Bolonia, Estados Pontificios, 27
de marzo de 1831. Tropas austriacas aplastan la resistencia en Bolonia, ocupan la
ciudad y el gobierno revolucionario se rinde; los austriacos restablecen la
autoridad del Papa. Veintisiete años antes del secuestro de Edgardo Mortara, en
febrero de 1831, un alzamiento revolucionario había triunfado en el ducado de
Parma – vecino de los Estados Pontificios – y de inmediato la sublevación
contagió el reino papal; varias ciudades importantes (Bolonia, Forli, Rávena,
Imola, Ferrara y Ancona, entre otras) se sumaron a la insurrección y
constituyeron en Bolonia un gobierno revolucionario “de las Provincias Unidas
de Italia”. La revolución era liderada por los carbonari, una organización clandestina, similar a la Joven Italia de Mazzini y a
muchas otras que pululaban por entonces en Italia. ¿Qué pasaba en Italia y en
especial en los Estados Pontificios?
Desde que el Congreso de Viena
de 1815 restableciera las monarquías absolutas que habían sido suprimidas
primero por las tropas revolucionarias francesas y luego por la ocupación
napoleónica, el “antiguo régimen” absolutista y aristocrático pareció regresar
en gloria y majestad. Pero era imposible volver el tiempo atrás. Una nueva
generación italiana no sólo había saboreado las bondades de la libertad
política, sino que aspiraba además a la unidad italiana; pero este nuevo
sentimiento nacionalista y revolucionario italiano chocaba con un obstáculo
formidable: los varios estados monárquicos que dividían el país. Peor aún,
entre esos estados se hallaban los territorios del Papa, que ocupaban
precisamente el centro de la península y además controlaban Roma, la capital
natural de una Italia unida. Para luchar contra estos obstáculos y realizar la
unificación italiana habían surgido las organizaciones políticas secretas que
aludíamos antes; sus integrantes recurrieron a las huelgas, las protestas callejeras,
atentados y alzamientos políticos para derrocar a las monarquías absolutas y
establecer un gobierno unificado. Lógicamente, para estas organizaciones los
territorios papales eran otro obstáculo que había igualmente que suprimir,
cuestión que puso al Papado de lleno en el conflicto. La respuesta papal
resultó dubitativa, oscilando entre hacer algunas concesiones políticas
limitadas o bien alinearse directamente con las fuerzas reaccionarias. Pío VII
combatió a los carbonari, pero
compensó esto con algunas reformas. Su gobierno más o menos moderado fue
seguido por dos largos periodos de reinados profundamente reaccionarios, los de
León XII (1823-1829) y Gregorio XVI (1831-1846). Durante esos años se consolidó
la alianza estratégica entre Roma y Viena: las dos monarquías absolutas eran
aliados naturales, más aún porque el Papado no contaba con la fuerza militar
suficiente como para resistir a los movimientos políticos revolucionarios, de
modo que las tropas austriacas eran el último recurso que le quedaba al Papa si
las cosas se salían de control. Pero esta solución, si bien ayudó al Papa a
combatir a sus enemigos políticos internos, le creó otro grave problema
internacional: el ejército austriaco desplegado en Italia inquietaba a Francia.
Mientras los Borbones reinaron en París la situación pudo ser negociada, pero
la caída de la monarquía absoluta francesa precipitó la crisis. En julio de
1830 una revolución liberal puso en el trono de Francia a Luis Felipe de
Orleáns, “el rey burgués”, y los liberales franceses no ocultaron su simpatía
por el movimiento de unificación italiano. Por entonces reinaba en Roma Pío
VIII (1829-1830), un hombre conciliador, pero para quien la revolución parisina
era sólo una amenaza a su régimen. El Papa respondió no reconociendo al nuevo
gobierno francés y pidiendo apoyo militar a Austria temiendo nuevos estallidos
sociales. La debilidad de los Estados Pontificios tensionó al máximo las
relaciones entre Francia y Austria. Peor aún, el largo cónclave entre la muerte
de Pío VIII y la elección de Gregorio XVI (noviembre 1830 – febrero 1831) fue
aprovechado por los revolucionarios italianos, con las consecuencias que
comentábamos al comienzo.
La situación de Italia se
deterioraba rápidamente y la crisis de los Estados Pontificios amenazaba con
crear un serio conflicto entre Austria y Francia, con consecuencias
continentales difíciles de prever. Las grandes potencias, conscientes del
peligro, decidieron intervenir y revisar la situación del reino papal; en abril
de 1831 los representantes de Gran Bretaña, Austria, Francia, Rusia y Prusia se
reunieron en Roma para discutir cómo ayudar al Papa a estabilizar su gobierno y
evitar una escalada del conflicto. Las negociaciones no fueron fáciles, dadas
las diferentes miradas de cada estado y los propios objetivos del gobierno
pontificio. Uno de los más interesados en un programa de reformas
administrativas era Londres, que defendía la tesis de que un “buen gobierno”,
con reformas políticas y jurídicas, aseguraría la paz interna y alejaría el
riesgo revolucionario. George Seymour, representante inglés en Florencia, había
visitado los Estados Pontificios antes de la conferencia y en una carta fechada
el 25 de abril de 1831 advertía a Lord Palmerston – primer ministro inglés - que
uno de los grandes problemas del régimen papal era la ausencia de un sistema o
código legal que asegurara ciertos derechos básicos a la población, la que de facto estaba a merced de las
decisiones discrecionales del clero; el otro gran problema era que precisamente
casi toda la administración era eclesiástica, no había personal civil o laico.
