martes, 28 de agosto de 2012

La Pequeña Era del Hielo




La cuarta versión de La Era del Hielo, la película animada, ha sido todo un éxito comercial como era de esperar; las aventuras del perezoso, el tigre y el mamut, y por cierto la ubicua ardilla, han capturado la atención y la imaginación de grandes y chicos. Más allá de la diversión, la película ha tenido el mérito de acercar al público general a una etapa de la historia del planeta, la era de las glaciaciones, de la que seguramente tenemos una vaga y legendaria imagen, de un tiempo cuando la tierra estuvo cubierta por el hielo, hace muchos, muchos miles o millones de años. El cine tiene esa maravillosa cualidad de recrear escenarios perdidos en el tiempo y traerlos de nuevo a nuestra contemplación – entretención y marketing de por medio. Nos aprovecharemos de esas temáticas que nos propone el séptimo arte para, en este y los próximos comentarios, rescatar ciertos escenarios fílmicos que tienen aristas científicas, filosóficas y también religiosas. Por lo pronto comencemos con la era del hielo, que por cierto – cosa menos sabida – no es tan remota como suponemos.

En términos geológicos la era del hielo, la época de las grandes glaciaciones cuasi planetarias, corresponde al periodo que los científicos denominan Pleistoceno. Esa etapa de la historia del planeta terminó hace unos 11.000 años, dando paso a la era actual, el Holoceno, término derivado del griego y que precisamente quiere decir “el periodo más reciente”. Si el Pleistoceno fue un periodo de clima frío (pues buena parte del planeta yacía bajo extensos glaciares), el Holoceno se caracteriza por mayores temperaturas, esto es, un clima más templado, lo cual a su vez creó el ambiente ideal para el desarrollo de la civilización humana de los últimos milenios. Pero aún dentro del Holoceno, si bien en promedio las temperaturas tendieron efectivamente a ser mayores que en el periodo precedente, siguieron produciéndose fluctuaciones que generaron nuevos escenarios de periodos fríos y cálidos que se alternaron a lo largo del tiempo. En los últimos mil años esas fluctuaciones han resultado particularmente sorprendentes. Así, hoy sabemos que durante la Edad Media, aproximadamente entre el 900 y el 1250, Europa experimentó lo que se conoce como el Optimo Climático Medieval o Periodo Cálido Medieval; las temperaturas fueron tan propicias para el desarrollo humano que incluso regiones normalmente frías y ambientalmente hostiles adquirieron un nuevo protagonismo. El mejor ejemplo de esto último lo representa Escandinavia, pues justo durante esos siglos tuvo lugar la expansión vikinga que se hizo sentir en todo el norte de Europa, incluso en el mediterráneo y hasta Tierra Santa; tal fue el retroceso de los hielos y la atenuación del frío que los vikingos pudieron cruzar el Atlántico norte a su gusto, colonizando Islandia y Groenlandia, llegando por el oeste hasta Norteamérica, varios siglos antes de Colón. Pero como lo anunciábamos anteriormente, durante el Holoceno las fluctuaciones climáticas, aunque atenuadas, siguieron actuando. Después de las extraordinarias condiciones ambientales del Optimo Climático Medieval, las temperaturas volvieron a cambiar en dirección opuesta: el clima se tornó frío, muy frío. Sin llegar a los rigores de las glaciaciones del Pleistoceno, lo que sobrevino fue un periodo de prolongado enfriamiento. Los científicos aún no llegan a un consenso absoluto, pero a grandes rasgos se puede afirmar que el nuevo periodo de frío se extendió entre los siglos XIV y XIX, por casi quinientos años. Todo indica que el clímax de ese periodo de bajas temperaturas se encuentra entre el 1500 y el 1850 aproximadamente, la época en que el descenso fue particularmente extremo: 0,6º C en promedio para todo el periodo.

En 1939 el investigador F. Matthes acuñó el término Little Ice Age (“Pequeña Era del Hielo”) para referirse a esa etapa de enfriamiento global, que si bien afectó a todo el mundo de maneras diferentes, fue particularmente duro en el hemisferio septentrional, en especial en las regiones vecinas al Atlántico Norte: Norteamérica y Europa. La moderna investigación científica ha propuesto distintas explicaciones para el cambio climático de aquel entonces: actividad volcánica que interfiere la recepción de la energía solar, cambios en la circulación atmosférica, modificaciones en la corriente termohalina del Atlántico Norte, incluso causas astronómicas tales como variaciones en la órbita terrestre o fluctuaciones en la actividad solar (ver “De Sol a Sol”, mayo 2012). Es muy posible que la explicación final obedezca a una suma de aquellas y otras causales, pero lo cierto es que se produjo un avance sustantivo de los hielos continentales (los glaciares, en especial en el hemisferio norte).

