viernes, 27 de diciembre de 2013

El Arte de la Violación



“El Rapto de Europa” es una auténtica obra de arte: su autor, el Tiziano (c. 1490-1576), es un personaje clave en la pintura del siglo XVI y la obra misma una de las más importantes del arte renacentista. Pero la pintura es atrayente además por la historia que la rodea y las discusiones a las que ha dado lugar incluso en las últimas décadas. Así, por ejemplo, no sabemos qué nombre le dio el Tiziano y el título actual procede aparentemente de comienzos del siglo XVII, aunque está inspirado en la íntima relación entre la pintura y el motivo mitológico que le dio origen. En la mitología griega, Europa era hija del rey de Tiro y por tanto una princesa fenicia. Siendo una joven muy hermosa, atrajo las miradas del libidinoso Zeus, el soberano entre los dioses del Olimpo. Haciendo gala de su lujuria, Zeus adopta la forma de un poderoso toro para acercarse a la princesa. En el momento en que Europa, junto a sus doncellas, acompaña el rebaño de su padre en la orilla del mar, el toro (Zeus) se aproxima a la joven como un animal tierno y sumiso. Atraída por esta inesperada aparición Europa adorna con guirnaldas de flores los cuernos del toro y viéndolo dócil monta sobre él; ese es precisamente el momento esperado por el animal para zambullirse en el mar y nadar rumbo a Creta con su preciada carga. El mito no describe lo que allí sucede y sólo nos informa después que Europa ha quedado embarazada de Zeus. Ahora bien, para cualquiera que esté ligeramente familiarizado con los mitos griegos no es un misterio que Zeus viole a Europa en la isla. A decir verdad, la conducta de Zeus sigue un patrón más o menos estándar: cuando el padre de los dioses veía a una muchacha atractiva adoptaba una forma animal para atraer a la joven, secuestrarla, llevarla a un lugar retirado y allí violarla. El historial de seducciones, raptos y violaciones de mujeres y diosas a manos de Zeus es lo bastante extenso como para que el capítulo de Europa en realidad no sea más que un pequeño episodio. Empero, más de mil quinientos años después de que este episodio fuera redactado en el mundo grecorromano, atrajo la atención del maestro Tiziano.

La pintura se exhibe actualmente en el Isabella Stewart Gardner Museum de la ciudad de Boston, Estados Unidos, y es considerada como la mayor obra del Renacimiento italiano disponible en una colección americana. Fechada aproximadamente entre los años 1559 y 1562, la pintura inicialmente era parte de la obra que el Tiziano ejecutaba para su patrón de ese entonces, el rey Felipe II de España. En los círculos aristocráticos en los que se desenvolvían artistas y mecenas del Renacimiento, las historias de la mitología grecorromana eran ampliamente conocidas y formaban parte, hasta cierto punto, del currículum educativo de las élites. De modo que, si bien la pintura sólo muestra el rapto de Europa, de hecho sugiere asimismo la inminencia del ataque sexual, como por lo demás lo sabría cualquier buen conocedor del mito; el cielo gris y tormentoso hacia donde se dirige el toro con su princesa apunta hacia el dramático final: la desfloración de Europa. Pero la pintura no sólo anuncia la violencia sexual, también la erotiza. Varios detalles han llamado la atención de los expertos en este sentido. El despliegue del cuerpo de Europa es generoso en exhibir bastante de su anatomía desnuda. El sutil detalle de la mano de la mujer asida del cuerno del toro (un elemento fálico y por tanto de insinuación sexual). El Cupido que tiene su arco relajado, como si ya hubiese disparado su flecha y la princesa se hubiera enamorado (¿de su agresor?). A su vez, las miradas de los cupidos parecen dirigidas no al rostro de Europa, sino más bien a su entrepierna descubierta (¿tal vez a sus genitales?). La pañoleta o tela al viento, una señal de triunfo más que de dolor. Pero por sobre todo, el rostro de la princesa, inclinado en un ángulo tal que deja en la duda al espectador, ¿está asustada o disfruta el momento? ¿Expresa angustia o simple resignación? El conjunto de estos elementos lleva a muchos analistas a preguntarse si es una escena trágica o si la mujer está excitada por lo que viene. De ahí que la representación de Tiziano plantee la erotización del acto de violación. Pero hay aún un detalle más decidor. Si miramos con atención la pintura apreciamos claramente que el único personaje que nos observa es el toro. ¿Qué tiene de particular? Bueno, los expertos nos enseñan que cuando un personaje nos observa a través de una pintura, está invitando a los espectadores a poner su atención en él, a ponernos en su lugar, a simpatizar con él. Por lo que hemos dicho del mito en el que se inspira la pintura, la mirada del toro es un gesto y una invitación a simpatizar con el punto de vista del violador. En resumen, la representación sensual y excitante de Europa, la mirada del toro hacia nosotros y la ambigüedad erótica del cuadro, todo nos lleva a cuestionarnos si estamos ante una tragedia o una escena de placer. Lo que a su vez plantea – según otros eruditos – la ambigüedad moral que escenifica la pintura y que ronda por cierto casi todo acto de violación: ¿hay consentimiento o no? ¿Acaso mera resignación? Dado el problema que plantea el espinoso asunto del consentimiento en cualquier cargo judicial por violación, el dilema moral que sugiere esta obra maestra del Tiziano no deja de ser significativo para nosotros.

Pero, después de todo lo dicho, se preguntará el lector, ¿acaso el Tiziano era una especie de personaje indecente que no entendía la gravedad de una agresión sexual tan denigrante como la violación? ¿Por qué no fue más explícito en representar a una Europa horrorizada, en lugar de una mujer moralmente ambigua? Para ser justos, el Tiziano trataba de representar una historia griega y en la Grecia clásica, tanto en su mitología como en la vida real, las mujeres eran comúnmente entendidas como seres inmorales, casi degeneradas, siempre en busca de placer sexual. De esta idea de que las mujeres son seres sexualmente insaciables había sólo un paso a creer que las mujeres se excitan con la violación. Que en el fondo a la mujer le gusta ser violada es exactamente lo que creían los misóginos griegos; por brutal que nos parezca, los griegos daban por hecho que a las mujeres les encanta la violencia sexual masculina. Es casi como que los griegos nos dijeran: “¿te gusta esa mujer? Entonces viólala; así se trata a las mujeres”. Empero, por sorprendente que nos parezca, las ideas grecorromanas sobre la mujer y la violación no desaparecieron con el fin de esa civilización y el advenimiento del cristianismo. Investigaciones recientes nos advierten que la fantasía de que las mujeres disfrutan ser violadas estaba ampliamente extendida al menos entre los pintores del Renacimiento italiano, como lo demuestra Diane Wolfthal en “Images of Rape: The “heroic” tradition and its alternatives” (Cambridge, 1999), o en el arte renacentista y barroco italiano según lo reseña Yael Even en “Commodifying images of sexual violence in sixteenth-century Italy”, Source (2001) 20:13-19 y “The Emergence of Sexual Violence in Quattrocento Florentine Art” en “Violence in fiftheenth-century text and image”, E. Ducruck y Y. Even (eds.) Camden (2002). Incluso el tratamiento judicial de casos de violación en la Venecia renacentista apunta en la misma dirección, como lo sostiene la investigación de Guido Ruggiero, “The boundaries of eros: Sex crime and sexuality in Renaissance Venice” (Oxford University Press, 1985). Definitivamente mil años de cristianización no habían podido o sabido borrar los viejos mitos grecorromanos sobre mujeres y violación.

A casi cuatro siglos y medio de su composición, y en un contexto cultural muy distinto al de los griegos o al del Renacimiento, los espectadores modernos han comenzado a ver con otros ojos tanto el mito de Europa como la pintura de Tiziano que tan magistralmente se inspira en él. La violencia sexual en general y la dirigida contra la mujer en particular ya no son vistas con la condescendencia de antaño y por ello no es extraño que tanto una espectacular obra de arte, “El Rapto de Europa”, como su autor, el Tiziano, sean objeto de serias revisiones y cuestionamientos que confrontan la ética con el arte de la violación.


lunes, 25 de noviembre de 2013

La Violación de Tamar, ¿un Juego de Suma Cero?



Y cuando ella se la puso delante para que comiese, asió de ella, y le dijo: Ven, hermana mía, acuéstate conmigo. Ella entonces le respondió: No, hermano mío, no me hagas violencia; porque no se debe hacer así en Israel. No hagas tal vileza. Porque ¿adónde iría yo con mi deshonra? Y aún tú serías estimado como uno de los perversos en Israel. Te ruego, pues, ahora, que hables al rey, que él no me negará a ti. Mas él no la quiso oír, sino que pudiendo más que ella, la forzó, y se acostó con ella”. 2 Samuel 13:11-14.

En el día internacional de la no violencia contra la mujer nada mejor que continuar nuestro estudio en los pasos de la violación en la Biblia. La dramática historia de la vejación de Tamar por parte de su (medio) hermano Amnón es sin duda uno de esos episodios tristes de violencia sexual de que las páginas de la Biblia dan testimonio (el cuadro de Le Sueur, hacia 1640, es sólo el fruto de la imaginación del artista). La historia es ominosa en primer lugar por la suerte que corrió Tamar, pero también por el papel que desempeñaron los demás personajes aludidos directa o indirectamente en este ataque sexual. Sin duda Amnón es el villano principal, un tipo aparentemente voluble, susceptible a las insinuaciones de sus cercanos e incapaz de controlar sus pasiones e instintos. Su primo y concejero, Jonadab, era un “hombre muy astuto” (13:3), tanto que su astucia oscurece la moralidad de sus actos, no sólo por haber maquinado todo el engaño, sino además porque su posterior intervención (13:32) despierta sospechas: ¿qué tanto sabía de los planes de Absalón? ¿Acaso su concejo a Amnón era parte de otra maquinación? No mucho mejor parado queda el rey David; como padre de Tamar y principal defensor de la integridad de su hija el rey actúa enérgicamente: “se enojó mucho”. ¡¿Se enojó mucho?! Bueno, a decir verdad, el propio David venía saliendo de una reciente aventura sexual con Betsabé (2 Samuel 11) y de seguro el hombre no se sentía moralmente muy calificado para castigar a su hijo. Por último, Absalón; lo que comenzó con un mal concejo (13:5) Absalón lo termina con otro no más feliz: “Pues calla ahora, hermana mía” (13:20). En lugar de actuar para restablecer la honra de su hermana, Absalón se nos presenta más preocupado de preparar su propio golpe para acabar con quien era, dicho sea de paso, el heredero del rey.

