En nuestro artículo anterior reflexionábamos
sobre la próxima conmemoración de los cien años del inicio de la Primera Guerra
Mundial. Pero en vísperas del estallido de la Gran Guerra tuvo lugar otro hito muy significativo, del cual este
año se cumple también su primer centenario; nos referimos a la publicación en
1913 de “Totem und Tabu” (“Tótem y Tabú”), una de las principales
obras del neurólogo y siquiatra austriaco Sigmund Freud, el creador del
sicoanálisis. Las circunstancias que rodearon su composición así como el lugar
que ocupa en el corpus freudiano
hacen de este libro una pieza fundamental para entender a la Europa de la
época, pero por sobre todo a los europeos, a la sociedad vista bajo la lupa psicoanalítica de Freud. Así, por ejemplo, los dos conceptos que Freud usó para
titular su libro, “tótem” y “tabú”, no son palabras cualesquiera tomadas al
azar o producto de un arrebato de inspiración súbita; nada más alejado de la
realidad. Prima facie, el uso de
estos conceptos indica de entrada la postura provocativa de su autor, lo que
queda en evidencia si rastreamos el origen de estas palabras y, lo que es más
importante aún, el uso y significado que adquirieron las mismas en las
discusiones académicas y científicas previas a 1913. Vamos por parte.
Tótem aparece por primera vez en imprenta en
un texto publicado en Londres en 1791 titulado “Voyages and Travels of an Indian Interpreter and Trader” y cuyo
autor era un tal James Long, un comerciante que decía haber tenido mucho
contacto con indígenas de Norteamérica durante sus desplazamientos por esa
región del mundo. El relato de Long podría haber pasado a constituir una pieza
más de la ya por entonces abultada literatura de viajes que fascinaba a los
lectores europeos del siglo XVIII y haber quedado como una entretención para
filólogos, de no ser porque una nueva ciencia, la antropología - o para usar el
lenguaje popular de entonces, etnografía – rescató el vocablo y lo utilizó como
parte de su nuevo arsenal teórico. Este paso lo dio el antropólogo escocés John
Ferguson McLennan (1827-1881), quien publicó en 1869 un artículo titulado “The Worship of Animals and Plants”, en el
que, partiendo de un análisis comparado de relatos similares de otras
latitudes, postuló que existe una tendencia humana universal a reverenciar los
“poderes místicos” de los seres vivos y por tanto que “tótem” (o “totemismo”)
representaba una etapa primitiva, quizás las primeras fases, de la evolución
religiosa de los seres humanos. A partir de aquí se produjo una explosión de
literatura sobre “totemismo” a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX y
de entre ella destacan en particular, de James G. Frazer “Totemism and Exogamy: A Treatise on Certain Early Forms of Superstition
and Society” (1910) y de Emil Durkheim
“Les Formes élémentaires de la vie
religieuse: Le systeme totemique en Australie” (París, 1912). Por otro lado, el concepto de “tabú” fue introducido en Inglaterra con
la impresión en 1784 de los primeros volúmenes de “A Voyage to the Pacific Ocean…”, la obra de extenso título que
resume las aventuras de exploración del capitán James Cook por las islas de la
polinesia. Fue en el encuentro con los nativos de esas latitudes que Cook y su
tripulación escucharon por primera vez el vocablo “tabú”, con la ambivalente
idea de “consagrado” o “prohibido”, pues al parecer los ingleses nunca
terminaron de comprender si el concepto indicaba “sagrado” o “contaminado”,
aunque, como aclara E. Shortland en “Traditions
and Superstitions of the New Zealanders” (Londres, 1854), etimológicamente
el maorí tapu deriva de ta, “marcar” y pu, “completamente”. En cualquier caso, el vocablo iba a adquirir
vida propia en los siglos XIX y XX. Al menos en la comprensión de los
antropólogos, el concepto quedó fuertemente ligado a restricciones o normas
sobre los alimentos (“food taboo”) y
las relaciones sexuales (por ejemplo, el tabú del incesto) impuestas por la
autoridad social (en el caso original de las tribus polinésicas, al parecer por
decisión del jefe de la tribu).