Los efectos que este cambio climático tuvo para la población humana fueron impresionantes. En las zonas costeras del Atlántico Norte la migración de ciertas especies – como el bacalao – se alteró de tal manera que la pesca se tornó incierta. En las regiones montañosas del interior el avance de los glaciares se devoró valles y villas, desplazando a muchas poblaciones de montaña de las que habían sido sus tierras ancestrales. Todo parece indicar que lo peor no fueron unas temperaturas extremadamente bajas (que las hubo) sino más bien las fluctuaciones estacionales extremas (inviernos lluviosos y congelados seguidos de veranos de tórrido calor) que arruinaron las plantaciones y las tierras de labranza. En 1315 un invierno muy frío fue seguido de un verano lluvioso; las cosechas se perdieron, pero los granos acumulados le permitieron a Europa salvar el impasse relativamente bien. Sin embargo, los próximos siete años se repitió la historia, la lluvia no paró: el resultado fue un desastre agrícola y una hambruna de proporciones bíblicas con miles de víctimas. El mal tiempo incidió en una menor disposición de luz solar; la sal que se producía por entonces dependía a su vez de la evaporación de agua de mar así que toda la cadena de mantención de alimentos se vio afectada: el precio de la sal y de los productos agrícolas se disparó. El célebre gran incendio que arruinó a Londres en 1666 tuvo lugar en medio de un verano inusualmente caluroso, que a su vez había sucedido a una primavera muy fría. No hace falta ser muy perspicaz para adelantar el efecto social de estas transformaciones en la naturaleza. En algunas poblaciones medievales se llevó a sacerdotes para exorcizar las montañas, pues la gente temía que había caído una maldición sobre ellos o que Dios los estaba castigando. Pero estas expresiones de piedad o contrición fueron seguidas luego por otras de violencia, cosa común cuando la gente se ve amenazada por el hambre o el miedo. A partir del 1500 Europa en particular experimentaría una espiral de transformaciones más o menos violentas, siendo la Reforma protestante probablemente la primera escenificación de este fenómeno: las luchas religiosas de los siglos XVI y XVII fueron seguidas a su vez por luchas sociales y políticas en los siglos siguientes. ¿Hasta qué punto las explosiones de violencia pueden explicarse en parte por el empeoramiento de las condiciones de vida producto de los cambios climáticos de la Pequeña Era del Hielo? ¿Cómo se relacionan las revoluciones religiosas, sociales, económicas y políticas de la Europa moderna con una población asediada por un clima  crecientemente hostil? ¿Tendrá la frontera protestantismo-catolicismo alguna relación con la respuesta religiosa al cambio climático post medieval?

Como siempre, el clima nos deja ver el sol sólo entre nubes; hay muchas preguntas pero aún faltan muchas respuestas. A lo menos algo podemos sacar en claro de toda esta historia: el cambio climático que afecta a nuestra generación no es algo nuevo en la experiencia humana. Lo diferente es la dirección del cambio: hace 600 años fue el enfriamiento, hoy es el calentamiento. Cosas del tiempo.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Allons enfants de la Patrie




A diferencia de las ciencias exactas, la ciencia histórica desde siempre ha estado sujeta  a los vaivenes de la interpretación; los hechos están ahí, pero su significado para nosotros no puede ser mediado por un lenguaje preciso, tal como el lenguaje matemático, de modo que constantemente debemos batallar, por así decirlo, con las diversas y muchas veces contradictorias escuelas históricas que, partiendo de los mismos hechos, suelen llevarnos por derroteros divergentes. Así ha sido desde los relatos de los primeros historiadores - Herodoto y Tucídides incluidos - y es algo con lo que cualquier estudioso o amante de la historia debe aprender a convivir. Cuanto más trascendente es el hecho histórico bajo estudio, tanto más complejo este proceso de intermediación.
                                                 
