Bolonia, Estados Pontificios, 23 de junio de
1858. Esa noche la paz de la familia Mortara es interrumpida por golpes en la
puerta de su casa: es la policía papal en busca del pequeño Edgardo, de tan
sólo seis años. El niño es entregado al inquisidor local y un día después
enviado a Roma, a la Casa
de los Catecúmenos. Los padres, el acaudalado comerciante judío Salomone
Mortara y su esposa, destrozados, no entienden nada y piden a la policía la
devolución de su pequeño hijo. La respuesta que reciben es digna de una
película de terror (o del absurdo): el niño había sido bautizado católico y
puesto que los padres eran judíos, el Papa tenía la obligación de suspender el
derecho paternal y educar al niño en Roma, como un fiel católico. Tal cual. Los
padres no entendían cómo su hijo podía ser bautizado católico, pues ellos eran
una familia judía, salvo que… Cinco años antes, cuando Edgardo era apenas una
guagua de un año, enfermó gravemente. Una joven empleada católica por entonces
al servicio de los Mortara, Ana Morisi, temiendo cerca la muerte del bebé,
decidió realizar secretamente el acto del bautismo, esparciendo agua sobre el
bebé con la fórmula “te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo” (algunos denominan a este acto “bautismo de emergencia”, cuando una
persona está en riesgo de morir y de ir al infierno por no ser bautizado
católico, según enseña el clero). El niño no murió y el asunto quedó allí. Pero
después, el año 1858, en un interrogatorio de la Inquisición , la joven
Ana contó a los inquisidores esta historia, lo que a su vez llevó a la policía
papal a la casa Mortara. Lo que vino después fue conmovedor; los padres
viajaron varias veces a Roma para insistir en la devolución de su hijo,
logrando incluso una audiencia con el Papa; pero la respuesta papal fue
devastadora, pues en octubre de 1858 la Santa
Sede aclaró que “Dios ha dado a la Iglesia el poder y el
derecho de tomar posesión de los niños bautizados de los infieles, y que los
derechos de los padres están subordinados a los de la Iglesia ”. Aún cuando el
bautismo había tenido lugar sin el consentimiento ni conocimiento de los
padres, una vez seguida la fórmula correcta el rito era válido y el niño ahora
era católico. Para todos los efectos prácticos, en lo que al Papa se refiere,
el asunto está resuelto y no hay nada más que decir. Fin de la historia.
Obviamente los padres, aunque destrozados, no
se contentaron con esta respuesta. En los años siguientes se les permitió
visitar esporádicamente a su hijo, pero siempre bajo supervisión de miembros
del clero. Ante sus continuos reclamos la mejor respuesta de las autoridades
eclesiásticas dejó a la familia atónita: el niño podría ser devuelto a sus
padres pero sólo con la condición de que estos se convirtieran al catolicismo.
Evidentemente los esposos Mortara tomaron semejante propuesta como un acto de
extorsión y se negaron a abandonar su religión judía. El resultado de estos
infructuosos esfuerzos familiares fue que el joven creció educado en los
edificios e instituciones papales, bajo expresas instrucciones de Pío IX. Cuando
el régimen papal llegó a su fin en 1870 y Roma fue conquistada por las tropas
italianas, la familia Mortara intentó nuevamente recuperar a Edgardo, pero
entonces el niño se había convertido en un mayor de edad y los doce años de
adoctrinamiento católico dieron sus frutos: Edgardo Mortara viajó a Francia a
continuar sus estudios eclesiásticos, adoptó el nombre de Pío y se ordenó
sacerdote católico, iniciando una carrera eclesiástica que se extendería hasta
su muerte en Bélgica en 1940.
La conmovedora e increíble historia de
Edgardo Mortara ha sido reconstruida en el libro de David Kertzer “The Kidnapping of Edgardo Mortara”
(1997), donde se revisan los documentos y testimonios de la época. En su
investigación, Kertzer llega a cuestionar varios aspectos de la historia. Así,
por ejemplo, duda que alguna vez haya existido el supuesto bautismo, dado que
sólo se trata de la palabra de Morisi pero no hay más pruebas de que
efectivamente su versión sea verídica. Más aún, habría sospechas de que mentía,
puesto que la ex empleada gestionaba por entonces una pensión ante el clero
romano y la versión que dio a las autoridades inquisitoriales bien podría ser
entendida como el favor a cambio de un beneficio. Sea que la enfermedad del
bebé fuera mortal o no (razón invocada para el “bautismo de emergencia”), o que
Kertzer esté en lo cierto o equivocado
respecto al testimonio de Morisi, lo concreto es que para la curia romana la
versión de la empleada era cierta y justificaba la separación del niño de sus
padres.
La respuesta tradicional de los apologistas
católicos ante este embarazoso asunto ha sido la de invocar una tendencia anti
católica o el odio contra el papado como la motivación para reflotar el episodio
Mortara; después de todo, según esa defensa, se trataría tan sólo de un caso
aislado, un error que no debería empañar la memoria de Pío IX. Empero, cuando
se estudia el contexto del caso Mortara esa argumentación queda en entredicho y
se hace evidente que la historia del secuestro del pequeño Edgardo responde a
conductas y patrones recurrentes y de larga data entre quienes reinaban entonces
en Roma.
