación, los lectores protestantes asistían con espanto a la visión del “peligro turco” que había penetrado profundamente en Europa entre los siglos XVI y XVII, al punto de amenazar varias veces a la misma Viena, en el centro del continente. Por lo tanto, ver al imperio turco otomano como una fuerza demoníaca tenía mucho sentido para la audiencia de Napier. Siguiendo con su análisis, Napier identificaba el año 29, el año del bautismo de Jesús y del comienzo de su ministerio, como el momento de la apertura del primer sello (Apocalipsis 5 y 6). Luego, calculando que cada sello equivale a siete años, el séptimo sello, que coincide con la primera trompeta, le lleva hasta el año 71 (29 + 42), el año de la destrucción de Jerusalén y del fin del reino judío. Combinando la lectura del Apocalipsis con la del libro de Daniel, específicamente con Daniel 12:11-12, y definiendo la “abominación desoladora” como la que tubo lugar en el 365, el año que Juliano el Apóstata intentó reconstruir el templo de Jerusalén, Napier llega a la conclusión de que el fin de los tiempos ocurrirá en algún momento entre los años 1688 y 1786, fecha más lejana para el segundo regreso de Cristo.

Para nosotros hoy, que evidentemente contamos con la ventaja de la perspectiva histórica, nos puede sonar descabellada e inadmisible la interpretación escatológica de Napier, al menos a la luz de las líneas generales que resumimos antes. Sin embargo, es importante revisar algunos aspectos de contexto para hacer un juicio equilibrado del matemático escocés. Primeramente, llama la atención quiénes eran las personas involucradas en la investigación escatológica. Durante los siglos XVI y XVII, incluso hasta los primeros decenios del 1700, la Biblia en general y la escatología en particular eran tema de interés para los hombres que hacían ciencia o matemáticas, como es el caso de Napier. En aquellos tiempos no existía ninguna incompatibilidad entre hacer ciencia y estudiar las escrituras, leer filosofía y discutir sobre escatología. Los mismos hombres que llevaban adelante la investigación científica estaban a la vez personalmente involucrados en la conexión de la Biblia con su realidad histórica; Napier es otro ejemplo de un grupo en el que destacan además celebridades como el alemán Kepler y los ingleses Boyle y Newton, por citar algunos ejemplos. En segundo lugar es interesante dimensionar el calendario escatológico que manejaban estos personajes. Napier, ya hemos visto, situaba el fin del mundo para unos cien o doscientos años en el futuro. Newton creía que no tendría lugar antes del siglo XXI, a más de trescientos años de distancia de su época. Es cierto que había muchos otros autores contemporáneos que ubicaban el fin del mundo en su propia generación, pero quienes, como Napier y Newton, creían que el fin escatológico estaba distante en un mediano plazo asumían una disposición distinta al enfrentar la vida cotidiana. Este es el tercer aspecto a destacar, el compromiso personal con la época que les tocaba vivir. Napier era un fiel representante de quienes creían en un apocalipticismo que generaba consecuencias con su tiempo. Por un lado, no existe en él la renuncia al mundo que se ve en grupos cristianos de nuestros días, para quienes la inminencia del fin les lleva a desechar toda posibilidad de intentar otros cambios en el mundo de hoy, si total pronto se acabará todo. Para Napier este razonamiento era impensado; la certidumbre de un fin escatológico, aunque vislumbrado como algo distante a su tiempo, era la base de su “compromiso” religioso, en su caso y en el de la mayoría de sus correligionarios protestantes esto significaba tomar partido social y políticamente por la lucha contra el Anticristo. Por último, es notable que este involucramiento con lo escatológico estuviese exento de extremismos sociales, cosa muy frecuente entre quienes enarbolaban la bandera del Apocalipsis. Lejos de los experimentos a veces violentos que se vivieron en Alemania en días de Lutero, Napier no hizo apología de ninguna reacción de fuerza frente al orden establecido.

