jueves, 31 de mayo de 2012

De Sol a Sol

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“Había una vez un rey…” Los cuentos infantiles casi siempre tienen un encabezado de este tenor y bien pudiera ser una apropiada manera de introducir el tema que nos ocupa hoy. Pues el rey y el reino del que vamos a tratar fue en su momento acaso el más importante y poderoso de cuantos eran conocidos. Luis XIV, el nombre de nuestro rey, es casi un personaje de cuento de hadas. Vivió la vida de un gran rey, rodeado de todos los lujos, la riqueza y el esplendor al que podía aspirar un monarca que lo tenía todo. Nacido en 1638, hijo del rey Luis XIII y de la reina Ana de Austria (aunque las malas lenguas decían que su verdadero padre era el cardenal Mazarino, consejero y probable amante de la reina), ascendió al trono a la muerte del rey en 1643, cuando el príncipe apenas tenía cinco años; su reinado sería el más largo de la historia europea, pues iba a durar 72 años, hasta 1715. Fue tal el poder y la riqueza adquiridos por este monarca que sus contemporáneos le comenzaron a llamar le Roi Soleil (el Rey Sol), apodo con el que todavía se le recuerda en los libros de historia. La idea detrás de esta frase es que la gloria y la magnificencia de su reinado alumbraban no sólo a Francia sino a toda Europa. Lo cierto es que Luis XIV llegó a convertirse en el arquetipo del absolutismo monárquico, un modelo de gobierno donde el estado centralizaba el poder total: político, militar, económico y religioso. A su vez, el monarca era la personificación viva del estado, de la nación; de ahí la célebre frase que sintetiza el absolutismo de boca del mismísimo Luis XIV: “el estado soy yo”. Así como los planetas giran en torno al sol, así Francia giraba en torno a su propio sol en la tierra, Luis XIV. Dueño del ejército más poderoso de su tiempo, Luis XIV se embarcó en una serie de guerras, que comenzaron con la invasión de las Provincias Unidas (Holanda) en 1672 y que por los próximos cuarenta años, salvo breves interrupciones, mantuvieron a Europa en guerra hasta 1713. Los ejércitos de Luis XIV, que en ese periodo no cesaron de crecer desde unos 200.000 hasta los 400.000 hombres (una cifra impresionante, desconocida en Europa desde los días del Imperio Romano), combatieron contra holandeses, ingleses, suizos, italianos, alemanes, austriacos y españoles, todo por la gloria de Francia… o mejor dicho, de Luis XIV. Claro que tantas guerras, la mantención del ejército y los lujos del Rey Sol costarían muy caro a Francia. Con el peso de la senectud encima, el Rey Sol pasó los últimos dos años de su reinado en paz; Francia y Europa estaban exhaustas, la pobreza rondaba en los campos.

Pero el agotamiento y la pobreza que afectaban a Europa no eran sólo el producto de casi cuatro décadas de guerras sucesivas, consecuencias sólo de la ambición política y territorial de Luis XIV. No, había otros factores que afectaban a Francia, a Europa y a decir verdad, al mundo entero. Muy lejos del trono, los palacios y los campos de batalla del Rey Sol, una serie de cambios extraordinarios acaecían por entonces en otro reino, el reino de la naturaleza. Casi como si una mano misteriosa hubiera decidido reírse de los asuntos humanos, lo cierto es que una serie de inviernos particularmente duros se dejaron caer durante la segunda mitad del siglo XVII y comienzos del siglo XVIII, coincidiendo a grandes rasgos con el dilatado reinado de Luis XIV: el gobierno del Rey Sol fue testigo de uno de los periodos más fríos y más helados de la historia europea reciente. Vaya ironía: la verdad es que la Europa del Rey Sol literalmente se moría de frío. ¿Qué misterioso fenómeno explicaba esta situación? Bien, la respuesta sólo la pudimos conocer mucho más tarde. La verdad es que la ciencia moderna, a través del estudio del clima y del conocimiento de los fenómenos astronómicos, ha podido dilucidar el misterioso (más bien, gélido) trastorno natural en días del Rey Sol.