En
resumen, ¿qué tenemos entonces? Para 1913, los conceptos de “tótem” y “tabú”
estaban fuertemente conectados con los estudios antropológicos (y también
mitológicos) que pretendían describir la religión de los pueblos “primitivos” o
“salvajes”, ya sea como parte de la evolución de la religión desde fases más
básicas hacia otras más elaboradas, ya sea para contrastar esas creencias con
las más “modernas” de la civilización europea en su versión del siglo XIX. Así,
pues, al ligar estos dos conceptos, Freud ya nos está advirtiendo que su obra
está relacionada con esa empresa de la ciencia europea que intenta escribir la
historia y la evolución de lo religioso en el ser humano. Pero las palabras por
sí solas, por poderosas que sean, nos llevan sólo hasta cierto punto del
camino, hasta donde el contexto de la época nos permite llegar; de allí en
adelante tenemos que asirnos de algo más que nos ayude a entender el contexto
personal de Freud.
En
los primeros años del siglo XX Sigmund Freud había delineado lo que él
sostendría en adelante era la piedra angular de su teoría del sicoanálisis: el
complejo de Edipo. En realidad fue en 1910 que Freud bautizó su teoría
fundamental como “complejo de Edipo”, cuando adaptó la palabra “complejo”, un
concepto que tomó prestado del suizo Carl Gustav Jung – por entonces uno de sus
más destacados y brillantes discípulos – y que le sirvió para caracterizar a la
neurosis en la que había trabajado por varios años. Por entonces Freud había
reunido en torno de sí a un significativo número de seguidores, tanto de su
nativa Austria como de Suiza y otros países europeos. De hecho los lectores de
Freud ya habían cruzado el Atlántico y así fue que en septiembre de 1909 Freud,
acompañado por Jung y Ferenczi, visitó la Clark University en Worcester,
Massachusetts, Estados Unidos, introduciendo así el psicoanálisis en
Norteamérica. De modo que para 1910 el joven movimiento sicoanalítico era ya un
fenómeno mundial. Pero, detrás de las apariencias, no todo era color de rosa
para Sigmund Freud. Lenta pero inevitablemente las diferencias de opinión entre
el patriarca y sus discípulos comenzaron a resquebrajar la unidad del
movimiento. Todo indica que fue precisamente la insistencia de Freud sobre la
centralidad absoluta del complejo de Edipo lo que habría gatillado las mayores
discusiones. En el fondo de estas controversias teóricas subyace el papel
dominante del sexo; según Freud el dominio casi absoluto de la libido o el
deseo sexual como fuerza instintiva básica que afecta al inconsciente es una
cuestión que no admite discusión y eso es lo que está detrás del complejo de Edipo.
Pero aquí algunos de sus discípulos comenzaron a disentir y hasta objetaron la
postura de Freud al respecto como demasiado cerrada, casi dogmática. La primera
defección fue la de Adler, sin duda muy impactante; pero la que siguió, la de
Jung en 1912, fue igualmente famosa y por cierto particularmente dolorosa: hasta
entonces, Freud había visto a Jung como
su “heredero”. Pero Jung publicó ese año “Símbolos
y Transformaciones de la Libido”, donde ofrecía una interpretación de la
libido (o “energía síquica”, para usar la terminología de Jung) y del complejo
de Edipo que se alejaba radicalmente de la postura freudiana. Lo que vendría
luego sería un tenso intercambio epistolar, cruzado por acusaciones y
descalificaciones mutuas, la renuncia de Jung a sus cargos en la organización
sicoanalítica internacional y después el silencio, que Freud interrumpiría en
1913 con “Tótem y Tabú”.
Como
sostienen muchos investigadores actuales, hay buenas razones para suponer que “Tótem y Tabú” es una respuesta directa,
acaso incluso un contraataque frontal, dirigido hacia Jung. Habiendo masticado
durante un año su rabia, Freud desata ahora toda su artillería para
contrarrestar a Jung y reafirmar el carácter fundamental del complejo de Edipo.
