La tenaz negativa del papado a implementar
las mínimas reformas sugeridas por las potencias europeas para dar estabilidad
a los Estados Pontificios y alejar el peligro revolucionario, terminaría a la
larga por alienar la voluntad internacional con respecto a la suerte del
gobierno pontificio. Para el estallido del escándalo Mortara, Austria estaba
demasiado ocupada con sus propios problemas en Alemania y centroeuropa; Roma
sólo podía contar efectivamente con Napoleón III, el emperador liberal francés.
Pero Napoleón III no podía otorgar un cheque en blanco al Papa, más aún cuando
todos los llamamientos a Roma para que se liberara al niño fueron desoídos
sistemáticamente. Presionado por su propio frente interno e intentando aún
jugar un papel de árbitro en la política internacional, Napoleón III optó por
dar libertad de acción a los patriotas italianos con la única condición de que Roma
seguiría bajo el control papal: el emperador no podía sacrificar al Papa del
todo, necesitaba aún a los votantes católicos franceses. En 1860 las tropas piamontesas
ingresaron desde el norte y las de Garibaldi desde el sur; Víctor Manuel
proclamó el reino unido de Italia con capital provisional en Florencia; después
de mil años, los Estados Pontificios habían dejado de existir.
Durante la década siguiente, exactamente
entre 1860 y 1870, Pío IX hizo honor a su nombre de “rey de Roma”: la ciudad
era lo único que le quedaba de su antiguo y perdido reino. Sintiéndose asediado
en la ciudad eterna, Pío IX respondería con un arsenal de documentos, cartas y
asambleas donde daría rienda suelta a todo su rechazo contra el mundo moderno y
contra sus adversarios políticos. El papado siempre fue una monarquía absoluta,
pero quizás nunca esa naturaleza se transparentó tan nítidamente como en los
escritos de Pío IX de esos años. En marzo de 1860 publicó la encíclica Cum Catholica Ecclesia, en la que
amenazaba con la excomunión a todos los que alentaban la rebelión en los
estados pontificios (amenaza que reiteraría en 1870 en la encíclica Respicientes ea, de hecho el mismo rey
Víctor Manuel vivió excomulgado hasta la víspera de su muerte). En diciembre de
1864 aparece la encíclica Cuanta Cura,
que incluía el hasta hoy recordado y tristemente célebre Syllabus Errorum (o “Silabario
de Errores”; el subtítulo del documento rezaba: “catálogo que comprende los principales errores de nuestra época señalados
en las encíclicas y otras cartas apostólicas de nuestro santísimo señor Pío
Papa IX”), donde condenó todo lo que caracterizaba al siglo XIX: la
democracia, la libertad de cultos, el parlamentarismo, el liberalismo, el
constitucionalismo, el socialismo, el comunismo, el racionalismo, la separación
de la Iglesia y del Estado (este punto ya había sido condenado antes por
Gregorio XVI en la encíclica Mirari Vos
de 1832) y la autonomía de la sociedad civil, entre un largo listado de ochenta
proposiciones condenatorias. No sería exagerado decir que para Pío IX todo
aquello que limitara o contrariara su voluntad era tipificado en ese documento
como anatema para los católicos, obra del diablo en contra del poder papal.
Quizás el clímax de esa diatriba anti moderna se consiguió poco más tarde en el
concilio Vaticano I, donde Pío IX logró que la asamblea aprobara el dogma de la
infalibilidad papal el 18 de julio de 1870 (constitución apostólica Pastor Aeternus de ese año). Destruido
su reino y limitado a las murallas de Roma, Pío IX parece querer lograr así su
revancha personal en contra de ese mundo impío que ha osado despojarlo de lo
que él consideraba el patrimonio histórico de San Pedro: el dogma de la
infalibilidad es casi la reafirmación de la naturaleza divina del Papado, el
Papa está finalmente por encima de cualquier ser humano. Por fin Pío IX había
recuperado, aunque tan sólo fuera en los recovecos teológicos y dogmáticos de
Roma, algo de esa perdida aureola de superioridad que le había arrebatado la
unidad italiana. Pero la satisfacción no duraría mucho; los sucesos en Europa
se precipitaban aceleradamente y la inminente guerra entre Francia y Prusia
obligó a Napoleón III a retirar la guarnición francesa de Roma. Casi como
broche de oro, ni bien terminaba el concilio Vaticano, en septiembre de 1870
las tropas italianas entraban en Roma y ponían fin al reinado temporal del
Papa. Pío IX se encerró en los palacios vaticanos, donde recién había sido
proclamado infalible, y allí se declaró prisionero del nuevo estado italiano.