Muy pero muy lejos, literalmente a millones de kilómetros de distancia del palacio de Versailles, el verdadero astro rey, nuestro sol, vivía un inusitado cambio en el comportamiento de lo que hoy conocemos como el fenómeno de las manchas solares. Para explicarlo de manera muy simple, el sol sigue sus propios ciclos de vida (“actividad solar”, en el lenguaje de la ciencia), una de cuyas manifestaciones es la aparición de manchas solares sobre su superficie. Este fenómeno ya había sido detectado en época muy temprano hacia el año 1000 DC, si hemos de creer a los escritos de los astrónomos chinos que serían los primeros en registrar este fenómeno solar. Pero el estudio científico de esta situación tendría que esperar hasta la invención del telescopio en 1610, instrumento que le permitió a Galileo fijar su atención en estas manchas (y de paso contribuir a su ceguera). Finalmente, desde el siglo XIX hasta ahora hemos llegado a descifrar el patrón que siguen estas manchas solares, que abarcan un ciclo de unos 11 años: al comienzo del ciclo casi no hay manchas, luego estas aumentan hasta que a mitad del ciclo llegan a un máximo para luego declinar otra vez a un mínimo hacia el término del periodo. Más interesante aún, las manchas solares están directamente relacionadas con la cantidad de radiación (energía del sol) que recibe la tierra y que es fundamental para todos los procesos que ocurren en el planeta. Para decirlo en simple, mientras más manchas solares, más “calor” recibe la tierra, y como la cantidad de manchas solares varían según la ciclicidad indicada, de la misma forma varía también la cantidad de calor que recibe el planeta. Ahora bien, el estudio moderno de la historia del clima en la tierra revela que esos ciclos no siempre han seguido la misma periodicidad; a veces los ciclos han sido más extendidos y otras más comprimidos, a veces la cantidad de manchas aumenta más de lo normal y otras, por el contrario, disminuye radicalmente. En estos últimos casos, cuando la presencia de las manchas solares disminuye de manera extraordinaria o por periodos muy prolongados, los científicos hablan de “mínimos” de actividad solar. Fue precisamente uno de esos mínimos, el Mínimo de Maunder, el que hoy sabemos afectó al mundo entre los siglos XVII y XVIII. El más estudiado y extraño de todos, el hoy célebre Mínimo de Maunder afectó a la tierra entre los años 1645 y 1715, casi exactamente la duración del reinado del Rey Sol. Durante ese tiempo las manchas solares desaparecieron prácticamente por completo, según indican los registros de los astrónomos europeos de la época. Observadores londinenses consignan que el invierno de 1694-1695 fue tan crudo que el Támesis permaneció congelado durante varias semanas, algo inimaginable hoy en día. En Francia la nieve cubrió el suelo casi tan al sur como Toulouse incluso hasta abril, mientras otros testimonios refieren que los lobos, hambrientos, bajaron desde los Alpes hasta el Languedoc. Los científicos estiman que la disminución de la insolación fue de tal magnitud que la tierra experimentó un enfriamiento de entre 0,2 y 0,6º C; aún peor, en algunas regiones del mundo se cree que las temperaturas bajaron entre 1 y 2º C. A todas luces, el Mínimo de Maunder enfrió al mundo por casi setenta años.(Ver gráfica más abajo del Mínimo de Maunder en el registro de los últimos 400 años de observación de las manchas solares).

Luis XIV fundó en 1666 la Académie Royale des Sciences, con el propósito de estimular la ciencia francesa, pero claramente los conocimientos de la época hacían imposible imaginar siquiera el complejo fenómeno climático que afectaba al mundo. Lo cierto es que la lujosa y licenciosa corte de Versalles jamás se enteró que precisamente durante casi todo el reinado de Luis XIV el sol brilló menos que nunca en los últimos siglos. Definitivamente la naturaleza no quiso alegrar la larga fiesta del Rey Sol.


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