En resumen, Napier, el matemático, el inventor de los logaritmos, fue ante todo un hombre de fe, profundamente involucrado en los acontecimientos religiosos de su tiempo. Compartía con sus contemporáneos una genuina preocupación por la escatología bíblica, por el Apocalipsis en cuanto revelación divina del pasado, del presente y del futuro. Como muchos hombres de saber de su tiempo, para Napier el conocimiento matemático, científico, iba de la mano con el conocimiento bíblico; ambas eran dos caras de una misma búsqueda de la verdad. El apocalipticismo de Napier, como el de buena parte del movimiento protestante de la época, tenía un tono mesurado, pero optimista. Veían en el Apocalipsis el espejo de su lucha contra el Anticristo – el Papa – y tomaban en serio su parte de responsabilidad en esa lucha, aunque sin recurrir a extremismos sociales. Aun cuando critiquemos sus supuestos y las conclusiones a las que arribó, el apocalipticismo de Napier tiene el valor de no ser una espera resignada del fin del mundo; en este sentido se aleja de la postura extendida en muchos círculos evangélicos que reniegan de participar social o políticamente en la sociedad porque el fin del mundo es inminente. Para Napier y los protestantes de su tiempo esa no era una opción, actitud que ayuda a entender por qué la reforma no sucumbió a la reacción militar católica. El matemático escocés siguió afinando sus números para extraer los secretos de la Biblia, donde los logaritmos fueron una etapa final de ese desarrollo. Nosotros nos hemos quedado con sus logaritmos, aunque hace rato sepultamos en el olvido y el desconocimiento el esfuerzo teológico que estaba detrás de esa búsqueda.

viernes, 6 de agosto de 2010

Ugarit, las voces del pasado



Seguramente su nombre es desconocido para la mayoría del pueblo evangélico y para buena parte de quienes ministran en nuestras iglesias, pero es un nombre con el que vale la pena familiarizarse, por muy buenas razones que pretendemos desarrollar en el presente artículo.

Corría el año 1928 cuando una expedición de arqueólogos franceses excavó y sacó a la luz una ciudad que ya llevaba unos tres mil años en el olvido, sepultada en las arenas de la desértica costa siria del mediterráneo oriental. La investigación científica de esta hasta entonces desconocida ciudad del cercano oriente arrojó una riqueza de información tal que abrió una ventana única para conocer la existencia humana en una etapa tardía de la edad del bronce. Hoy se sabe que Ugarit era ya un asentamiento en fecha tan temprana como el 6.000 a.C., y que creció con el tiempo, hasta convertirse en una ciudad importante que mantuvo su preeminencia política y comercial por largos siglos, entre el 2.000 y el 1.200 a. C. Aparentemente la invasión de los pueblos del mar que afectó al Medio Oriente en esta última fecha significó la declinación de la ciudad y su posterior abandono, hasta que su nombre desapareció de los registros históricos por los próximos tres milenios.

Los arqueólogos sacaron a la luz toda una ciudad propiamente tal: excavaron el cementerio, palacios (en la foto superior ruinas del palacio real), templos, calles, mercados, casas de potentados y de humildes habitantes. Pero acaso uno de los tesoros más preciados de todas estas joyas del pasado haya sido el descubrimiento de unas tablillas escritas en varios idiomas, entre ellos un desconocido sistema de escritura cuneiforme, el ugarítico, con signos de representar un estadio de transición entre el cuneiforme antiguo y el alfabeto fenicio más moderno. Su descubrimiento, conjuntamente con una serie de documentos tales como contratos civiles, textos religiosos y tratados diplomáticos, representó un avance inestimable para entender la vida comercial, ciudadana, religiosa y política del Oriente Medio en el segundo milenio antes de Cristo.