La revolución francesa, un hito como pocos en la historia, ejemplifica de manera superlativa la difícil tarea de interpretación de los hechos históricos pues, cualquiera sea nuestra lectura de los mismos, es una cuestión evidente por sí misma que estamos ante un punto de inflexión en el devenir de la humanidad. Las discusiones y polémicas que desde entonces han confrontado a los historiadores a lo largo de más de doscientos años de investigación y reflexión sobre ese periodo de la historia moderna no hacen sino agrandar en el tiempo la importancia de los sucesos que se desencadenaron a partir de julio de 1789 en la que era una de las principales potencias de Europa. Una de las interpretaciones clásicas sobre la revolución francesa ha sido la que presentó Karl Marx como parte de su filosofía de la historia: la revolución francesa no es sino la consecuencia lógica de la “evolución de la lucha de clases”, donde la clase productiva más importante – la burguesía – desplaza del poder a la nobleza, que era por entonces un estorbo al desarrollo de sus intereses como clase. Para Marx la revolución era una clara confirmación de su interpretación del “proceso histórico” por el cual una clase social toma por la fuerza el poder cuando la clase dominante representa un freno al desarrollo de las “fuerzas productivas”; la aristocracia detentaba el poder a contrapelo de la tendencia económica de la sociedad, por lo que la burguesía – motor del desarrollo económico – no tuvo otra opción que tomar las armas para apropiarse del poder político que usufructuaba una anacrónica aristocracia medieval. Así, para Max, como luego para todos los seguidores de la filosofía marxista de la historia, la revolución francesa es la antesala para un nuevo proceso revolucionario, en el que esta vez la burguesa clase media se convierte en la fuerza reaccionaria mientras una nueva clase social – el proletariado – se transforma en el nuevo protagonista del progreso económico; según este análisis marxista clásico la violencia revolucionaria volverá a explotar nuevamente cuando a su vez el proletariado deba echar a patadas a la burguesía del poder que ésta le arrebató a la aristocracia en la revolución francesa.

A lo menos desde mediados del siglo pasado otras escuelas históricas han presentado un serio cuestionamiento a la interpretación marxista clásica; según estas interpretaciones “revisionistas” el corazón del conflicto que cruza a la revolución francesa está menos en causas sociales – la lucha de clases marxista – cuanto más bien en transformaciones culturales que desestabilizaron a la sociedad del ancient regime. No tenemos aquí el tiempo ni el espacio para revisar en detalle esas otras interpretaciones - el lector puede consultar, entre otros, “The Cultural Origins of the French Revolution”, de Roger Chartier (1991), “A Critical Dictionary of the French Revolution” de Francois Furet y Mona Ozouf, y también “Origins of the French Revolution”, de William Doyle (1988) – pero la hebra cultural es una muy sugerente cuando uno toma en consideración las aristas religiosas de la revolución francesa. Para el investigador que tiene en cuenta a la religión como un factor importante en el desarrollo de los hechos históricos, la revolución francesa es un campo promisorio de reflexión y de cuestionamiento. Las revoluciones, como fenómenos de transformación política y social, han afectado a todas las comunidades humanas en mayor o menor grado; una vez que concurren las condiciones mínimas se puede producir un estallido social, independientemente de cuál sea el trasfondo religioso de una sociedad. Sin embargo, cuestiones religiosas se tornan particularmente llamativas al considerar los fenómenos revolucionarios que afectaron a occidente en las últimas décadas del siglo XVIII.

En las últimas décadas del siglo XVIII se registraron tres revoluciones de importancia: dos afectaron a países protestantes (Norteamérica y los Países Bajos) y una a una nación católica, Francia. Entre 1776 y 1781 se peleó la guerra de independencia de las colonias inglesas en Norteamérica, conflicto que a su vez inspiró la revolución que afectó a los Países Bajos entre 1780 y 1787. En una instancia los insurrectos triunfaron (en Norteamérica) y en la otra fracasaron (por la intervención militar de otra potencia protestante, Prusia, que invadió Holanda), pero en cualquier caso estas revoluciones tenían objetivos políticos y económicos más o menos definidos; hubo violencia, derramamiento de sangre y pasado un tiempo los protagonistas podían sacar las cuentas de si habían logrado y en qué medida sus objetivos, pero las sociedades afectadas por la convulsión social podían hacer un “control de daños” de la violencia revolucionaria y acordar un razonable mínimo de tolerancia para contener la violencia y restablecer la paz social, permitiendo así que la comunidad volviera a cierto estándar fundamental de coexistencia. Pero lo que ocurrió en Francia a partir de 1789 rompe todos los moldes y cánones de estas revoluciones previas. Uno de los rasgos más prominentes y más perturbadores de la revolución francesa es el paroxismo de violencia, un cuasi frenesí de salvajismo que resultó muy pero muy difícil de controlar. A diferencia de los casos norteamericano y holandés, la violencia en Francia pareció por momentos alimentarse de una fuente casi inagotable de crueldad, como si del interior mismo de la nación francesa se hubiesen abierto todos los ríos de odio y resentimiento acumulados por mucho tiempo y de una manera casi imposible de detener.