No pocos expertos han reparado en una suerte de “historia oculta” de este episodio: su connotación política. Resulta que tener relaciones sexuales ilícitas con las féminas de una familia equivalía a deshonrar a la cabeza de esa familia, al padre (y por extensión a los demás varones de la casa). Un buen ejemplo es la historia de otra violación muy anterior, la de Dina, la hija de Jacob, violada por Siquem (Génesis 34); la brutal respuesta de los hijos de Jacob da cuenta de los fuertes códigos sociales que regulaban estos ataques sexuales. En lo que hoy es ya un clásico sobre esta materia, una serie de ensayos editados bajo el sugerente título “The Fate of Shechem” (Cambridge, 1977), el notable investigador J. Pitts-River trata el código de honor-vergüenza (u honor-deshonor) que en su opinión caracterizaba a las sociedades mediterráneas (de las que la hebrea era una más) y que operaba implacablemente en materias de conducta sexual. Según este autor, el honor se define principalmente en base a la sexualidad, tanto para hombres como para mujeres. El honor de un hombre se mide por la pureza sexual de las mujeres de su círculo familiar; como lo señala Pitts-River: “Las cualidades naturales de potencia o pureza sexual y las cualidades morales asociadas con ellas proveen el marco conceptual sobre el cual se construye el sistema (de honor y vergüenza)”.  En una sociedad así una de las formas en que un hombre puede demostrar su virilidad es compitiendo por los favores de las mujeres, lo que tiene a su vez consecuencias categóricas: el éxito en esta competencia se compra al precio de la deshonra del hombre que ha fallado en proteger a la mujer cuyos favores han sido recibidos. Pitts-River usa como ilustración de este punto la figura latina del Don Juan: “Don Juan, el destructor de reputaciones – este es el sentido básico del título burlador – cuyas aspiraciones al auto engrandecimiento están basadas sobre la noción de que el honor que tu quitas a otro se vuelve tuyo”. O como lo expone A. Gouldner en “Enter Plato” (New York, 1965), el honor es un juego de suma cero; el incremento en el honor de un hombre se consigue a expensas del de otro. Puesto que la conquista sexual sirve como demostración de masculinidad, el seductor o adúltero gana en estatura, pero a expensas de otro. Mientras más grande es el valor concedido a la pureza femenina, más intensa es la competencia por el preciado commodity, más grande es el honor que se gana con su conquista.

Uno podría cuestionarse si efectivamente este código o sistema ideológico de honor-vergüenza aplica también al pueblo hebreo; al menos Pitts-River cree que sí en base a su estudio del caso de Siquem y la violación de Dina. Es verdad que el texto bíblico no se expresa en el lenguaje del honor y deshonor, pero también es cierto que tampoco usa un término equivalente a “violación”. Pero si el lenguaje varía, las conductas sí resultan reveladoras. En este último sentido, las conductas tipificadas por Pitts-River y Gouldner relacionadas con la violencia sexual (la violación) parecen calzar bastante bien con los relatos bíblicos. En el caso de Dina, la reacción de sus hermanos no deja dudas sobre quién era la parte ofendida: “hizo vileza en Israel acostándose con la hija de Jacob” (Génesis 34:7). Cualesquiera hayan sido los sentimientos íntimos de Dina, lo que cuenta la historia es la vergüenza y reacción de los varones de la familia. La violencia sexual (y la violación es la suprema expresión de la misma) afecta directamente a los varones de la familia de la mujer violentada; cuestión que nos lleva de vuelta al caso de Tamar.

Si tuviéramos que resumir la intervención de los hombres que aparecen involucrados en esta historia y que son parientes de Tamar – Amnón, Jonadab, David y Absalón – habría que concluir que todos ellos fallaron miserablemente en lo que era su función principal en la familia del antiguo Israel: proteger la integridad física y sexual de las mujeres de la familia. Peor aún, la acción de Amnón - mancillar la honra de la hija del rey - tiene un claro componente político, pues equivale a deshonrar al mismísimo rey: un hombre que no puede gobernar su propia casa y asegurar a su hija difícilmente podrá hacerlo por el resto de la gente. Puesto en el contexto más amplio de 2 Samuel 12 – 20, el relato de Tamar ciertamente se inserta en una trama mayor de descomposición del reino davídico debido a intrigas internas, conjuras palaciegas y disputas dinásticas, todo lo cual queda patéticamente ejemplificado en la sangrienta sublevación posterior de Absalón. ¿Fue la violación de Tamar un elemento más en la lucha por el poder dentro de la familia real? ¿Fue acaso Tamar apenas un simple peón en el juego de ambiciones de una familia real en descomposición? Cualquiera sea la respuesta que demos a estas interrogantes una cosa es cierta: la inmoralidad sexual iniciada por David en 2 Samuel 11 trajo duras consecuencias. Si aplicáramos la teoría del honor como un juego de suma cero, el honor perdido por Urías fue capitalizado por David: no hubo ganancias ni pérdidas netas. Sin embargo, mirado en el largo plazo, David fue el perdedor absoluto de toda la operación: una hija violada, hijos asesinados y una cruenta revuelta. El concepto de la violencia sexual como un juego de suma cero en el marco del código honor-vergüenza del sistema mediterráneo antiguo puede ser muy útil para analizar la violencia sexual en el texto bíblico: nos ayuda a entender la dinámica de la violación en los relatos hebreos. Sin embargo, la historia de David y en particular la de su hija Tamar nos debiera recordar también que en el marco de la moral sexual de la Biblia la violencia sexual no es un juego de suma cero, es más bien un juego de pérdida neta: la violación de Tamar es un trágico recordatorio de ello.



martes, 29 de octubre de 2013

"O puedo ser tu violador"



Voy a ser tu mayordomo
Y vos harás el rol de señora bien
O puedo ser tu violador
La imaginación
Esta noche todo lo puede

La letra de “Juego de Seducción”, uno de los éxitos musicales de Soda Stereo, bien puede servir como puerta de entrada a una discusión que quizás no es tan común en América Latina, pero que sí es más conocida en el país del norte: la controversia sobre la cultura de la violación. Al tomar este ejemplo no pretendemos decir que Soda Stereo fuera un grupo machista, sexista o misógino, como tampoco que su música o letras hayan buscado incitar la violencia sexual contra la mujer. Nada de eso. Sin duda muchas personas en el continente han bailado o se han enamorado al ritmo del célebre grupo de rock y eso forma parte de las legítimas opciones de diversión de diversos sectores de la población. Simplemente tomamos aquí el ejemplo de uno de los temas favoritos de la banda para ilustrar lo que constituye precisamente el quid del asunto que tratamos, cual es: cuánta seriedad le asignamos al concepto “violación”, qué tanto entendemos la violencia sexual como un problema social y contemporáneo. Por cierto, todos sabemos que los compositores, artistas y músicos en general, y en particular los del ámbito del pop y el rock, se toman muchas licencias a la hora de explotar la creatividad en el arte, en especial cuando se trata de hablar del amor y del sexo. Por lo mismo, nadie esperará que cada canción que suena en la radio sea un concentrado de filosofía. Pero, por otro lado, también tenemos conciencia que el arte es un reflejo más del mundo y de la sociedad en que vivimos.

El concepto y lenguaje de la cultura de la violación surgió durante los años 1970s, precisamente con el nacimiento de la “segunda ola” del movimiento feminista en el hemisferio norte. 1975 es el año clave en la definición del concepto, a través del premiado documental “Rape Culture” de Margaret Lazarus y el quizás aún más influyente libro de Susan Brownmiller “Against Our Will”. La idea detrás del concepto es que la violación no es un problema de ciertos delincuentes y sus víctimas, no es un problema de individuos, sino un problema social, comunitario, un problema que tiene que ver con una cultura que cobija, alimenta y hasta cierto punto protege el acto de violación de mujeres. Las teóricas feministas de los años setentas y siguientes afirmaron que la violación es un problema cultural en aquellas sociedades en las que las mujeres no están empoderadas, donde subsisten diferencias significativas entre hombres y mujeres en términos económicos, políticos, educativos y laborales. Esas diferencias o esa falta de igualdad, sostiene el argumento, lleva a la exaltación de lo masculino y a la denigración de lo femenino, a que el hombre crea que está por encima de la mujer y en última instancia a la violación, la expresión máxima de violencia contra la mujer. Según lo ven las teóricas feministas, entonces, la violación es principalmente un acto de poder, o mejor dicho de abuso de poder, por el que el hombre reafirma su dominio sobre la mujer. Detrás de esta comprensión del fenómeno de la violación hay una serie de supuestos teóricos que explican su origen, lo que nos lleva a su vez a la discusión fundamental de cómo entender la violación y la conducta del violador.

Hasta los años setentas la violación era considerada por lo general el acto de un individuo desquiciado, un paria social, un delincuente de baja estofa que no controlaba sus peores instintos. La ley británica lo definía como “el conocimiento carnal de una mujer, no su esposa, violentamente y contra su voluntad”. En general se entiende que la violación comprende una compulsión forzada, donde la fuerza puede ser física o de carácter sicológica. En términos también generales, se entiende por violación la penetración vaginal, anal u oral por parte de un ofensor, usando su cuerpo (pene, manos) o un objeto inanimado. En realidad cualquier persona, hombre, mujer o niño, puede ser potencialmente víctima de violación (la violación puede ser heterosexual u homosexual), pero las estadísticas y la experiencia cotidiana indican que la abrumadora mayoría de las víctimas son mujeres y que la mayoría de los atacantes son hombres, de donde surgen preguntas claves, pero difíciles de responder, ¿por qué se produce la violación? ¿Qué explica la conducta del violador como agresor sexual? ¿Cómo entender la persistencia de esta violencia contra la mujer en particular?

El estudio de la literatura científica sobre la violación da cuenta de los cambios en la mirada académica y social acerca del tema. Hasta comienzos de los años setenta poco interés había en las ciencias sociales sobre la violación; uno de los primeros estudios propiamente tales, “Patterns in Forcible Rape” (1971), de Menachem Amir, sería después muy criticado por las feministas. Poco se avanzó en términos teóricos hasta el 2000, pero de la bibliografía disponible sobre la investigación científica relativa al delito de violación, dos textos presentan las teorías básicas: L. Ellis “Theories of Rape: Inquiries into the Causes of Sexual Aggression” Hemisphere, New York (1989) y O. Jones “Sex, Culture and the Biology of Rape: Toward Explanation and Prevention” California Law Review (1999) 87(4):827-942. Tres grandes categorías teóricas surgen de esta literatura: la evolucionista (biocomportamiento), la feminista (sociocultural) y la integrista. Las explicaciones evolucionistas o basadas en el biocomportamiento sostienen el papel central de la biología o más específicamente de los procesos de selección natural. En lo fundamental, los teóricos evolucionistas consideran que la violación es una táctica de copulación agresiva en respuesta a las presiones de selección natural que operan sobre los machos. Por el contrario, la explicación feminista o sociocultural sostiene que el placer sexual no es la causa primaria de la violación, sino más bien que la agresión sexual es una forma masculina de establecer y mantener dominio sobre la mujer; por tanto, la violación es una conducta socialmente adquirida, transmitida y reforzada a través de la aculturación de los hombres, que aprenden a considerar a las mujeres como inferiores o sometidas. Los integracionistas, por su parte, operan sobre la mezcla de distintos elementos de ambas teorías.