¿Por qué es tan importante Ugarit? ¿Qué implicancias tiene para el estudioso del Antiguo Testamento? Basta una mirada al mapa del Medio Oriente para comenzar a entender la importancia de este descubrimiento: Ugarit se emplaza a menos de 300 km directamente al norte de Israel. Pero la cercanía geográfica, siendo de la mayor relevancia, incluso es sobrepasada por la cercanía histórica: Ugarit prosperaba en el 1.200 a. C., precisamente cuando los israelitas se asentaban en la Tierra Prometida, o ya llevaban un largo tiempo en ella, según sea la datación del Éxodo. En cualquier caso, la ciudad se hallaba dentro del radio de interés de los hebreos, pues formaba parte de la cultura cananea que se extendía a lo largo de la costa mediterránea del levante siro – palestino. La trascendencia cultural, política y comercial de Ugarit se explica por el hecho de haberse constituido en un punto neurálgico de confluencia de cuatro grandes civilizaciones en el Medio Oriente antiguo: la cultura hitita del norte (Anatolia), la babilónica del este, la egipcia del sur y la greco-chipriota del oeste (Micenas y el Egeo). Los hallazgos arqueológicos prueban fehacientemente los contactos y transacciones con estos cuatro referentes culturales. Más importante aún, Ugarit compartía muchos elementos básicos de la cultura cananea. De hecho, los descubrimientos en la ciudad han permitido a los historiadores contrastar los relatos del Antiguo Testamento acerca de la religión cananea con la cultura religiosa de Ugarit. Hasta entonces Baal, el extraño dios cananeo denunciado por los profetas hebreos, tenía escasos apoyos en la historiografía tradicional; pero Ugarit vino a cambiar todo eso al exponer el culto a Baal y otras deidades cananeas que se practicaba en dicha ciudad.

El cúmulo de información acopiado a partir de los descubrimientos en Ugarit tiene efectos directos en la lectura del Antiguo Testamento; algunos ejemplos nos ayudarán a ilustrar todo lo anterior. En el libro del profeta Amós, el autor se nos presenta como “uno de los pastores de Tecoa” (Amós 1:1). La palabra más frecuentemente usada en las escrituras para referirse a un pastor es ra`ha (הער), como leemos en Génesis 46:34, “porque para los egipcios es abominación todo pastor (ra`ha) de ovejas”. Sin embargo, en el pasaje citado de Amós 1:1 la palabra hebrea usada es noked (םידקנב). Este es un término tan poco común que sólo ocurre dos veces en las escrituras, siendo el otro caso el que vemos en 2 Reyes 3:4, “Entonces Mesa rey de Moab era propietario de ganados”. La expresión traducida en español “propietario de ganados” es el hebreo noked. En los textos de Ugarit el término nkd (el ugarítico era un idioma consonantado, al igual que el hebreo) aparece varias veces y se refiere a algo más que un mero pastor; denota usualmente a un potentado, un hombre que vive del negocio de animales, un personaje influyente y poderoso en la comunidad. De modo que bien pudiera ser que Amós haya sido un ganadero importante o por lo menos bastante más que un simple cuidador de ovejas. En el capítulo 6 del mismo libro nos encontramos con otra descarnada denuncia del profeta contra la sociedad israelita de entonces; en los primeros diez versículos de ese pasaje Amós denuncia la vida disipada y festiva de la clases acomodada de su tiempo, la vida de placeres de los ricos en medio de regados banquetes en sus lujosas casas, todo lo cual contrastaba con la situación de precariedad y pobreza que afectaba a grandes sectores de la población. Pues bien, los registros de Ugarit nos proporcionan una nueva luz sobre el carácter que podrían haber tenido tales fiestas o estilo de vida. Esto está relacionado con el conocimiento de una clase especial de celebración que se practicaba en Ugarit: la fiesta marzeah. Hasta donde se sabe, la fiesta marzeah estaba relacionada con aspectos cúlticos de la adoración de Baal, según los relatos mitológicos descubiertos. También se celebraba como parte de la firma de un contrato civil, con un correspondiente banquete que lo acompañaba. Lo que se ha podido precisar, en todos los casos en que se celebraba la fiesta, es que reunía un conjunto de características comunes: los participantes eran personas de un alto nivel económico; había abundancia de comida y de bebida; los excesos de alcohol terminaban en una completa borrachera; también había relaciones sexuales, dando lugar a verdaderas orgías. Tanto si la fiesta era real o mitológica, el desenfreno era total: los registros dicen que hombres y dioses acababan por lo general completamente borrachos y en una atmósfera de perdición completa. Otro aspecto común a la marzeah era su tono fúnebre o el estar asociada a aspectos funerarios, incluso de invocación o adoración de los muertos, lo que era parte del culto de Baal y otros dioses ugaríticos. Muchas de estas características parecen hallar eco en la denuncia que hace Amós en el capítulo 6. No cabe duda que la crítica del profeta se dirige a personas acomodadas – notar la referencia a las “casas de marfil”, sólo al alcance de los reyes y la aristocracia – que tenían tiempo para holgazanear y festejar. Asimismo, el detalle de los “corderos del rebaño” (6:4) se puede comparar con las estancias para los animales que estaban próximas al lugar en que se celebraba la marzeah en Ugarit. Por otro lado, el vino era un elemento central de esta fiesta, lo que también es aludido en el relato profético (Amós 6:6). El uso de tazones para beber también tiene connotaciones de culto, incluso el ambiente fúnebre está presente en el relato del profeta (Amós 6:6-10). En definitiva, la investigación histórica de la fiesta marzeah en Ugarit nos ayuda a dar una nueva mirada al relato de Amós; vemos ahora que en la fuerte denuncia y condenación del profeta perfectamente cabe la posibilidad de que las clases acomodadas de Israel estuviesen entregadas a prácticas del culto cananeo como la adoración a Baal que suscitaba la marzeah ugarítica. Es más, es muy probable que la condenación del profeta fuese alimentada por un sincretismo religioso, donde muchos israelitas mezclaban el culto a Yahvé con la adoración a Baal y otros dioses cananeos ancestrales. Al respecto, hay documentos que relatan un extraño culto a Yahvé y a su esposa, la diosa Astarté, prueba de que el sincretismo era una penosa realidad en Israel.