Tras un mes de negociaciones, finalmente, el 21 de mayo de 1831, la conferencia
terminó con la redacción de un memorádum que instó al Papa a realizar una serie
de reformas políticas, judiciales y financieras; las reformas deberían asegurar
la estabilidad del gobierno papal. Huelga decir que el documento quedó
archivado y que Gregorio XVI nunca tuvo la menor intención de realizar las
reformas propuestas. ¿Qué habría sucedido si Gregorio XVI hubiese implementado
las reformas sugeridas? ¿Se hubiese prevenido la ocurrencia de eventos como el
secuestro del niño Mortara? Probablemente la existencia de un sistema judicial independiente
habría podido acoger los reclamos de la familia Mortara y tener mayor éxito en
recuperar al niño. La resistencia papal a hacer las reformas terminaría por
enajenar las voluntades políticas en el exterior; Lord Palmerston diría más tarde que lo único que le
interesaba al Papa era “mantener su pequeño infierno en la tierra”.
Pero no sólo los tiempos
políticos giraban en contra del Papado, también los tiempos sociales y culturales.
Lo que contribuyó igualmente a hacer del secuestro del niño Mortara un caso
aparte fue el despertar de la nueva conciencia colectiva que se extendió en el
pueblo judío durante el siglo XIX. Mientras en algunos países protestantes los
judíos habían prosperado con ciertas facilidades después de la Reforma (especialmente en
Holanda, Gran Bretaña y las colonias inglesas en Norteamérica), la Revolución Francesa
por primera vez les otorgó plenos derechos políticos en una nación católica.
Incluso en territorios alemanes, con una fuerte tradición de antisemitismo, los
judíos se atrevían a una mayor figuración pública. Es cierto que una historia
aparte era la situación en los Balcanes y en Europa oriental – sobre todo en
los dominios del Zar – con una arraigada historia de antisemitismo; pero al
menos en Europa occidental se respiraba una nueva atmósfera que hacía coincidir
el liberalismo con una actitud más humanitaria frente a los judíos. Es por ello
que la noticia del secuestro del niño Mortara produjo la conmoción
internacional que hizo de éste un caso tan célebre. El golpe entre las
comunidades judías marcó asimismo un punto de inflexión. En 1859, al año
siguiente del secuestro, se fundó en Nueva York el Board of Delegates of American Israelites, la primera organización
nacional de los judíos de Estados Unidos, entre cuyos objetivos institucionales
estaban la defensa de los derechos civiles y políticos de los ciudadanos judíos
tanto en Estados Unidos como en el exterior, así como las relaciones con
comunidades judías fuera del país y la defensa de sus derechos frente a las
autoridades extranjeras. Se trata de la respuesta institucional de los judíos
norteamericanos, entre otras cuestiones, a la noticia del secuestro de Edgardo
Mortara. Incluso a comienzos de 1859 una delegación judía consiguió una
audiencia con el presidente Buchanan para solicitar una intervención del
gobierno norteamericano ante el Papa, mientras el New York Times publicaba una
seguidilla de editoriales que sensibilizaba al público sobre el secuestro.
Claro que todos estos esfuerzos diplomáticos, tanto en el caso norteamericano
como de otros países europeos, nunca tuvieron ninguna posibilidad ante la
negativa pontificia. Resulta interesante consignar, en todo caso, la explosión
de sentimientos anti católicos que la noticia del caso Mortara despertó no sólo
en la comunidad judía sino en la población mayoritariamente protestante de
Estados Unidos; las manifestaciones de rechazo al gobierno papal deben
entenderse en el marco más amplio de la sospecha que compartían protestantes y
judíos por igual de que el Papado era una amenaza contra las libertades
civiles, políticas y religiosas de la república norteamericana.
El sentimiento anti católico que
levantó la noticia del secuestro de Edgardo Mortara en Estados Unidos tiene
reminiscencias del anti catolicismo popular en Gran Bretaña incluso hasta la
primera mitad del siglo XX. Fue precisamente un destacado líder judío británico
quien avisó a sus correligionarios estadounidenses sobre el caso Mortara: Sir
Moisés Montefiori (1784-1885). Empresario que había amasado una gran fortuna
personal (relacionado con los magnates Rothschild), Montefiori también hizo
vida política en Inglaterra, consiguiendo nada menos que la emperatriz Victoria
lo nombrara caballero en 1837. Siendo uno de los principales dirigentes
británicos judíos, encabezó una delegación que visitó Roma con el expreso
propósito de solicitar a Pío IX la liberación del niño Mortara, lamentablemente
sin resultados prácticos para la familia.
Pero el Board
norteamericano no fue la única respuesta organizada judía frente al caso
Mortara. En mayo de 1860 se creaba en París la Alliance Israelite Universelle, cuyo lema rezaba: “Todos
los israelitas son camaradas”. El manifiesto de la organización señalaba el
objetivo de la misma: “Trabajar en todas partes por la emancipación y el
progreso moral de los judíos; ofrecer asistencia efectiva a los judíos que
sufren de antisemitismo; y apoyar todas las publicaciones que promuevan este
fin”. Al igual que en Estados Unidos, el nacimiento de la organización
internacional francesa estaba fuertemente asociada a los sucesos que afectaron
a la familia Mortara como un evento simbólico. Francia, Gran Bretaña, Alemania,
Estados Unidos… el cúmulo de presión internacional se acumulaba sobre Roma;
¿liberaría finalmente Pío IX a Edgardo
Mortara?
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