Lo cierto es que para el año 2000 se comenzó a expandir en el mundo académico norteamericano – particularmente en la sicología, la sociología y la antropología – el cambio teórico fundamental sostenido por las feministas: la violación dejó de ser vista como un problema de un malhechor individual y su víctima, y pasó ser considerado un problema social, un problema cuya solución compete al conjunto de la sociedad que permite (¿ayuda?) a la perpetuación de la violencia contra la mujer: el concepto de la cultura de la violación comenzó a tener sustento teórico y social. Uno de los elementos que define la “cultura de la violación” según sus teóricos es la distinta responsabilidad moral y social que esa cultura coloca sobre hombres y mujeres. Para decirlo en términos más simples, en la cultura de la violación la mujer es responsable (¿culpable?) de su propia violación, mientras que el hombre… bueno, el hombre es un depredador sexual innato, su tendencia natural es hacia la penetración; ergo, la mujer es responsable de incitar/no incitar la conducta masculina (natural) de penetración. De la mano con este predicamento van viejos mitos misóginos (heredados de griegos y romanos), como el que señala que a la mujer le gusta la violencia masculina y aún desea, secretamente, ser violada. Como la mujer es un agente sexual pasivo y el hombre un agente sexual activo – otro mito grecorromano – a la mujer le excita la idea de ser violada. Esta mitología explosiva estaría detrás de la psiquis del violador: el comportamiento femenino es decodificado en términos del instinto de violación. Así, cuando una mujer se viste de una manera determinada, se comporta de un modo específico o se coloca en un lugar inapropiado, todas estas distintas situaciones son procesadas en términos de un solo mensaje sexual: “¡viólame!”. De ahí la típica sorpresa del violador al ser acusado: ¡“Pero si ella quería tener sexo!”.

Es verdad que la competencia entre explicaciones “biológicas” versus “culturales” supera con mucho el tema de la violación y forma parte de una controversia bastante más voluminosa, sobre todo dado el carácter del movimiento feminista. También es verdad que la idea de la “cultura de la violación” – el concepto de que la sociedad es responsable por la misoginia masculina que perpetúa la conducta del violador – es hoy en día objeto de polémica y discusión en el hemisferio norte. Pero una cosa es indudable: la violación sigue siendo un problema social significativo en muchas sociedades en el mundo y Latinoamérica no es la excepción. Como tampoco podemos negar que los viejos mitos misóginos heredados de la cultura grecorromana hace más de dos mil años se han mantenido muchas veces incólumes hasta nuestros días y se perpetúan en las mentes de muchos hombres de nuestro tiempo. De seguro griegos y romanos habrían entonado con entusiasmo aquello de “puedo ser tu violador”.

En los próximos días mayores datos en facebook y un interesante link para descargar un excelente texto de consejería para víctimas de violación (en inglés).  

lunes, 30 de septiembre de 2013

1913-2013, Cien años de “Tótem y Tabú”




En nuestro artículo anterior reflexionábamos sobre la próxima conmemoración de los cien años del inicio de la Primera Guerra Mundial. Pero en vísperas del estallido de la Gran Guerra tuvo lugar otro hito muy significativo, del cual este año se cumple también su primer centenario; nos referimos a la publicación en 1913 de “Totem und Tabu” (“Tótem y Tabú”), una de las principales obras del neurólogo y siquiatra austriaco Sigmund Freud, el creador del sicoanálisis. Las circunstancias que rodearon su composición así como el lugar que ocupa en el corpus freudiano hacen de este libro una pieza fundamental para entender a la Europa de la época, pero por sobre todo a los europeos, a la sociedad vista bajo la lupa psicoanalítica de Freud. Así, por ejemplo, los dos conceptos que Freud usó para titular su libro, “tótem” y “tabú”, no son palabras cualesquiera tomadas al azar o producto de un arrebato de inspiración súbita; nada más alejado de la realidad. Prima facie, el uso de estos conceptos indica de entrada la postura provocativa de su autor, lo que queda en evidencia si rastreamos el origen de estas palabras y, lo que es más importante aún, el uso y significado que adquirieron las mismas en las discusiones académicas y científicas previas a 1913. Vamos por parte.

Tótem aparece por primera vez en imprenta en un texto publicado en Londres en 1791 titulado “Voyages and Travels of an Indian Interpreter and Trader” y cuyo autor era un tal James Long, un comerciante que decía haber tenido mucho contacto con indígenas de Norteamérica durante sus desplazamientos por esa región del mundo. El relato de Long podría haber pasado a constituir una pieza más de la ya por entonces abultada literatura de viajes que fascinaba a los lectores europeos del siglo XVIII y haber quedado como una entretención para filólogos, de no ser porque una nueva ciencia, la antropología - o para usar el lenguaje popular de entonces, etnografía – rescató el vocablo y lo utilizó como parte de su nuevo arsenal teórico. Este paso lo dio el antropólogo escocés John Ferguson McLennan (1827-1881), quien publicó en 1869 un artículo titulado “The Worship of Animals and Plants”, en el que, partiendo de un análisis comparado de relatos similares de otras latitudes, postuló que existe una tendencia humana universal a reverenciar los “poderes místicos” de los seres vivos y por tanto que “tótem” (o “totemismo”) representaba una etapa primitiva, quizás las primeras fases, de la evolución religiosa de los seres humanos. A partir de aquí se produjo una explosión de literatura sobre “totemismo” a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX y de entre ella destacan en particular, de James G. Frazer “Totemism and Exogamy: A Treatise on Certain Early Forms of Superstition and Society” (1910) y de Emil Durkheim  “Les Formes élémentaires de la vie religieuse: Le systeme totemique en Australie” (París, 1912). Por otro lado, el concepto de “tabú” fue introducido en Inglaterra con la impresión en 1784 de los primeros volúmenes de “A Voyage to the Pacific Ocean…”, la obra de extenso título que resume las aventuras de exploración del capitán James Cook por las islas de la polinesia. Fue en el encuentro con los nativos de esas latitudes que Cook y su tripulación escucharon por primera vez el vocablo “tabú”, con la ambivalente idea de “consagrado” o “prohibido”, pues al parecer los ingleses nunca terminaron de comprender si el concepto indicaba “sagrado” o “contaminado”, aunque, como aclara E. Shortland en “Traditions and Superstitions of the New Zealanders” (Londres, 1854), etimológicamente el maorí tapu deriva de ta, “marcar” y pu, “completamente”. En cualquier caso, el vocablo iba a adquirir vida propia en los siglos XIX y XX. Al menos en la comprensión de los antropólogos, el concepto quedó fuertemente ligado a restricciones o normas sobre los alimentos (“food taboo”) y las relaciones sexuales (por ejemplo, el tabú del incesto) impuestas por la autoridad social (en el caso original de las tribus polinésicas, al parecer por decisión del jefe de la tribu).

En resumen, ¿qué tenemos entonces? Para 1913, los conceptos de “tótem” y “tabú” estaban fuertemente conectados con los estudios antropológicos (y también mitológicos) que pretendían describir la religión de los pueblos “primitivos” o “salvajes”, ya sea como parte de la evolución de la religión desde fases más básicas hacia otras más elaboradas, ya sea para contrastar esas creencias con las más “modernas” de la civilización europea en su versión del siglo XIX. Así, pues, al ligar estos dos conceptos, Freud ya nos está advirtiendo que su obra está relacionada con esa empresa de la ciencia europea que intenta escribir la historia y la evolución de lo religioso en el ser humano. Pero las palabras por sí solas, por poderosas que sean, nos llevan sólo hasta cierto punto del camino, hasta donde el contexto de la época nos permite llegar; de allí en adelante tenemos que asirnos de algo más que nos ayude a entender el contexto personal de Freud.

En los primeros años del siglo XX Sigmund Freud había delineado lo que él sostendría en adelante era la piedra angular de su teoría del sicoanálisis: el complejo de Edipo. En realidad fue en 1910 que Freud bautizó su teoría fundamental como “complejo de Edipo”, cuando adaptó la palabra “complejo”, un concepto que tomó prestado del suizo Carl Gustav Jung – por entonces uno de sus más destacados y brillantes discípulos – y que le sirvió para caracterizar a la neurosis en la que había trabajado por varios años. Por entonces Freud había reunido en torno de sí a un significativo número de seguidores, tanto de su nativa Austria como de Suiza y otros países europeos. De hecho los lectores de Freud ya habían cruzado el Atlántico y así fue que en septiembre de 1909 Freud, acompañado por Jung y Ferenczi, visitó la Clark University en Worcester, Massachusetts, Estados Unidos, introduciendo así el psicoanálisis en Norteamérica. De modo que para 1910 el joven movimiento sicoanalítico era ya un fenómeno mundial. Pero, detrás de las apariencias, no todo era color de rosa para Sigmund Freud. Lenta pero inevitablemente las diferencias de opinión entre el patriarca y sus discípulos comenzaron a resquebrajar la unidad del movimiento. Todo indica que fue precisamente la insistencia de Freud sobre la centralidad absoluta del complejo de Edipo lo que habría gatillado las mayores discusiones. En el fondo de estas controversias teóricas subyace el papel dominante del sexo; según Freud el dominio casi absoluto de la libido o el deseo sexual como fuerza instintiva básica que afecta al inconsciente es una cuestión que no admite discusión y eso es lo que está detrás del complejo de Edipo. Pero aquí algunos de sus discípulos comenzaron a disentir y hasta objetaron la postura de Freud al respecto como demasiado cerrada, casi dogmática. La primera defección fue la de Adler, sin duda muy impactante; pero la que siguió, la de Jung en 1912, fue igualmente famosa y por cierto particularmente dolorosa: hasta entonces, Freud había visto a Jung  como su “heredero”. Pero Jung publicó ese año “Símbolos y Transformaciones de la Libido”, donde ofrecía una interpretación de la libido (o “energía síquica”, para usar la terminología de Jung) y del complejo de Edipo que se alejaba radicalmente de la postura freudiana. Lo que vendría luego sería un tenso intercambio epistolar, cruzado por acusaciones y descalificaciones mutuas, la renuncia de Jung a sus cargos en la organización sicoanalítica internacional y después el silencio, que Freud interrumpiría en 1913 con “Tótem y Tabú”.

Como sostienen muchos investigadores actuales, hay buenas razones para suponer que “Tótem y Tabú” es una respuesta directa, acaso incluso un contraataque frontal, dirigido hacia Jung. Habiendo masticado durante un año su rabia, Freud desata ahora toda su artillería para contrarrestar a Jung y reafirmar el carácter fundamental del complejo de Edipo. Dicho en otras palabras, “Tótem y Tabú” demostrará de manera categórica cuán equivocado está Jung. Hasta entonces el complejo de Edipo ha sido postulado por Freud para explicar el comportamiento neurótico; desde ahora, el complejo de Edipo escala hasta alturas cósmicas, se vuelve nada menos que la explicación sicoanalítica de la historia y la civilización humana. Freud procede a ubicarnos en un pasado remoto, uno en donde no hay más humanos que los que constituyen la “horda primigenia”, la primera colectividad humana; esta tribu está gobernada por un jefe, un patriarca celoso, que reserva sólo para sí el acceso sexual a las mujeres de la tribu. Irritados por esta intolerable situación, los hijos se rebelan contra el patriarca y lo matan, para luego distribuir las mujeres entre ellos. Pero el remordimiento de sus conciencias por el asesinato del padre gatilla dos respuestas fundamentales para la historia humana, dos respuestas que, según Freud, conectan los dos principales tabús (o restricciones totémicas), el sexual y el alimentario, con el complejo de Edipo. Primero, la imposición del “tabú del incesto”. Segundo, la invención de Dios y la religión. Como una fórmula para escapar o sublimar la culpa por el parricidio cometido, los primeros humanos proyectan en un símbolo, Dios, la imagen del padre asesinado y reconstituyen el vínculo perdido padre-hijo a través de la invención Dios-adorador; para expiar su culpa instituyen luego el “sacrificio vicario” de un animal ofrecido en holocausto: así, la sangre del sacrificio servirá de propiciación en lugar de la sangre de los verdaderos culpables humanos. Así, pues, la religión no es otra cosa que un invento primitivo para paliar el miedo infantil de un hijo hacia su padre (para Freud el primer tótem es un símbolo paterno), o como lo dirá Freud más tarde, una “neurosis obsesiva colectiva” subyace a todas las religiones.