Al contrastar el distinto itinerario de las revoluciones en países protestantes (Norteamérica y Holanda) versus la realidad francesa, la situación es muy reveladora. ¿Cómo es que la principal potencia católica de Europa se hundió en un pozo de sangre casi sin fin? ¿Cómo es que un país cristiano fue incapaz de poner freno a los estallidos de violencia? Si en Norteamérica y Holanda fue posible “encauzar” la violencia revolucionaria ¿por qué una sociedad casi 100% católica no logró algo parecido, fijar algún límite racional a la violencia? Salvo unos cuantos miles de judíos (sefarditas que vivían en el extremo suroccidental del país y unos pocos askenazitas en Alsacia y Lorena), más pequeños grupos aislados de hugonotes, en los hechos la totalidad del país era católico, según el sueño de uniformidad religiosa del Papado y de la monarquía borbónica. ¿Por qué personas que tenían una misma y común formación religiosa no pudieron hallar una contención a los estallidos de violencia apelando a esos mismos principios básicos? La revolución francesa desnuda en este sentido una de las principales debilidades del proyecto histórico de la contrarreforma del siglo XVI: el manejo del conflicto en una sociedad. El proyecto político-religioso de la contrarreforma estaba basado en el uso de la fuerza, esa era su naturaleza última. Los Papas, arquitectos de la contrarreforma, no crearon esta ideología como un recurso retórico, suerte de apelación racional al diálogo para dirimir las diferencias con los protestantes. No, definitivamente la contrarreforma no tenía nada que ver con diálogo o con persuasión; el negocio de la contrarreforma era imponer por la fuerza de las armas la única iglesia verdadera, entiéndase, la iglesia católica, y al único representante de Cristo, el Papa. Con los disidentes, o sea los protestantes, la contrarreforma no perseguía otro objetivo que no fuera su eliminación total. Dicho en otras palabras, la contrarreforma creó una estructura social y cultural que ante el conflicto creado por la disidencia sólo sabía responder con la fuerza; las naciones católicas que abrazaron la causa de la contrarreforma estaban por lo tanto mal preparadas para manejar el conflicto social – la disidencia político o religiosa – pues las habilidades para negociar habían sido suplantadas por la respuesta violenta. Entre los protestantes, por el contrario, la necesidad de negociación era fundamental para salvar el conflicto que tenían no sólo con el Papado sino entre ellos mismos. Esta musculatura de manejo de conflictos por medio de la negociación, con todos los problemas y deficiencias que tuviera, ejercitada durante los siglos XVI y XVII, demostró toda su valía durante las revoluciones de fines del siglo XVIII. El conflicto, una vez estallado, podía resolverse para contener la violencia. Las sociedades católicas carecían de esas habilidades, lo que quedó de manifiesto tristemente en los días que siguieron a julio de 1789.

Vale la pena notar que Francia tenía una historia milenaria de cristianismo en sus espaldas; por el contrario, las colonias de Nueva Inglaterra no alcanzaban los doscientos años. Con todo, pese a su juventud, la sociedad de los colonos norteamericanos pudo sobreponerse a los cinco años de guerra de independencia y volver a restablecer la paz social para que la comunidad continuara su desarrollo. En Francia, por el contrario, iban a pasar casi tres décadas regadas de sangre antes de conseguir un respiro transitorio de paz en 1815. Cuando se considera por qué en general los países protestantes han tenido un mejor desempeño de desarrollo económico y material que los países católicos, no se debiera olvidar la importancia de la capacidad social de manejo de conflictos y de negociación, cuestión en la que los protestantes tuvieron mucho más éxito que los católicos, lo que en última instancia revela el carácter violento de la contrarreforma y de los Papas que la inspiraron. En sociedades donde la respuesta violenta se privilegiaba sobre las capacidades negociadoras, una revolución podía ser un asunto extremadamente peligroso y eventualmente inmanejable; la revolución francesa, con todas sus escenas de brutalidad y salvajismo, con toda lo difícil que se reveló el control de la violencia, ejemplifica dramáticamente la suerte que aguardaba a los que habían apostado por la contrarreforma. En este sentido, 1789 señala el convulso y mortífero final del proyecto llamado contrarreforma.

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