El 4 de agosto de 1914, en la emotiva
ceremonia de apertura del Reichstag en Berlín, el pastor Ernst von Dryander
predicaba ante una atiborrada congregación encabezada por el mismísimo Kaiser
Guillermo II; el texto escogido – Romanos 8:31 – era muy a propósito: “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra
nosotros?” Setenta y dos horas Alemania había declarado la guerra a
Francia, guerra que luego se extendería en un par de días contra Inglaterra y
Rusia. Como relata Wilhelm Pressel en “Die
Kriegspredigt 1914-1918 in der
evangelischen Kirche Deutschlands” (1967), ante el emperador y los
parlamentarios Dryander desarrollaba la idea fundamental de que la guerra que
se avecinaba no era tan sólo una lucha nacional, era también y por sobre todo
una lucha espiritual; Alemania luchaba por la civilización y la cultura, y no
cualquier cultura, sino nada menos que la cultura protestante: “Marchamos a la
guerra por nuestra cultura contra la incultura, por la moralidad alemana contra
la barbarie...” De pronto, Martín Lutero se convirtió en un héroe nacional en
tiempos de guerra, el representante de las virtudes espirituales y
civilizadoras de Alemania contra las hordas enemigas; no sorprende entonces que
el célebre himno de Lutero “Ein Feste
Burg ist Unser Gott” (“Castillo Fuerte es Nuestro Dios”) fuera interpretado
con la misma popularidad que las marchas militares que marcaban el paso de
ganso de las tropas alemanas rumbo al frente, o que los orgullosos soldados germanos
marcharan cantando “Gott mit uns”
(“Dios está con nosotros”).
El clásico enemigo, Francia, era una nación
mayoritariamente católica, pero, como lo recordarán los días de la Comuna de París
de 1870, el anticlericalismo iba a la par con la izquierda francesa según una
precisa demarcación política: republicanos anticlericales contra monárquicos católicos.
Si bien es cierto que ninguno de los dos sectores logró superar al otro, al
menos en lo formal las instituciones políticas de la Tercera República tuvieron una mayoría
republicana y anticlerical que mantuvieron a raya al clero y las instituciones
católicas: por ejemplo entre los años 1879 y 1886 las “leyes de Ferry” (por el
ministro de educación Jules Ferry) introdujeron la educación laica, sacando al
clero de las escuelas; a comienzos del siglo XX seguirían nuevas leyes contra
las órdenes monásticas y finalmente en 1905 el gobierno aprobó la separación
entre la iglesia y el estado (después de un siglo de privilegio para el
catolicismo según un concordato napoleónico que venía de 1801). El Vaticano
respondió rompiendo relaciones con París. Un elemento simbólico de esta
división francesa previa a 1914 se observa en el tratamiento de un personaje
histórico como Juana de Arco. La derecha católica y monárquica francesa había
impulsado la canonización de la heroína: quien había luchado por Francia y por
el rey bien debía ser considerada una santa. El gobierno de la Tercera
República en cambio eliminó toda mención a Juana en los textos de estudio
oficiales. Pero incluso otra lectura era posible para la heroína, una lectura
revolucionaria: la de una pobre mujer campesina que luchó por su país, fue
traicionada por su rey y quemada por la iglesia. En suma, para Juana el
homenaje quedaba en tablas. Pero todo esto cambió milagrosamente cuando llegó
la guerra. Juana de Arco fue redescubierta como héroe nacional y su mandato
resonó una vez más en los oídos de los franceses: “He sido enviada por el Dios
del Cielo para sacarte de toda Francia”. Que quinientos años antes esa frase
fuese dirigida contra los ingleses no obstaba a que ahora funcionara igual
contra los alemanes. De pronto las iglesias se llenaron de fieles y la
asistencia a misa superó todos los estándares de ante guerra. Curiosamente la
causa patriótica se convirtió en una religiosa y la unión nacional en una unión
sagrada: Dios luchaba por los franceses. El milagro se había realizado: lo que
los hombres habían separado (la iglesia y el estado), la guerra lo había vuelto
a juntar.