Es significativo que entre la acuñación del término “complejo de Edipo” (1910) hasta la aparición de “Tótem y Tabú” (1913), esto es, durante un lapso de tres años, Freud no haya publicado nada sobre el complejo de Edipo, lo que refuerza la idea de que la reformulación del complejo en términos “cósmicos”, como es la presentación en “Tótem y Tabú”, pretendía reafirmar la ortodoxia sicoanalítica en contra de la “herejía” de Jung. De paso, como el lector habrá apreciado, Freud nos regaló una “joyita” para entender su postura atea y anti religiosa, como queda consignado claramente en el subtítulo de la obra “Algunos puntos de acuerdo entre las vidas mentales de salvajes y neuróticos”. Claro que no sólo los espíritus religiosos pudieron llegar a sentirse agraviados por esta historia de la “horda primigenia” y el origen de la religión, la moral y la civilización. La verdad es que la ecuación “salvajes = neuróticos”, o al menos el intento de igualar las vidas de quienes viven en otros estadios culturales con las de quienes sufren trastornos síquicos en las sociedades modernas, iba a producir un duradero y profundo quiebre entre la antropología y el sicoanálisis a lo largo del siglo XX. Al final del día, valdrá la pena consignar que la fascinación científica por términos como “tótem” o “tabú”, tan en boga a comienzos del 1900, hace rato que ya pasó a la historia o ha sido sujeta a toda una revisión en un sentido muy distinto al propuesto por Freud, siendo en el caso del totemismo quizás la mayor obra al respecto el famoso libro “Le Totemism aujourd´hui” (El Totemismo hoy, 1962) de Lévi Strauss. Otro tanto podríamos afirmar de la historia de la “horda primigenia” que constituye uno de los argumentos principales de Freud en “Tótem y Tabú”; en “The sense and non-sense of revolt: The powers and limits of Psychoanalysis” (2000), Julia Kristeva se refiere a ella como una “fábula freudiana”, mientras otros investigadores simplemente hablan de un “mito freudiano” y quizás haya algo de cierto en eso; después de todo, no se puede negar que el mismo Freud era un gran contador de mitos.

viernes, 30 de agosto de 2013

1914: El Anticristo en las trincheras



El 4 de agosto de 1914, en la emotiva ceremonia de apertura del Reichstag en Berlín, el pastor Ernst von Dryander predicaba ante una atiborrada congregación encabezada por el mismísimo Kaiser Guillermo II; el texto escogido – Romanos 8:31 – era muy a propósito: “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” Setenta y dos horas Alemania había declarado la guerra a Francia, guerra que luego se extendería en un par de días contra Inglaterra y Rusia. Como relata Wilhelm Pressel en “Die Kriegspredigt 1914-1918 in der evangelischen Kirche Deutschlands” (1967), ante el emperador y los parlamentarios Dryander desarrollaba la idea fundamental de que la guerra que se avecinaba no era tan sólo una lucha nacional, era también y por sobre todo una lucha espiritual; Alemania luchaba por la civilización y la cultura, y no cualquier cultura, sino nada menos que la cultura protestante: “Marchamos a la guerra por nuestra cultura contra la incultura, por la moralidad alemana contra la barbarie...” De pronto, Martín Lutero se convirtió en un héroe nacional en tiempos de guerra, el representante de las virtudes espirituales y civilizadoras de Alemania contra las hordas enemigas; no sorprende entonces que el célebre himno de Lutero “Ein Feste Burg ist Unser Gott” (“Castillo Fuerte es Nuestro Dios”) fuera interpretado con la misma popularidad que las marchas militares que marcaban el paso de ganso de las tropas alemanas rumbo al frente, o que los orgullosos soldados germanos marcharan cantando “Gott mit uns” (“Dios está con nosotros”).

El clásico enemigo, Francia, era una nación mayoritariamente católica, pero, como lo recordarán los días de la Comuna de París de 1870, el anticlericalismo iba a la par con la izquierda francesa según una precisa demarcación política: republicanos anticlericales contra monárquicos católicos. Si bien es cierto que ninguno de los dos sectores logró superar al otro, al menos en lo formal las instituciones políticas de la  Tercera República tuvieron una mayoría republicana y anticlerical que mantuvieron a raya al clero y las instituciones católicas: por ejemplo entre los años 1879 y 1886 las “leyes de Ferry” (por el ministro de educación Jules Ferry) introdujeron la educación laica, sacando al clero de las escuelas; a comienzos del siglo XX seguirían nuevas leyes contra las órdenes monásticas y finalmente en 1905 el gobierno aprobó la separación entre la iglesia y el estado (después de un siglo de privilegio para el catolicismo según un concordato napoleónico que venía de 1801). El Vaticano respondió rompiendo relaciones con París. Un elemento simbólico de esta división francesa previa a 1914 se observa en el tratamiento de un personaje histórico como Juana de Arco. La derecha católica y monárquica francesa había impulsado la canonización de la heroína: quien había luchado por Francia y por el rey bien debía ser considerada una santa. El gobierno de la Tercera República en cambio eliminó toda mención a Juana en los textos de estudio oficiales. Pero incluso otra lectura era posible para la heroína, una lectura revolucionaria: la de una pobre mujer campesina que luchó por su país, fue traicionada por su rey y quemada por la iglesia. En suma, para Juana el homenaje quedaba en tablas. Pero todo esto cambió milagrosamente cuando llegó la guerra. Juana de Arco fue redescubierta como héroe nacional y su mandato resonó una vez más en los oídos de los franceses: “He sido enviada por el Dios del Cielo para sacarte de toda Francia”. Que quinientos años antes esa frase fuese dirigida contra los ingleses no obstaba a que ahora funcionara igual contra los alemanes. De pronto las iglesias se llenaron de fieles y la asistencia a misa superó todos los estándares de ante guerra. Curiosamente la causa patriótica se convirtió en una religiosa y la unión nacional en una unión sagrada: Dios luchaba por los franceses. El milagro se había realizado: lo que los hombres habían separado (la iglesia y el estado), la guerra lo había vuelto a juntar.

En Rusia la situación no fue diferente. La Iglesia Ortodoxa Rusa era la institución eclesiástica oficial del imperio del Zar y gozaba de una situación de privilegio en la vida nacional. Empero, a lo largo del siglo XIX se habían organizado otros referentes religiosos: judíos y protestantes. La creciente actividad terrorista en las últimas décadas de esa centuria y en particular el asesinato del zar Alejandro II en marzo de 1881, llevarían a un endurecimiento de las autoridades rusas contra todos los disidentes religiosos; se multiplicaron pogroms contra los judíos e intentos por rusificar a esas comunidades (el antisemitismo de la época floreció en una literatura tan infame como el tristemente célebre libelo “Los Protocolos de los Sabios de Sión”) y la persecución se extendió asimismo contra los protestantes. La cruzada contra los disidentes religiosos fue dirigida por las más altas autoridades rusas, encabezadas por Konstantin  Pobiedonostsev, el procurador jefe del Santo Sínodo entre los años 1880 y 1905. Pero la catastrófica derrota rusa en la guerra de 1905 obligó al gobierno de Nicolás II a hacer una serie de reformas, entre ellas nuevas leyes de tolerancia hacia judíos y protestantes. El estallido de la guerra en 1914 volvió todo a fojas cero. La ola de nacionalismo e identificación con la iglesia ortodoxa rusa llevó otra vez a la persecución de judíos y protestantes, estos últimos por ser considerados simpatizantes alemanes. Curiosamente, la revolución rusa de 1917 volvería a traer algo de libertad a los rusos no ortodoxos.

En Gran Bretaña, bueno… God save the King; sólo que, como relata Morris en “Last Crusade”, en el caso británico la idea de ser el pueblo elegido de Dios se desarrolló junto con una generosa literatura apocalíptica  que presentaba al Kaiser nada menos que como el Anticristo y a los alemanes como los ejércitos del anticristo, la Bestia o como quiera llamársele. Esta mistificación de Alemania y los alemanes como la encarnación de las fuerzas del mal tenía como propósito el inculcar a la población y los soldados británicos la naturaleza justa de su causa así como el sentido épico de estar luchando por el bien, por la moral, por la civilización, contra la brutalidad, la injusticia y el mal representado por Alemania. La teología inglesa también se puso al servicio de la causa nacional, identificando a Alemania como una nación y una fuerza anticristiana, después de todo la teología liberal alemana enseñaba que la Biblia era un libro puramente humano y negaba la trascendencia divina; la guerra era un castigo divino contra la apostasía germana.