El aporte lingüístico que supone Ugarit para una mejor comprensión de los textos hebreos del Antiguo Testamento en modo alguno está confinado a los tiempos de Amós. Un ejemplo notable lo hallamos en la lectura de Génesis 1:2, donde leemos que “y la tierra estaba desordenada y vacía”. El término hebrea que nuestras Biblias en español traducen “desordenada” es el hebreo tohu. Mucha discusión ha habido acerca de este vocablo y su exacta significación, pero una posible interpretación es la de “desierto”, de modo que el pasaje citado podría parafrasearse diciendo que la tierra “estaba desierta y vacía”. Un apoyo externo a tal interpretación se encuentra precisamente en un texto ugarítico, donde aparece el vocablo thw, relacionado con el hebreo tohu, que los investigadores han descifrado como “desierto” o “estepa”. Interpretar tohu como alusivo a un desierto o tierra baldía, puede tener a su vez serias consecuencias para entender la cosmología de Génesis 1, si bien esa es otra historia que trataremos en el futuro. Lo importante ahora para nuestro análisis es que Ugarit nos ha ayudado a enriquecer nuestro conocimiento de la cultura y la lengua de los pueblos cananeos que rodeaban a Israel y ha potenciado nuestra comprensión del texto veterotestamentario.

Si tan sólo se mide por su impacto en la lectura moderna de la Biblia hebrea, el tesoro histórico de Ugarit debe contarse entre uno de los más importantes y significativos descubrimientos arqueológicos del siglo XX y debiera figurar como una lectura de referencia privilegiada en la exégesis del Antiguo Testamento. Es cierto que, como todo evento importante, el descubrimiento de Ugarit y su legado de documentos históricos ha levantado también polémicas en torno a los estudios bíblicos, pero todos estos hechos, tomados en su conjunto, no pueden sino ser buenas noticias para todo amante de las escrituras.

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