Consideremos, por ejemplo, la presencia judía
en la ciudad de Bolonia, la ciudad donde vivía la familia Mortara y donde tuvo
lugar el secuestro. Según la Encyclopedia Judaica la presencia
judía en la ciudad está documentada al menos desde el año 1353. Entre los
siglos XIV y XVI, pese a la atmósfera medieval más bien anti semita, la pequeña
comunidad judía de Bolonia se las arregló para prosperar en función de sus
actividades comerciales y bancarias. Las cosas comenzaron a cambiar cuando la
ciudad pasó a depender directamente del Papado allá por 1513. A mediados de esa
centuria Julio III ordenó la quema pública del Talmud – el principal texto
religioso judío – y de otros textos hebreos. Por esos años también el Papado
dispuso la creación de un ghetto, un sector específico de la ciudad donde
debían vivir los judíos. En 1568 Pío V ordenó abrir una Casa de Catecúmenos en
Bolonia, esto es, una residencia especial donde debía recibirse a los judíos
que apostataran de su religión y se convirtieran al catolicismo, de modo que
fueran adoctrinados en el catecismo católico (notar que trescientos años más
tarde fue precisamente a un lugar de este tipo en Roma a donde la Inquisición llevó al
pequeño Edgardo). Estas medidas no dejaron satisfechas al parecer a la
autoridades papales pues al año siguiente, 1569, los judíos fueron expulsados
de la ciudad. Regresos y nuevas expulsiones se sucederían al cambiante ánimo de
los Papas hasta que por último, en 1593, Clemente VIII determinó una expulsión
final. Esta vez los judíos no volverían a residir en Bolonia por dos largos
siglos. Recién en 1796, al amparo de las conquistas de las tropas
revolucionarias francesas, los judíos regresarían a la ciudad. Allí llevaron
una existencia más o menos regular hasta que el fin del imperio napoleónico y
el Congreso de Viena en 1815 redefinieran el mapa de Italia: el Papa reclamó la
devolución de sus viejos territorios y así Bolonia volvió a ser restituida a
los Estados Pontificios. El reintegro de Bolonia al reino del Papa puso
nuevamente a los judíos en la mira de la Inquisición
y otra vez volvieron los problemas entre los judíos y el Papado.
Los acontecimientos que llevaron al secuestro del niño Edgardo Mortara
por la policía de Pío IX no responden, como quieren hacernos creer los
defensores del Papa, a un evento único y desafortunado, un terrible
malentendido; no, detrás del secuestro del niño Mortara hay una historia de
maltrato y hostigamiento papal de largos siglos en contra de los judíos, como
lo demuestra de manera evidente la historia de la presencia judía en Bolonia. Un
detalle no menor de esa animadversión es que, como hemos visto, los judíos regresaron a Bolonia – y a varias
otras ciudades italianas – en la estela de los éxitos político-militares de la
revolución francesa; que tales éxitos alteraran el tradicional absolutismo
papal, interrumpiendo el reinado terrenal de los Pontífices, añade carbón a la
hoguera del resentimiento papal en contra de toda la memoria de la Revolución Francesa :
para los Papas, dicha revolución no era otra cosa que una obra del diablo. Así
que el regreso de los judíos en medio de tan “diabólicas” circunstancias debe
haber jugado un papel gravitante a la hora que los Papas resolvieran qué hacer
con estos indeseables súbditos que estaban de vuelta en Italia no por
invitación de Roma, sino por imposición extranjera. Por otro lado, casos como
los de Edgardo Mortara habían sido normales en los Estados Pontificios y en el
mundo católico durante siglos desde la Edad
Media , no había nada nuevo en invocar un hipotético bautismo (real
o no) para secuestrar niños judíos, arrebatarlos a sus padres y criarlos en el
catolicismo (una categoría aparte pero cercana es la de los bautismos forzados,
donde adultos, jóvenes y niños judíos eran obligados a bautizarse como
cristianos so pena de sufrir duras consecuencias si se negaban; las infames
Casa de Catecúmenos – la primera de las cuales se abrió en Roma en 1543 - eran parte de ese entramado). De modo que un acto tan brutal como el secuestro de
Edgardo Mortara no se explica porque ese día Pío IX se levantara de mal humor o
a la policía papal se le pasara la mano; definitivamente esta historia está
enraizada en medio de un entramado de herencias históricas de larga data en los
Estados Pontificios. De seguro Pío IX y las autoridades de la curia no vieron
nada particular en arrebatar al pequeño Edgardo y retenerlo en Roma, más allá
de las molestias de los reclamos de sus padres. Pero algo salió mal en esta
oportunidad, muy mal. ¿Qué ocurrió que transformó la historia de Edgardo
Mortara en un caso aparte? En los próximos artículos intentaremos explorar el
contexto internacional que hizo del secuestro de Edgardo Mortara un hito
indeseado en el reinado de Pío IX.
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