 Estamos a pocos meses ya de conmemorar los cien años del comienzo de la Primera Guerra Mundial: hace 99 años Europa entera se embarcaba en un frenesí de locura y destrucción total a una escala global impresionante, como lo grafica la imagen superior con las bajas británicas en Ypres, tras el primer ataque con gases en el frente occidental. Sabemos que la guerra comenzó entre Austria y Serbia a fines de julio, pero fue en los primeros días de agosto de 1914 que las principales potencias europeas – Alemania, Francia, Gran Bretaña y Rusia – se unieron a las hostilidades, convirtiendo el conflicto en los Balcanes en uno europeo y luego mundial. Ahora bien, en rigor, aquello de “la primera guerra mundial” es una mera convención posterior: los europeos en su momento la denominaron simplemente “la gran guerra” y por cierto no fue la primera guerra europea que se extendía al resto del mundo. Si fuéramos estrictos, la guerra de los siete años (1756-1763) debiera ser considerada la primera guerra mundial, pues se combatió en tres continentes (Europa, América y Asia). Pero lo que le dio a la guerra de 1914-1918 su tono monumental fue sin duda la escala del conflicto: el tamaño de los ejércitos involucrados (unos 60 millones de hombres), el volumen de la población afectada (muchos millones más) y el poder de destrucción de las armas usadas. Todos estos hechos nos son conocidos en mayor o menor medida, pero lo que nos es mucho menos familiar es la dimensión religiosa que adquirió la guerra. ¿Una guerra religiosa? Los nexos entre la guerra de 1914 y la religión, o para ser más precisos el cristianismo, aunque desconocidos, son particularmente sorprendentes. Los casos mencionados nos debieran recordar y advertir de la facilidad con que el discurso patriotero y nacionalista se apropian de todo lo que sea necesario para construir la propaganda bélica; la Primera Guerra Mundial, a ambos lados de la frontera, redescubrió que la religión, la iglesia y la teología, todo sirve en tiempos de guerra. Después de todo, ¿quién sabe de qué lado estaba Dios?... Bueno, que no lo supieran los estrategas y los soldados es una cosa, pero que no lo supieran los teólogos y pastores de la iglesia es otra muy distinta. Otra tragedia más de la Gran Guerra.

lunes, 5 de agosto de 2013

El legado Mortara: reescribiendo la Historia



La tenaz negativa del papado a implementar las mínimas reformas sugeridas por las potencias europeas para dar estabilidad a los Estados Pontificios y alejar el peligro revolucionario, terminaría a la larga por alienar la voluntad internacional con respecto a la suerte del gobierno pontificio. Para el estallido del escándalo Mortara, Austria estaba demasiado ocupada con sus propios problemas en Alemania y centroeuropa; Roma sólo podía contar efectivamente con Napoleón III, el emperador liberal francés. Pero Napoleón III no podía otorgar un cheque en blanco al Papa, más aún cuando todos los llamamientos a Roma para que se liberara al niño fueron desoídos sistemáticamente. Presionado por su propio frente interno e intentando aún jugar un papel de árbitro en la política internacional, Napoleón III optó por dar libertad de acción a los patriotas italianos con la única condición de que Roma seguiría bajo el control papal: el emperador no podía sacrificar al Papa del todo, necesitaba aún a los votantes católicos franceses. En 1860 las tropas piamontesas ingresaron desde el norte y las de Garibaldi desde el sur; Víctor Manuel proclamó el reino unido de Italia con capital provisional en Florencia; después de mil años, los Estados Pontificios habían dejado de existir.

Durante la década siguiente, exactamente entre 1860 y 1870, Pío IX hizo honor a su nombre de “rey de Roma”: la ciudad era lo único que le quedaba de su antiguo y perdido reino. Sintiéndose asediado en la ciudad eterna, Pío IX respondería con un arsenal de documentos, cartas y asambleas donde daría rienda suelta a todo su rechazo contra el mundo moderno y contra sus adversarios políticos. El papado siempre fue una monarquía absoluta, pero quizás nunca esa naturaleza se transparentó tan nítidamente como en los escritos de Pío IX de esos años. En marzo de 1860 publicó la encíclica Cum Catholica Ecclesia, en la que amenazaba con la excomunión a todos los que alentaban la rebelión en los estados pontificios (amenaza que reiteraría en 1870 en la encíclica Respicientes ea, de hecho el mismo rey Víctor Manuel vivió excomulgado hasta la víspera de su muerte). En diciembre de 1864 aparece la encíclica Cuanta Cura, que incluía el hasta hoy recordado y tristemente célebre Syllabus Errorum (o “Silabario de Errores”; el subtítulo del documento rezaba: “catálogo que comprende los principales errores de nuestra época señalados en las encíclicas y otras cartas apostólicas de nuestro santísimo señor Pío Papa IX”), donde condenó todo lo que caracterizaba al siglo XIX: la democracia, la libertad de cultos, el parlamentarismo, el liberalismo, el constitucionalismo, el socialismo, el comunismo, el racionalismo, la separación de la Iglesia y del Estado (este punto ya había sido condenado antes por Gregorio XVI en la encíclica Mirari Vos de 1832) y la autonomía de la sociedad civil, entre un largo listado de ochenta proposiciones condenatorias. No sería exagerado decir que para Pío IX todo aquello que limitara o contrariara su voluntad era tipificado en ese documento como anatema para los católicos, obra del diablo en contra del poder papal. Quizás el clímax de esa diatriba anti moderna se consiguió poco más tarde en el concilio Vaticano I, donde Pío IX logró que la asamblea aprobara el dogma de la infalibilidad papal el 18 de julio de 1870 (constitución apostólica Pastor Aeternus de ese año). Destruido su reino y limitado a las murallas de Roma, Pío IX parece querer lograr así su revancha personal en contra de ese mundo impío que ha osado despojarlo de lo que él consideraba el patrimonio histórico de San Pedro: el dogma de la infalibilidad es casi la reafirmación de la naturaleza divina del Papado, el Papa está finalmente por encima de cualquier ser humano. Por fin Pío IX había recuperado, aunque tan sólo fuera en los recovecos teológicos y dogmáticos de Roma, algo de esa perdida aureola de superioridad que le había arrebatado la unidad italiana. Pero la satisfacción no duraría mucho; los sucesos en Europa se precipitaban aceleradamente y la inminente guerra entre Francia y Prusia obligó a Napoleón III a retirar la guarnición francesa de Roma. Casi como broche de oro, ni bien terminaba el concilio Vaticano, en septiembre de 1870 las tropas italianas entraban en Roma y ponían fin al reinado temporal del Papa. Pío IX se encerró en los palacios vaticanos, donde recién había sido proclamado infalible, y allí se declaró prisionero del nuevo estado italiano.

La entrada de las tropas italianas en Roma y la subsiguiente instauración de la monarquía constitucional de Víctor Manuel I tuvieron efectos importantes en la pequeña comunidad judía de la ciudad. Para ser precisos, el ghetto judío de Roma, que había sido restablecido con el regreso de Pío VII en 1814, fue suprimido por Pío IX con motivo de su elección como Papa en junio de 1846; el periodo “liberal” del Papa duraría apenas dos años (1846-1848) y su huida tras la revolución de 1848 sería seguida por la proclamación de la República de Roma, el fugaz experimento de Mazzini y sus partidarios (febrero –julio 1849). Durante todo ese periodo de cambios y convulsiones políticas y sociales, los judíos romanos gozaron de una breve primavera de libertad hasta entonces desconocida, incluso lograron elegir tres representantes en la Asamblea Constituyente. Pero la caída de la república de Mazzini y sus partidarios debido a la intervención francesa  y el posterior restablecimiento del poder papal en abril de 1850 puso abrupto fin a esa experiencia. Pío IX regresó a Roma curado de espanto de toda idea liberal y restableció el régimen pontificio a la antigua: absolutismo total. El ghetto volvió a ser lo que era antes y los judíos permanecieron como parias sociales hasta 1870. Obligados a vivir encerrados en el ghetto judío de Roma, la anexión de la ciudad eterna al reino de Italia les permitió convertirse en ciudadanos libres de la nueva nación italiana. Con ellos volvió nuevamente la familia Mortara a insistir en la recuperación de su perdió hijo Edgardo; empero, el muchacho era ahora mayor de edad y el adoctrinamiento papal había hecho su parte: Edgardo Mortara decidió continuar sus estudios clericales para consagrarse sacerdote católico. El nexo entre la familia Mortara y su hijo estaba definitivamente quebrado: mientras la familia seguiría su vida judía, el muchacho continuaría su carrera eclesiástica. Si tan sólo la unificación italiana hubiese tenido lugar unos años antes…

Se dice que Pío IX habría reconocido en algún momento que la pérdida de su reino terrenal debía algo al caso Mortara, debido al abandono internacional que el secuestro habría significado para el Papado, justo en los momentos en que más necesitaba de esa ayuda. Pero sea o no que haya tenido esa mirada retrospectiva, Pío IX jamás cambió de opinión con respecto al hecho en sí, el secuestro del niño Edgardo: “Lo que hice por este niño lo volvería a hacer si fuera necesario”, diría años más tarde.

¿Qué podemos decir de todo esta sorprendente y conmovedora historia? ¿Qué lecciones podemos extraer transcurridos ya casi un siglo y medio? Si consideramos el tratamiento que el caso ha tenido en los medios católicos modernos, hay cuestiones preocupantes a tener en cuenta. Así, por ejemplo, la enciclopedia católica no contiene ninguna entrada relativa al caso. Curiosamente, cuando trata el pontificado de Pío IX, indica – entre otras consideraciones – que este Papa luchó contra el “falso liberalismo”. Una definición críptica. ¿Cómo podemos distinguir entre falso y verdadero liberalismo? Si consideramos que el Papado debió luchar contra gobiernos liberales en Francia y Gran Bretaña – esta última era considerada con razón la cuna del liberalismo moderno – que tempranamente le habían sugerido una agenda más “liberal” como la del Memorándum de 1831 (ver “El escándalo Mortara”, junio 2013), entonces podemos suponer que esos gobiernos hostiles tipifican el “falso liberalismo” contra el que batalló Pío IX.  Empero, habrá que recordar que ese “falso liberalismo” es precisamente el que presionó en esta historia para que Pío IX devolviera al niño con sus padres. Si tuviésemos que escoger, el “falso liberalismo” está bastante más cerca de una actitud cristiana que la conducta de Pío IX.


Pero la increíble historia del caso Mortara tiene otras derivadas incluso más actuales y más ominosas. Las primeras voces que pidieron canonizar a Pío IX se escucharon tempranamente tras su muerte en 1878, pero el trámite formal no se inició hasta 1907, en medio de la polémica con el gobierno italiano, que no olvidaba la dura oposición que Pío IX supuso a la unificación italiana. El asunto se estancó y no avanzó hasta mucho después, cuando en 1985 Juan Pablo II reinició el proceso al declararlo venerable, para dar paso a la beatificación en septiembre del año 2000, a su vez el primer paso para su canonización. Hoy Pío IX tiene ganado su lugar en los altares católicos como venerable y beato, con el contenido de ejemplo moral y espiritual que ello supone para un fiel católico. Plop. ¿Pío IX, el hombre que ordenó el secuestro de un niño de seis años y su separación de sus padres, un ejemplo de moral y religión cristiana? El lector podrá haberse formado su propio juicio después de estos tres últimos artículos en los que hemos intentado rastrear el caso de Edgardo Mortara, pero desde el punto de vista protestante el resultado no puede ser más revelador del grado de ignominia de este “Santo Padre”. Igualmente dramático resulta el bochornoso capítulo final de esta historia en manos de Juan Pablo II. ¿Dónde quedan todas las peticiones de perdón que hizo este Papa al repasar los errores de sus antecesores? ¿Dónde el supuesto espíritu ecuménico del Papado moderno?  ¿El Vaticano, un defensor de los derechos humanos, o al menos de los derechos de la infancia? ¿Y qué pasó con la petición de perdón a los judíos? El católico moderno promedio mira al Papado del siglo XIX a través de un lente completamente distorsionado, como si la Rerum Novarum fuese el clímax de una institución que durante esa centuria luchó por la libertad y la justicia; ese mismo creyente por lo general ignora lo que esas palabras valían en Roma cuando los Papas reinaban en la tierra: para la familia Mortara no hubo ni libertad ni justicia. Mirado retrospectivamente, el tratamiento vaticano actual de Pío IX no puede sino entenderse dentro  de una estrategia más amplia y ambiciosa de reescribir la historia, de presentar al Papado como una institución que lucha por los derechos humanos, por la dignidad e integridad de la persona humana, por la libertad de culto, contra el antisemitismo y bla bla bla. Un poquitito de decencia demandaría al menos esconder al personaje, guardar a Pío IX en algún armario del Vaticano, pero ¿convertirlo en un héroe, un ejemplo, un paradigma de virtud y cristianismo? La actual exaltación religiosa, cultual y litúrgica de Pío IX es una completa bofetada para quienes creían en la honestidad del discurso ecuménico papal. Bien harían en recordar la historia de Edgardo Mortara (cuya recuperación en el arte ilustra la imagen superior, de la opera Il Caso Mortara) los protestantes que aún creen sincera pero ingenuamente en la integridad del discurso ecuménico del Vaticano en el siglo XXI.

