jueves, 11 de julio de 2013

El escándalo Mortara: la dimensión internacional del secuestro



Bolonia, Estados Pontificios, 27 de marzo de 1831. Tropas austriacas aplastan la resistencia en Bolonia, ocupan la ciudad y el gobierno revolucionario se rinde; los austriacos restablecen la autoridad del Papa. Veintisiete años antes del secuestro de Edgardo Mortara, en febrero de 1831, un alzamiento revolucionario había triunfado en el ducado de Parma – vecino de los Estados Pontificios – y de inmediato la sublevación contagió el reino papal; varias ciudades importantes (Bolonia, Forli, Rávena, Imola, Ferrara y Ancona, entre otras) se sumaron a la insurrección y constituyeron en Bolonia un gobierno revolucionario “de las Provincias Unidas de Italia”. La revolución era liderada por los carbonari, una organización clandestina, similar a la Joven Italia de Mazzini y a muchas otras que pululaban por entonces en Italia. ¿Qué pasaba en Italia y en especial en los Estados Pontificios?

Desde que el Congreso de Viena de 1815 restableciera las monarquías absolutas que habían sido suprimidas primero por las tropas revolucionarias francesas y luego por la ocupación napoleónica, el “antiguo régimen” absolutista y aristocrático pareció regresar en gloria y majestad. Pero era imposible volver el tiempo atrás. Una nueva generación italiana no sólo había saboreado las bondades de la libertad política, sino que aspiraba además a la unidad italiana; pero este nuevo sentimiento nacionalista y revolucionario italiano chocaba con un obstáculo formidable: los varios estados monárquicos que dividían el país. Peor aún, entre esos estados se hallaban los territorios del Papa, que ocupaban precisamente el centro de la península y además controlaban Roma, la capital natural de una Italia unida. Para luchar contra estos obstáculos y realizar la unificación italiana habían surgido las organizaciones políticas secretas que aludíamos antes; sus integrantes recurrieron a las huelgas, las protestas callejeras, atentados y alzamientos políticos para derrocar a las monarquías absolutas y establecer un gobierno unificado. Lógicamente, para estas organizaciones los territorios papales eran otro obstáculo que había igualmente que suprimir, cuestión que puso al Papado de lleno en el conflicto. La respuesta papal resultó dubitativa, oscilando entre hacer algunas concesiones políticas limitadas o bien alinearse directamente con las fuerzas reaccionarias. Pío VII combatió a los carbonari, pero compensó esto con algunas reformas. Su gobierno más o menos moderado fue seguido por dos largos periodos de reinados profundamente reaccionarios, los de León XII (1823-1829) y Gregorio XVI (1831-1846). Durante esos años se consolidó la alianza estratégica entre Roma y Viena: las dos monarquías absolutas eran aliados naturales, más aún porque el Papado no contaba con la fuerza militar suficiente como para resistir a los movimientos políticos revolucionarios, de modo que las tropas austriacas eran el último recurso que le quedaba al Papa si las cosas se salían de control. Pero esta solución, si bien ayudó al Papa a combatir a sus enemigos políticos internos, le creó otro grave problema internacional: el ejército austriaco desplegado en Italia inquietaba a Francia. Mientras los Borbones reinaron en París la situación pudo ser negociada, pero la caída de la monarquía absoluta francesa precipitó la crisis. En julio de 1830 una revolución liberal puso en el trono de Francia a Luis Felipe de Orleáns, “el rey burgués”, y los liberales franceses no ocultaron su simpatía por el movimiento de unificación italiano. Por entonces reinaba en Roma Pío VIII (1829-1830), un hombre conciliador, pero para quien la revolución parisina era sólo una amenaza a su régimen. El Papa respondió no reconociendo al nuevo gobierno francés y pidiendo apoyo militar a Austria temiendo nuevos estallidos sociales. La debilidad de los Estados Pontificios tensionó al máximo las relaciones entre Francia y Austria. Peor aún, el largo cónclave entre la muerte de Pío VIII y la elección de Gregorio XVI (noviembre 1830 – febrero 1831) fue aprovechado por los revolucionarios italianos, con las consecuencias que comentábamos al comienzo.


La situación de Italia se deterioraba rápidamente y la crisis de los Estados Pontificios amenazaba con crear un serio conflicto entre Austria y Francia, con consecuencias continentales difíciles de prever. Las grandes potencias, conscientes del peligro, decidieron intervenir y revisar la situación del reino papal; en abril de 1831 los representantes de Gran Bretaña, Austria, Francia, Rusia y Prusia se reunieron en Roma para discutir cómo ayudar al Papa a estabilizar su gobierno y evitar una escalada del conflicto. Las negociaciones no fueron fáciles, dadas las diferentes miradas de cada estado y los propios objetivos del gobierno pontificio. Uno de los más interesados en un programa de reformas administrativas era Londres, que defendía la tesis de que un “buen gobierno”, con reformas políticas y jurídicas, aseguraría la paz interna y alejaría el riesgo revolucionario. George Seymour, representante inglés en Florencia, había visitado los Estados Pontificios antes de la conferencia y en una carta fechada el 25 de abril de 1831 advertía a Lord Palmerston – primer ministro inglés - que uno de los grandes problemas del régimen papal era la ausencia de un sistema o código legal que asegurara ciertos derechos básicos a la población, la que de facto estaba a merced de las decisiones discrecionales del clero; el otro gran problema era que precisamente casi toda la administración era eclesiástica, no había personal civil o laico. Tras un mes de negociaciones, finalmente, el 21 de mayo de 1831, la conferencia terminó con la redacción de un memorádum que instó al Papa a realizar una serie de reformas políticas, judiciales y financieras; las reformas deberían asegurar la estabilidad del gobierno papal. Huelga decir que el documento quedó archivado y que Gregorio XVI nunca tuvo la menor intención de realizar las reformas propuestas. ¿Qué habría sucedido si Gregorio XVI hubiese implementado las reformas sugeridas? ¿Se hubiese prevenido la ocurrencia de eventos como el secuestro del niño Mortara? Probablemente la existencia de un sistema judicial independiente habría podido acoger los reclamos de la familia Mortara y tener mayor éxito en recuperar al niño. La resistencia papal a hacer las reformas terminaría por enajenar las voluntades políticas en el exterior; Lord Palmerston  diría más tarde que lo único que le interesaba al Papa era “mantener su pequeño infierno en la tierra”.