Dicho en otras palabras, “Tótem y Tabú”
demostrará de manera categórica cuán equivocado está Jung. Hasta entonces el
complejo de Edipo ha sido postulado por Freud para explicar el comportamiento
neurótico; desde ahora, el complejo de Edipo escala hasta alturas cósmicas, se
vuelve nada menos que la explicación sicoanalítica de la historia y la
civilización humana. Freud procede a ubicarnos en un pasado remoto, uno en
donde no hay más humanos que los que constituyen la “horda primigenia”, la
primera colectividad humana; esta tribu está gobernada por un jefe, un
patriarca celoso, que reserva sólo para sí el acceso sexual a las mujeres de la
tribu. Irritados por esta intolerable situación, los hijos se rebelan contra el
patriarca y lo matan, para luego distribuir las mujeres entre ellos. Pero el
remordimiento de sus conciencias por el asesinato del padre gatilla dos
respuestas fundamentales para la historia humana, dos respuestas que, según
Freud, conectan los dos principales tabús (o restricciones totémicas), el
sexual y el alimentario, con el complejo de Edipo. Primero, la imposición del
“tabú del incesto”. Segundo, la invención de Dios y la religión. Como una
fórmula para escapar o sublimar la culpa por el parricidio cometido, los
primeros humanos proyectan en un símbolo, Dios, la imagen del padre asesinado y
reconstituyen el vínculo perdido padre-hijo a través de la invención
Dios-adorador; para expiar su culpa instituyen luego el “sacrificio vicario” de
un animal ofrecido en holocausto: así, la sangre del sacrificio servirá de
propiciación en lugar de la sangre de los verdaderos culpables humanos. Así,
pues, la religión no es otra cosa que un invento primitivo para paliar el miedo
infantil de un hijo hacia su padre (para Freud el primer tótem es un símbolo
paterno), o como lo dirá Freud más tarde, una “neurosis obsesiva colectiva”
subyace a todas las religiones.
Es significativo que entre la acuñación del
término “complejo de Edipo” (1910) hasta la aparición de “Tótem y Tabú” (1913), esto es, durante un lapso de tres años, Freud
no haya publicado nada sobre el complejo de Edipo, lo que refuerza la idea de
que la reformulación del complejo en términos “cósmicos”, como es la
presentación en “Tótem y Tabú”,
pretendía reafirmar la ortodoxia sicoanalítica en contra de la “herejía” de
Jung. De paso, como el lector habrá apreciado, Freud nos regaló una “joyita”
para entender su postura atea y anti religiosa, como queda consignado
claramente en el subtítulo de la obra “Algunos
puntos de acuerdo entre las vidas mentales de salvajes y neuróticos”. Claro
que no sólo los espíritus religiosos pudieron llegar a sentirse agraviados por
esta historia de la “horda primigenia” y el origen de la religión, la moral y
la civilización. La verdad es que la ecuación “salvajes = neuróticos”, o al
menos el intento de igualar las vidas de quienes viven en otros estadios
culturales con las de quienes sufren trastornos síquicos en las sociedades
modernas, iba a producir un duradero y profundo quiebre entre la antropología y
el sicoanálisis a lo largo del siglo XX. Al final del día, valdrá la pena
consignar que la fascinación científica por términos como “tótem” o “tabú”, tan
en boga a comienzos del 1900, hace rato que ya pasó a la historia o ha sido
sujeta a toda una revisión en un sentido muy distinto al propuesto por Freud,
siendo en el caso del totemismo quizás la mayor obra al respecto el famoso
libro “Le Totemism aujourd´hui” (El Totemismo hoy, 1962) de Lévi Strauss.
Otro tanto podríamos afirmar de la historia de la “horda primigenia” que
constituye uno de los argumentos principales de Freud en “Tótem y Tabú”; en “The sense
and non-sense of revolt: The powers and limits of Psychoanalysis” (2000),
Julia Kristeva se refiere a ella como una “fábula
freudiana”, mientras otros investigadores simplemente hablan de un “mito
freudiano” y quizás haya algo de cierto en eso; después de todo, no se puede
negar que el mismo Freud era un gran contador de mitos.
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