jueves, 11 de julio de 2013

El escándalo Mortara: la dimensión internacional del secuestro



Bolonia, Estados Pontificios, 27 de marzo de 1831. Tropas austriacas aplastan la resistencia en Bolonia, ocupan la ciudad y el gobierno revolucionario se rinde; los austriacos restablecen la autoridad del Papa. Veintisiete años antes del secuestro de Edgardo Mortara, en febrero de 1831, un alzamiento revolucionario había triunfado en el ducado de Parma – vecino de los Estados Pontificios – y de inmediato la sublevación contagió el reino papal; varias ciudades importantes (Bolonia, Forli, Rávena, Imola, Ferrara y Ancona, entre otras) se sumaron a la insurrección y constituyeron en Bolonia un gobierno revolucionario “de las Provincias Unidas de Italia”. La revolución era liderada por los carbonari, una organización clandestina, similar a la Joven Italia de Mazzini y a muchas otras que pululaban por entonces en Italia. ¿Qué pasaba en Italia y en especial en los Estados Pontificios?

Desde que el Congreso de Viena de 1815 restableciera las monarquías absolutas que habían sido suprimidas primero por las tropas revolucionarias francesas y luego por la ocupación napoleónica, el “antiguo régimen” absolutista y aristocrático pareció regresar en gloria y majestad. Pero era imposible volver el tiempo atrás. Una nueva generación italiana no sólo había saboreado las bondades de la libertad política, sino que aspiraba además a la unidad italiana; pero este nuevo sentimiento nacionalista y revolucionario italiano chocaba con un obstáculo formidable: los varios estados monárquicos que dividían el país. Peor aún, entre esos estados se hallaban los territorios del Papa, que ocupaban precisamente el centro de la península y además controlaban Roma, la capital natural de una Italia unida. Para luchar contra estos obstáculos y realizar la unificación italiana habían surgido las organizaciones políticas secretas que aludíamos antes; sus integrantes recurrieron a las huelgas, las protestas callejeras, atentados y alzamientos políticos para derrocar a las monarquías absolutas y establecer un gobierno unificado. Lógicamente, para estas organizaciones los territorios papales eran otro obstáculo que había igualmente que suprimir, cuestión que puso al Papado de lleno en el conflicto. La respuesta papal resultó dubitativa, oscilando entre hacer algunas concesiones políticas limitadas o bien alinearse directamente con las fuerzas reaccionarias. Pío VII combatió a los carbonari, pero compensó esto con algunas reformas. Su gobierno más o menos moderado fue seguido por dos largos periodos de reinados profundamente reaccionarios, los de León XII (1823-1829) y Gregorio XVI (1831-1846). Durante esos años se consolidó la alianza estratégica entre Roma y Viena: las dos monarquías absolutas eran aliados naturales, más aún porque el Papado no contaba con la fuerza militar suficiente como para resistir a los movimientos políticos revolucionarios, de modo que las tropas austriacas eran el último recurso que le quedaba al Papa si las cosas se salían de control. Pero esta solución, si bien ayudó al Papa a combatir a sus enemigos políticos internos, le creó otro grave problema internacional: el ejército austriaco desplegado en Italia inquietaba a Francia. Mientras los Borbones reinaron en París la situación pudo ser negociada, pero la caída de la monarquía absoluta francesa precipitó la crisis. En julio de 1830 una revolución liberal puso en el trono de Francia a Luis Felipe de Orleáns, “el rey burgués”, y los liberales franceses no ocultaron su simpatía por el movimiento de unificación italiano. Por entonces reinaba en Roma Pío VIII (1829-1830), un hombre conciliador, pero para quien la revolución parisina era sólo una amenaza a su régimen. El Papa respondió no reconociendo al nuevo gobierno francés y pidiendo apoyo militar a Austria temiendo nuevos estallidos sociales. La debilidad de los Estados Pontificios tensionó al máximo las relaciones entre Francia y Austria. Peor aún, el largo cónclave entre la muerte de Pío VIII y la elección de Gregorio XVI (noviembre 1830 – febrero 1831) fue aprovechado por los revolucionarios italianos, con las consecuencias que comentábamos al comienzo.


La situación de Italia se deterioraba rápidamente y la crisis de los Estados Pontificios amenazaba con crear un serio conflicto entre Austria y Francia, con consecuencias continentales difíciles de prever. Las grandes potencias, conscientes del peligro, decidieron intervenir y revisar la situación del reino papal; en abril de 1831 los representantes de Gran Bretaña, Austria, Francia, Rusia y Prusia se reunieron en Roma para discutir cómo ayudar al Papa a estabilizar su gobierno y evitar una escalada del conflicto. Las negociaciones no fueron fáciles, dadas las diferentes miradas de cada estado y los propios objetivos del gobierno pontificio. Uno de los más interesados en un programa de reformas administrativas era Londres, que defendía la tesis de que un “buen gobierno”, con reformas políticas y jurídicas, aseguraría la paz interna y alejaría el riesgo revolucionario. George Seymour, representante inglés en Florencia, había visitado los Estados Pontificios antes de la conferencia y en una carta fechada el 25 de abril de 1831 advertía a Lord Palmerston – primer ministro inglés - que uno de los grandes problemas del régimen papal era la ausencia de un sistema o código legal que asegurara ciertos derechos básicos a la población, la que de facto estaba a merced de las decisiones discrecionales del clero; el otro gran problema era que precisamente casi toda la administración era eclesiástica, no había personal civil o laico. Tras un mes de negociaciones, finalmente, el 21 de mayo de 1831, la conferencia terminó con la redacción de un memorádum que instó al Papa a realizar una serie de reformas políticas, judiciales y financieras; las reformas deberían asegurar la estabilidad del gobierno papal. Huelga decir que el documento quedó archivado y que Gregorio XVI nunca tuvo la menor intención de realizar las reformas propuestas. ¿Qué habría sucedido si Gregorio XVI hubiese implementado las reformas sugeridas? ¿Se hubiese prevenido la ocurrencia de eventos como el secuestro del niño Mortara? Probablemente la existencia de un sistema judicial independiente habría podido acoger los reclamos de la familia Mortara y tener mayor éxito en recuperar al niño. La resistencia papal a hacer las reformas terminaría por enajenar las voluntades políticas en el exterior; Lord Palmerston  diría más tarde que lo único que le interesaba al Papa era “mantener su pequeño infierno en la tierra”.

Pero no sólo los tiempos políticos giraban en contra del Papado, también los tiempos sociales y culturales. Lo que contribuyó igualmente a hacer del secuestro del niño Mortara un caso aparte fue el despertar de la nueva conciencia colectiva que se extendió en el pueblo judío durante el siglo XIX. Mientras en algunos países protestantes los judíos habían prosperado con ciertas facilidades después de la Reforma (especialmente en Holanda, Gran Bretaña y las colonias inglesas en Norteamérica), la Revolución Francesa por primera vez les otorgó plenos derechos políticos en una nación católica. Incluso en territorios alemanes, con una fuerte tradición de antisemitismo, los judíos se atrevían a una mayor figuración pública. Es cierto que una historia aparte era la situación en los Balcanes y en Europa oriental – sobre todo en los dominios del Zar – con una arraigada historia de antisemitismo; pero al menos en Europa occidental se respiraba una nueva atmósfera que hacía coincidir el liberalismo con una actitud más humanitaria frente a los judíos. Es por ello que la noticia del secuestro del niño Mortara produjo la conmoción internacional que hizo de éste un caso tan célebre. El golpe entre las comunidades judías marcó asimismo un punto de inflexión. En 1859, al año siguiente del secuestro, se fundó en Nueva York el Board of Delegates of American Israelites, la primera organización nacional de los judíos de Estados Unidos, entre cuyos objetivos institucionales estaban la defensa de los derechos civiles y políticos de los ciudadanos judíos tanto en Estados Unidos como en el exterior, así como las relaciones con comunidades judías fuera del país y la defensa de sus derechos frente a las autoridades extranjeras. Se trata de la respuesta institucional de los judíos norteamericanos, entre otras cuestiones, a la noticia del secuestro de Edgardo Mortara. Incluso a comienzos de 1859 una delegación judía consiguió una audiencia con el presidente Buchanan para solicitar una intervención del gobierno norteamericano ante el Papa, mientras el New York Times publicaba una seguidilla de editoriales que sensibilizaba al público sobre el secuestro. Claro que todos estos esfuerzos diplomáticos, tanto en el caso norteamericano como de otros países europeos, nunca tuvieron ninguna posibilidad ante la negativa pontificia. Resulta interesante consignar, en todo caso, la explosión de sentimientos anti católicos que la noticia del caso Mortara despertó no sólo en la comunidad judía sino en la población mayoritariamente protestante de Estados Unidos; las manifestaciones de rechazo al gobierno papal deben entenderse en el marco más amplio de la sospecha que compartían protestantes y judíos por igual de que el Papado era una amenaza contra las libertades civiles, políticas y religiosas de la república norteamericana.

El sentimiento anti católico que levantó la noticia del secuestro de Edgardo Mortara en Estados Unidos tiene reminiscencias del anti catolicismo popular en Gran Bretaña incluso hasta la primera mitad del siglo XX. Fue precisamente un destacado líder judío británico quien avisó a sus correligionarios estadounidenses sobre el caso Mortara: Sir Moisés Montefiori (1784-1885). Empresario que había amasado una gran fortuna personal (relacionado con los magnates Rothschild), Montefiori también hizo vida política en Inglaterra, consiguiendo nada menos que la emperatriz Victoria lo nombrara caballero en 1837. Siendo uno de los principales dirigentes británicos judíos, encabezó una delegación que visitó Roma con el expreso propósito de solicitar a Pío IX la liberación del niño Mortara, lamentablemente sin resultados prácticos para la familia.