En Rusia la situación no fue diferente. La
Iglesia Ortodoxa Rusa era la institución eclesiástica oficial del imperio del
Zar y gozaba de una situación de privilegio en la vida nacional. Empero, a lo
largo del siglo XIX se habían organizado otros referentes religiosos: judíos y
protestantes. La creciente actividad terrorista en las últimas décadas de esa
centuria y en particular el asesinato del zar Alejandro II en marzo de 1881,
llevarían a un endurecimiento de las autoridades rusas contra todos los
disidentes religiosos; se multiplicaron pogroms contra los judíos e intentos
por rusificar a esas comunidades (el antisemitismo de la época floreció en una
literatura tan infame como el tristemente célebre libelo “Los Protocolos de los Sabios de Sión”) y la persecución se extendió
asimismo contra los protestantes. La cruzada contra los disidentes religiosos
fue dirigida por las más altas autoridades rusas, encabezadas por
Konstantin Pobiedonostsev, el procurador
jefe del Santo Sínodo entre los años 1880 y 1905. Pero la catastrófica derrota
rusa en la guerra de 1905 obligó al gobierno de Nicolás II a hacer una serie de
reformas, entre ellas nuevas leyes de tolerancia hacia judíos y protestantes. El
estallido de la guerra en 1914 volvió todo a fojas cero. La ola de nacionalismo
e identificación con la iglesia ortodoxa rusa llevó otra vez a la persecución
de judíos y protestantes, estos últimos por ser considerados simpatizantes
alemanes. Curiosamente, la revolución rusa de 1917 volvería a traer algo de
libertad a los rusos no ortodoxos.
En Gran Bretaña, bueno… God save the King; sólo que, como relata Morris en “Last Crusade”, en el caso británico la
idea de ser el pueblo elegido de Dios se desarrolló junto con una generosa
literatura apocalíptica que presentaba
al Kaiser nada menos que como el Anticristo y a los alemanes como los ejércitos
del anticristo, la Bestia o como quiera llamársele. Esta mistificación de
Alemania y los alemanes como la encarnación de las fuerzas del mal tenía como
propósito el inculcar a la población y los soldados británicos la naturaleza
justa de su causa así como el sentido épico de estar luchando por el bien, por
la moral, por la civilización, contra la brutalidad, la injusticia y el mal
representado por Alemania. La teología inglesa también se puso al servicio de
la causa nacional, identificando a Alemania como una nación y una fuerza
anticristiana, después de todo la teología liberal alemana enseñaba que la
Biblia era un libro puramente humano y negaba la trascendencia divina; la
guerra era un castigo divino contra la apostasía germana.
Estamos a pocos meses ya de
conmemorar los cien años del comienzo de la Primera Guerra Mundial: hace 99
años Europa entera se embarcaba en un frenesí de locura y destrucción total a
una escala global impresionante, como lo grafica la imagen superior con las bajas británicas en Ypres, tras el primer ataque con gases en el frente occidental. Sabemos que la guerra comenzó entre Austria y
Serbia a fines de julio, pero fue en los primeros días de agosto de 1914 que
las principales potencias europeas – Alemania, Francia, Gran Bretaña y Rusia –
se unieron a las hostilidades, convirtiendo el conflicto en los Balcanes en uno
europeo y luego mundial. Ahora bien, en rigor, aquello de “la primera guerra
mundial” es una mera convención posterior: los europeos en su momento la
denominaron simplemente “la gran guerra” y por cierto no fue la primera guerra
europea que se extendía al resto del mundo. Si fuéramos estrictos, la guerra de
los siete años (1756-1763) debiera ser considerada la primera guerra mundial,
pues se combatió en tres continentes (Europa, América y Asia). Pero lo que le
dio a la guerra de 1914-1918 su tono monumental fue sin duda la escala del
conflicto: el tamaño de los ejércitos involucrados (unos 60 millones de
hombres), el volumen de la población afectada (muchos millones más) y el poder
de destrucción de las armas usadas. Todos estos hechos nos son conocidos en
mayor o menor medida, pero lo que nos es mucho menos familiar es la dimensión
religiosa que adquirió la guerra. ¿Una guerra religiosa? Los nexos entre la
guerra de 1914 y la religión, o para ser más precisos el cristianismo, aunque
desconocidos, son particularmente sorprendentes. Los casos mencionados nos
debieran recordar y advertir de la facilidad con que el discurso patriotero y
nacionalista se apropian de todo lo que sea necesario para construir la
propaganda bélica; la Primera Guerra Mundial, a ambos lados de la frontera,
redescubrió que la religión, la iglesia y la teología, todo sirve en tiempos de
guerra. Después de todo, ¿quién sabe de qué lado estaba Dios?... Bueno, que no
lo supieran los estrategas y los soldados es una cosa, pero que no lo supieran
los teólogos y pastores de la iglesia es otra muy distinta. Otra tragedia más
de la Gran Guerra.
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