Pero no sólo los tiempos políticos giraban en contra del Papado, también los tiempos sociales y culturales. Lo que contribuyó igualmente a hacer del secuestro del niño Mortara un caso aparte fue el despertar de la nueva conciencia colectiva que se extendió en el pueblo judío durante el siglo XIX. Mientras en algunos países protestantes los judíos habían prosperado con ciertas facilidades después de la Reforma (especialmente en Holanda, Gran Bretaña y las colonias inglesas en Norteamérica), la Revolución Francesa por primera vez les otorgó plenos derechos políticos en una nación católica. Incluso en territorios alemanes, con una fuerte tradición de antisemitismo, los judíos se atrevían a una mayor figuración pública. Es cierto que una historia aparte era la situación en los Balcanes y en Europa oriental – sobre todo en los dominios del Zar – con una arraigada historia de antisemitismo; pero al menos en Europa occidental se respiraba una nueva atmósfera que hacía coincidir el liberalismo con una actitud más humanitaria frente a los judíos. Es por ello que la noticia del secuestro del niño Mortara produjo la conmoción internacional que hizo de éste un caso tan célebre. El golpe entre las comunidades judías marcó asimismo un punto de inflexión. En 1859, al año siguiente del secuestro, se fundó en Nueva York el Board of Delegates of American Israelites, la primera organización nacional de los judíos de Estados Unidos, entre cuyos objetivos institucionales estaban la defensa de los derechos civiles y políticos de los ciudadanos judíos tanto en Estados Unidos como en el exterior, así como las relaciones con comunidades judías fuera del país y la defensa de sus derechos frente a las autoridades extranjeras. Se trata de la respuesta institucional de los judíos norteamericanos, entre otras cuestiones, a la noticia del secuestro de Edgardo Mortara. Incluso a comienzos de 1859 una delegación judía consiguió una audiencia con el presidente Buchanan para solicitar una intervención del gobierno norteamericano ante el Papa, mientras el New York Times publicaba una seguidilla de editoriales que sensibilizaba al público sobre el secuestro. Claro que todos estos esfuerzos diplomáticos, tanto en el caso norteamericano como de otros países europeos, nunca tuvieron ninguna posibilidad ante la negativa pontificia. Resulta interesante consignar, en todo caso, la explosión de sentimientos anti católicos que la noticia del caso Mortara despertó no sólo en la comunidad judía sino en la población mayoritariamente protestante de Estados Unidos; las manifestaciones de rechazo al gobierno papal deben entenderse en el marco más amplio de la sospecha que compartían protestantes y judíos por igual de que el Papado era una amenaza contra las libertades civiles, políticas y religiosas de la república norteamericana.

El sentimiento anti católico que levantó la noticia del secuestro de Edgardo Mortara en Estados Unidos tiene reminiscencias del anti catolicismo popular en Gran Bretaña incluso hasta la primera mitad del siglo XX. Fue precisamente un destacado líder judío británico quien avisó a sus correligionarios estadounidenses sobre el caso Mortara: Sir Moisés Montefiori (1784-1885). Empresario que había amasado una gran fortuna personal (relacionado con los magnates Rothschild), Montefiori también hizo vida política en Inglaterra, consiguiendo nada menos que la emperatriz Victoria lo nombrara caballero en 1837. Siendo uno de los principales dirigentes británicos judíos, encabezó una delegación que visitó Roma con el expreso propósito de solicitar a Pío IX la liberación del niño Mortara, lamentablemente sin resultados prácticos para la familia.

Pero el Board norteamericano no fue la única respuesta organizada judía frente al caso Mortara. En mayo de 1860 se creaba en París la Alliance Israelite Universelle, cuyo lema rezaba: “Todos los israelitas son camaradas”. El manifiesto de la organización señalaba el objetivo de la misma: “Trabajar en todas partes por la emancipación y el progreso moral de los judíos; ofrecer asistencia efectiva a los judíos que sufren de antisemitismo; y apoyar todas las publicaciones que promuevan este fin”. Al igual que en Estados Unidos, el nacimiento de la organización internacional francesa estaba fuertemente asociada a los sucesos que afectaron a la familia Mortara como un evento simbólico. Francia, Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos… el cúmulo de presión internacional se acumulaba sobre Roma; ¿liberaría finalmente Pío IX  a Edgardo Mortara?

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