Pero el Board norteamericano no fue la única respuesta organizada judía frente al caso Mortara. En mayo de 1860 se creaba en París la Alliance Israelite Universelle, cuyo lema rezaba: “Todos los israelitas son camaradas”. El manifiesto de la organización señalaba el objetivo de la misma: “Trabajar en todas partes por la emancipación y el progreso moral de los judíos; ofrecer asistencia efectiva a los judíos que sufren de antisemitismo; y apoyar todas las publicaciones que promuevan este fin”. Al igual que en Estados Unidos, el nacimiento de la organización internacional francesa estaba fuertemente asociada a los sucesos que afectaron a la familia Mortara como un evento simbólico. Francia, Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos… el cúmulo de presión internacional se acumulaba sobre Roma; ¿liberaría finalmente Pío IX  a Edgardo Mortara?

sábado, 22 de junio de 2013

El caso Mortara: Pío IX y el secuestro de niños judíos




Bolonia, Estados Pontificios, 23 de junio de 1858. Esa noche la paz de la familia Mortara es interrumpida por golpes en la puerta de su casa: es la policía papal en busca del pequeño Edgardo, de tan sólo seis años. El niño es entregado al inquisidor local y un día después enviado a Roma, a la Casa de los Catecúmenos. Los padres, el acaudalado comerciante judío Salomone Mortara y su esposa, destrozados, no entienden nada y piden a la policía la devolución de su pequeño hijo. La respuesta que reciben es digna de una película de terror (o del absurdo): el niño había sido bautizado católico y puesto que los padres eran judíos, el Papa tenía la obligación de suspender el derecho paternal y educar al niño en Roma, como un fiel católico. Tal cual. Los padres no entendían cómo su hijo podía ser bautizado católico, pues ellos eran una familia judía, salvo que… Cinco años antes, cuando Edgardo era apenas una guagua de un año, enfermó gravemente. Una joven empleada católica por entonces al servicio de los Mortara, Ana Morisi, temiendo cerca la muerte del bebé, decidió realizar secretamente el acto del bautismo, esparciendo agua sobre el bebé con la fórmula “te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (algunos denominan a este acto “bautismo de emergencia”, cuando una persona está en riesgo de morir y de ir al infierno por no ser bautizado católico, según enseña el clero). El niño no murió y el asunto quedó allí. Pero después, el año 1858, en un interrogatorio de la Inquisición, la joven Ana contó a los inquisidores esta historia, lo que a su vez llevó a la policía papal a la casa Mortara. Lo que vino después fue conmovedor; los padres viajaron varias veces a Roma para insistir en la devolución de su hijo, logrando incluso una audiencia con el Papa; pero la respuesta papal fue devastadora, pues en octubre de 1858 la Santa Sede aclaró que “Dios ha dado a la Iglesia el poder y el derecho de tomar posesión de los niños bautizados de los infieles, y que los derechos de los padres están subordinados a los de la Iglesia”. Aún cuando el bautismo había tenido lugar sin el consentimiento ni conocimiento de los padres, una vez seguida la fórmula correcta el rito era válido y el niño ahora era católico. Para todos los efectos prácticos, en lo que al Papa se refiere, el asunto está resuelto y no hay nada más que decir. Fin de la historia.

Obviamente los padres, aunque destrozados, no se contentaron con esta respuesta. En los años siguientes se les permitió visitar esporádicamente a su hijo, pero siempre bajo supervisión de miembros del clero. Ante sus continuos reclamos la mejor respuesta de las autoridades eclesiásticas dejó a la familia atónita: el niño podría ser devuelto a sus padres pero sólo con la condición de que estos se convirtieran al catolicismo. Evidentemente los esposos Mortara tomaron semejante propuesta como un acto de extorsión y se negaron a abandonar su religión judía. El resultado de estos infructuosos esfuerzos familiares fue que el joven creció educado en los edificios e instituciones papales, bajo expresas instrucciones de Pío IX. Cuando el régimen papal llegó a su fin en 1870 y Roma fue conquistada por las tropas italianas, la familia Mortara intentó nuevamente recuperar a Edgardo, pero entonces el niño se había convertido en un mayor de edad y los doce años de adoctrinamiento católico dieron sus frutos: Edgardo Mortara viajó a Francia a continuar sus estudios eclesiásticos, adoptó el nombre de Pío y se ordenó sacerdote católico, iniciando una carrera eclesiástica que se extendería hasta su muerte en Bélgica en 1940.

La conmovedora e increíble historia de Edgardo Mortara ha sido reconstruida en el libro de David Kertzer “The Kidnapping of Edgardo Mortara” (1997), donde se revisan los documentos y testimonios de la época. En su investigación, Kertzer llega a cuestionar varios aspectos de la historia. Así, por ejemplo, duda que alguna vez haya existido el supuesto bautismo, dado que sólo se trata de la palabra de Morisi pero no hay más pruebas de que efectivamente su versión sea verídica. Más aún, habría sospechas de que mentía, puesto que la ex empleada gestionaba por entonces una pensión ante el clero romano y la versión que dio a las autoridades inquisitoriales bien podría ser entendida como el favor a cambio de un beneficio. Sea que la enfermedad del bebé fuera mortal o no (razón invocada para el “bautismo de emergencia”), o que Kertzer esté en  lo cierto o equivocado respecto al testimonio de Morisi, lo concreto es que para la curia romana la versión de la empleada era cierta y justificaba la separación del niño de sus padres.

La respuesta tradicional de los apologistas católicos ante este embarazoso asunto ha sido la de invocar una tendencia anti católica o el odio contra el papado como la motivación para reflotar el episodio Mortara; después de todo, según esa defensa, se trataría tan sólo de un caso aislado, un error que no debería empañar la memoria de Pío IX. Empero, cuando se estudia el contexto del caso Mortara esa argumentación queda en entredicho y se hace evidente que la historia del secuestro del pequeño Edgardo responde a conductas y patrones recurrentes y de larga data entre quienes reinaban entonces en Roma.

Consideremos, por ejemplo, la presencia judía en la ciudad de Bolonia, la ciudad donde vivía la familia Mortara y donde tuvo lugar el secuestro. Según la Encyclopedia Judaica la presencia judía en la ciudad está documentada al menos desde el año 1353. Entre los siglos XIV y XVI, pese a la atmósfera medieval más bien anti semita, la pequeña comunidad judía de Bolonia se las arregló para prosperar en función de sus actividades comerciales y bancarias. Las cosas comenzaron a cambiar cuando la ciudad pasó a depender directamente del Papado allá por 1513. A mediados de esa centuria Julio III ordenó la quema pública del Talmud – el principal texto religioso judío – y de otros textos hebreos. Por esos años también el Papado dispuso la creación de un ghetto, un sector específico de la ciudad donde debían vivir los judíos. En 1568 Pío V ordenó abrir una Casa de Catecúmenos en Bolonia, esto es, una residencia especial donde debía recibirse a los judíos que apostataran de su religión y se convirtieran al catolicismo, de modo que fueran adoctrinados en el catecismo católico (notar que trescientos años más tarde fue precisamente a un lugar de este tipo en Roma a donde la Inquisición llevó al pequeño Edgardo). Estas medidas no dejaron satisfechas al parecer a la autoridades papales pues al año siguiente, 1569, los judíos fueron expulsados de la ciudad. Regresos y nuevas expulsiones se sucederían al cambiante ánimo de los Papas hasta que por último, en 1593, Clemente VIII determinó una expulsión final. Esta vez los judíos no volverían a residir en Bolonia por dos largos siglos. Recién en 1796, al amparo de las conquistas de las tropas revolucionarias francesas, los judíos regresarían a la ciudad. Allí llevaron una existencia más o menos regular hasta que el fin del imperio napoleónico y el Congreso de Viena en 1815 redefinieran el mapa de Italia: el Papa reclamó la devolución de sus viejos territorios y así Bolonia volvió a ser restituida a los Estados Pontificios. El reintegro de Bolonia al reino del Papa puso nuevamente a los judíos en la mira de la Inquisición y otra vez volvieron los problemas entre los judíos y el Papado.

Los acontecimientos que llevaron al secuestro del niño Edgardo Mortara por la policía de Pío IX no responden, como quieren hacernos creer los defensores del Papa, a un evento único y desafortunado, un terrible malentendido; no, detrás del secuestro del niño Mortara hay una historia de maltrato y hostigamiento papal de largos siglos en contra de los judíos, como lo demuestra de manera evidente la historia de la presencia judía en Bolonia. Un detalle no menor de esa animadversión es que, como hemos visto,  los judíos regresaron a Bolonia – y a varias otras ciudades italianas – en la estela de los éxitos político-militares de la revolución francesa; que tales éxitos alteraran el tradicional absolutismo papal, interrumpiendo el reinado terrenal de los Pontífices, añade carbón a la hoguera del resentimiento papal en contra de toda la memoria de la Revolución Francesa: para los Papas, dicha revolución no era otra cosa que una obra del diablo. Así que el regreso de los judíos en medio de tan “diabólicas” circunstancias debe haber jugado un papel gravitante a la hora que los Papas resolvieran qué hacer con estos indeseables súbditos que estaban de vuelta en Italia no por invitación de Roma, sino por imposición extranjera. Por otro lado, casos como los de Edgardo Mortara habían sido normales en los Estados Pontificios y en el mundo católico durante siglos desde la Edad Media, no había nada nuevo en invocar un hipotético bautismo (real o no) para secuestrar niños judíos, arrebatarlos a sus padres y criarlos en el catolicismo (una categoría aparte pero cercana es la de los bautismos forzados, donde adultos, jóvenes y niños judíos eran obligados a bautizarse como cristianos so pena de sufrir duras consecuencias si se negaban; las infames Casa de Catecúmenos – la primera de las cuales se abrió en Roma en 1543 - eran parte de ese entramado). De modo que un acto tan brutal como el secuestro de Edgardo Mortara no se explica porque ese día Pío IX se levantara de mal humor o a la policía papal se le pasara la mano; definitivamente esta historia está enraizada en medio de un entramado de herencias históricas de larga data en los Estados Pontificios. De seguro Pío IX y las autoridades de la curia no vieron nada particular en arrebatar al pequeño Edgardo y retenerlo en Roma, más allá de las molestias de los reclamos de sus padres. Pero algo salió mal en esta oportunidad, muy mal. ¿Qué ocurrió que transformó la historia de Edgardo Mortara en un caso aparte? En los próximos artículos intentaremos explorar el contexto internacional que hizo del secuestro de Edgardo Mortara un hito indeseado en el reinado de Pío IX.

viernes, 31 de mayo de 2013

La revolución de los ascetas



En nuestro artículo anterior estudiábamos la teoría de Rodney Stark para explicar el triunfo del cristianismo en el siglo IV DC. La explicación sociológica de Stark forma parte del intento científico moderno por comprender la naturaleza de los cambios religiosos ocurridos en la antigüedad y cómo es que el cristianismo logró imponerse como la religión dominante en el imperio romano en el transcurso de unos trescientos años. Pero como podríamos intuir desde un principio, el asunto es demasiado complejo como para quedarnos sólo con la explicación de Stark. Una de las aristas de esa complejidad guarda relación con la materia que consideraremos ahora: la revolución ascética de los siglos IV y V DC.

Prácticamente desconocida para nosotros (como ocurre con casi todo lo que rodea la cristianización del imperio romano), la revolución de los ascetas cristianos marcó de manera determinante la historia religiosa de aquella época. Dicho en forma muy simple: después del edicto de Milán de Constantino, un estilo de vida monacal y ascético se extendió por todo el imperio, escaló hasta ocupar los puestos eclesiásticos más importantes, desplazó a los que no eran ascetas y terminó por dominar completamente la iglesia cristiana para fines del siglo V DC. El fulgurante ascenso de estos ascetas cristianos y de su discurso ascético se dio en el siglo IV y la centuria siguiente vio la consolidación de su éxito de facto; la revolución ascética señala de manera definitiva la transición desde el cristianismo primitivo hacia el cristianismo medieval: mirado retrospectivamente, el triunfo de los ascetas significó en los hechos la muerte de la iglesia primitiva. Las transformaciones históricas que implican grandes cambios sociales, ideológicos, políticos e institucionales dan lugar a experimentos humanos de resultados muchas veces insospechados. Nosotros lo sabemos muy bien, teniendo a nuestras espaldas la historia de revoluciones violentas del siglo XX. Así, por ejemplo, la revolución rusa de 1917 comenzó con la promesa de libertad y democratización y terminó como terminó. “Todo el poder a los soviets” significó a la larga reemplazar la tiranía del zar por la de la nomenklatura. Al momento de redactar su desoladora descripción de la nomenclatura soviética, Mijail Voslensky, el ex diplomático refugiado en occidente, evocaba un decidor pasaje del filósofo Hegel: cuando los hombres emprenden una acción en una dirección determinada, ocurre en el camino la “cosa escondida”, aquello que no estaba en los planes de nadie, pero que de pronto aparece ahí y los termina por llevar en una dirección completamente distinta. Si de algo nos pudiera servir esta experiencia histórica reciente para entender los cambios de un pasado más remoto, quizás tendríamos que decir que la “cosa escondida” que se abrió camino en el siglo IV lo hizo bajo una ideología igualmente insospechada pero que podríamos  parafrasear en una frase tan distintiva como la de 1917 y que en este caso sonaría algo así como: “todo el poder a los ascetas”. Los ascetas del siglo IV darían muestra, al igual que los bolcheviques del siglo XX, de una avidez notable por el poder y los bienes materiales, pese a que sus orígenes fueron más bien modestos, rondando en la pobreza franciscana y un acendrado misticismo. Pero, ¿quiénes eran estos ascetas? ¿Qué sostenía el ascetismo cristiano? ¿Qué efectos tuvo todo esto en la cristianización de Roma?

Habrá que partir por definir qué entendemos por ascetismo, cuestión primaria que, no obstante, no es para nada sencilla vista la discusión moderna sobre la materia. Para nuestros efectos, mucho más modestos que los de los expertos, bastará por ahora con definir el ascetismo como un modo de vida con énfasis en la disciplina personal, incluyendo sacrificios (“autocontrol”) en diversas áreas (alimentación, vivienda, sexualidad) con el propósito de alcanzar un determinado estado espiritual (unión mística con la divinidad). Para cuando el cristianismo apareció en escena, el ascetismo llevaba ya varios siglos de una fluctuante existencia tanto en el antiguo medio oriente como en torno al mediterráneo. Dada la importancia de la cultura griega y el peso del helenismo en todo el mediterráneo oriental, el ascetismo griego se torna fundamental en nuestra historia. La religión griega dio espacio a distintas formas de ascetismo que, si bien nunca fueron mayoritarias, sí alcanzaron a penetrar hasta los círculos filosóficos. Así, por ejemplo, Pitágoras es un caso célebre de vida ascética y sus seguidores convirtieron el término “pitagórico” en sinónimo de místico o religioso, muy lejos de nuestra comprensión del mismo como sinónimo de matemático o científico. En los tres siglos anteriores a la era cristiana distintas formas de ascetismo filosófico (pitagórico, neopitagórico, platónico e incluso estoico) otorgaron un cierto aire de sabiduría distintiva a las diferentes prácticas ascéticas. Algo de esa influencia la alcanzamos a vislumbrar asimismo en ciertas comunidades ascéticas que se presentaron incluso en el judaísmo: los terapeutas de Egipto y los esenios de Palestina. Hasta donde sabemos hoy, se trataría de los únicos casos, más bien aislados, de judíos ascetas, pues el judaísmo tradicional siempre miró con escepticismo estos estilos de vida; para los rabinos los sacrificios personales que iban más allá de los ayunos contemplados en la Torah resultaban sospechosos, ni hablar de la abstinencia sexual que se oponía a la enseñanza rabínica sobre la importancia del matrimonio y la vida familiar. Pero la limitada penetración del ascetismo en el mundo judío no nos debe engañar sobre su mayor permanencia y extensión en el mundo grecorromano.

Algo de esa presencia etérea pero omnímoda del ascetismo grecorromano la podemos percibir también en las páginas del Nuevo Testamento: “… prohibirán casarse, y mandarán abstenerse de alimentos que Dios creó para que con acción de gracias participasen de ellos los creyentes y los que han conocido la verdad. Porque todo lo que Dios creó es bueno, y nada es de desecharse, si se toma con acción de gracias…” 1 Timoteo 4: 3-4. Es cierto que la interpretación tradicional ha visto en estas palabras del apóstol una descripción de un gnosticismo primitivo, pero habrá que recordar que precisamente los gnósticos representan una forma o estadio posterior de desarrollo de las ideas ascéticas. Los documentos gnósticos están llenos de detalles de los ayunos y mortificaciones que los maestros gnósticos prescribían a sus seguidores, incluido por cierto el celibato, pues la carne es mala y mantener relaciones sexuales es una forma de contaminarse con esa maldad. Como lo notamos en el pasaje citado, Pablo observa agudamente que este aspecto en particular – la abstinencia sexual – es fundamentalmente contrario al modelo de vida cristiano que él preconiza. Esta firmeza apostólica mantuvo a raya el ascetismo gnóstico, al menos por algún tiempo.

Pero el cristianismo estaba llamado a mantener una dura lucha con la cultura grecorromana, incluido el ascetismo. Es cierto que para el año 300 el desafío gnóstico estaba en gran medida superado, pero una nueva forma de ascetismo se abriría camino en el mediterráneo oriental. El ascetismo, que se había vestido primero un ropaje de sofisticada filosofía, más tarde el del estrambótico misticismo gnóstico, se presentó finalmente en lo que conocemos como monaquismo. Los primeros monjes aparecieron en Egipto hacia fines del siglo III y después del 300 se extendieron rápidamente por el cercano oriente. Ya sea en la forma de anacoretas (Egipto) o en comunidades de monjes (Siria), el monaquismo se tornó rápidamente popular, al convertirse el “hombre santo” (el monje) en un intermediario entre la gente y Dios (o así al menos lo vio el populacho,como en elcaso de Simeón Estilita en la imagen principal de este artículo). Debe haber habido un gran potencial en esta nueva forma de cristianismo, más místico, más sacrificado, o algo así pudo haber pensado Atanasio, el célebre obispo de Alejandría a principios del siglo III. Lo cierto es que Atanasio pronto agrupó a una numerosa población de vírgenes, jovencitas – incluso adolescentes – provenientes de todo Egipto, grupo al que tuvo la peregrina idea de presentar como credenciales de la sana vida espiritual de su iglesia. Pero Atanasio tampoco olvidó a los monjes y así estableció una firme y duradera amistad con Antonio, el fundador del monaquismo egipcio. Todos sabemos que Atanasio es mejor conocido y recordado por su lucha de toda una vida contra el arrianismo, pero lo que es menos conocido es que en esa lucha anti arriana Atanasio enarboló la bandera de la trinidad junto al estandarte del ascetismo: Atanasio fue el primer obispo cristiano que adoptó abiertamente la causa ascética y la unió a la de la trinidad. Si bien la controversia arriano-trinitaria se extenderá por gran parte del siglo III, para fines de esa centuria las ideas de Atanasio finalmente se impusieron gracias al patrocinio imperial; el triunfo de la trinidad atanasiana significará también el triunfo del ascetismo cristiano. A lo largo de esos años una mayoría de obispos cristianos seguirían el camino señalado por Atanasio, esto es, el de un ascetismo trinitario o un trinitarianismo ascético.

Pero aparte de las ramas teológicas – la trinidad - de las que se sirvió el ascetismo para escalar en la iglesia imperial, los efectos del ascetismo en el ámbito familiar y sexual fueron impresionantes. Después de Constantino, el cristianismo fue haciendo lentos avances en la aristocracia romana, si bien durante la mayor parte del siglo IV convivieron cristianos y paganos al interior de las familias de la élite romana. Sin embargo, la irrupción del movimiento ascético - en la forma de los primeros monjes, santones y vírgenes – provocó una enorme conmoción en la aristocracia imperial. Se sucedieron polémicas, escándalos, incluso expulsiones de la ciudad (la más sonada por entonces fue la de Jerónimo, el autor de la Vulgata), todo porque el discurso ascético de exaltación de la abstinencia sexual chocaba frontalmente con la tradición familiar romana, sobre todo con el rol central del matrimonio en la constitución de la sociedad. Los sucesores de Atanasio no sólo exaltaron la abstinencia sexual, cuestión básica para la conducta ascética, sino que progresivamente desarrollaron un visión crítica del matrimonio, llegando incluso a su descalificación, casi como si fuera una obra del diablo (uno de los ejemplos más impactantes de esta retórica anti matrimonio fue la de Gregorio de Nisa). Fue precisamente esta irracional visión de la sexualidad humana, exaltando la virginidad y denostando el matrimonio, lo que despertó el rechazo de una parte mayoritaria de la elite romana. Esta controversia fue potenciada por argumentos doctrinales sustentados por los ascetas. Los obispos ascetas se esforzaban en identificar el ascetismo con la defensa de la trinidad, de modo que los que se oponían a sus puntos de vista en el fondo frisaban con la herejía anti trinitaria. Esta identificación del ascetismo con la ortodoxia  nicena facilitaba la denuncia de los oponentes al ascetismo como potenciales herejes. En cierta medida, lo que estaba en juego aquí era la confrontación entre el elemento laico (la aristocracia cristiana romana) contra el elemento eclesiástico (los obispos ascetas) por el control de la iglesia cristiana. En el siglo V, en instancias como el concilio de Efeso, los clérigos – los obispos ascetas y sus apoyos monacales – impusieron su triunfo final y definitivo sobre el elemento laico. En adelante, sólo los cristianos que se abstuvieran de mantener relaciones sexuales y que estaban más cerca de Dios podrían dirigir a la iglesia; los demás cristianos – los laicos – que tenían una vida sexual activa estaban más lejos de Dios y por consiguiente debían renunciar a cualquier rol protagónico en la iglesia. Estamos en las puertas de la iglesia medieval; la vieja y heroica iglesia primitiva ha muerto.


“Todo el poder a los ascetas”. En el transcurso de menos de doscientos años, entre los siglos III y IV DC, un nuevo y poderoso movimiento ascético copó el escenario y expulsó a los laicos, obligándolos a refugiarse en las graderías. Durante los próximos mil años sólo los ascetas animarán el show, hasta que una nueva revolución después de 1517 volverá a traer a escena a los laicos postergados. ¿Fue el cambio religioso del siglo IV el triunfo del cristianismo? Si algo triunfó entonces habría que preguntarles a Atanasio y sus amigos.

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