La entrada de las tropas italianas en Roma y
la subsiguiente instauración de la monarquía constitucional de Víctor Manuel I tuvieron
efectos importantes en la pequeña comunidad judía de la ciudad. Para ser
precisos, el ghetto judío de Roma, que había sido restablecido con el regreso
de Pío VII en 1814, fue suprimido por Pío IX con motivo de su elección como
Papa en junio de 1846; el periodo “liberal” del Papa duraría apenas dos años
(1846-1848) y su huida tras la revolución de 1848 sería seguida por la
proclamación de la República de Roma, el fugaz experimento de Mazzini y sus
partidarios (febrero –julio 1849). Durante todo ese periodo de cambios y
convulsiones políticas y sociales, los judíos romanos gozaron de una breve
primavera de libertad hasta entonces desconocida, incluso lograron elegir tres
representantes en la Asamblea Constituyente. Pero la caída de la república de
Mazzini y sus partidarios debido a la intervención francesa y el posterior restablecimiento del poder
papal en abril de 1850 puso abrupto fin a esa experiencia. Pío IX regresó a
Roma curado de espanto de toda idea liberal y restableció el régimen pontificio
a la antigua: absolutismo total. El ghetto volvió a ser lo que era antes y los
judíos permanecieron como parias sociales hasta 1870. Obligados a vivir
encerrados en el ghetto judío de Roma, la anexión de la ciudad eterna al reino
de Italia les permitió convertirse en ciudadanos libres de la nueva nación
italiana. Con ellos volvió nuevamente la familia Mortara a insistir en la
recuperación de su perdió hijo Edgardo; empero, el muchacho era ahora mayor de
edad y el adoctrinamiento papal había hecho su parte: Edgardo Mortara decidió
continuar sus estudios clericales para consagrarse sacerdote católico. El nexo
entre la familia Mortara y su hijo estaba definitivamente quebrado: mientras la
familia seguiría su vida judía, el muchacho continuaría su carrera
eclesiástica. Si tan sólo la unificación italiana hubiese tenido lugar unos
años antes…
Se dice que Pío IX habría reconocido en algún
momento que la pérdida de su reino terrenal debía algo al caso Mortara, debido
al abandono internacional que el secuestro habría significado para el Papado,
justo en los momentos en que más necesitaba de esa ayuda. Pero sea o no que
haya tenido esa mirada retrospectiva, Pío IX jamás cambió de opinión con
respecto al hecho en sí, el secuestro del niño Edgardo: “Lo que hice por este
niño lo volvería a hacer si fuera necesario”, diría años más tarde.
¿Qué podemos decir de todo esta sorprendente
y conmovedora historia? ¿Qué lecciones podemos extraer transcurridos ya casi un
siglo y medio? Si consideramos el tratamiento que el caso ha tenido en los
medios católicos modernos, hay cuestiones preocupantes a tener en cuenta. Así,
por ejemplo, la enciclopedia católica no contiene ninguna entrada relativa al
caso. Curiosamente, cuando trata el pontificado de Pío IX, indica – entre otras
consideraciones – que este Papa luchó contra el “falso liberalismo”. Una
definición críptica. ¿Cómo podemos distinguir entre falso y verdadero
liberalismo? Si consideramos que el Papado debió luchar contra gobiernos
liberales en Francia y Gran Bretaña – esta última era considerada con razón la
cuna del liberalismo moderno – que tempranamente le habían sugerido una agenda
más “liberal” como la del Memorándum de 1831 (ver “El escándalo Mortara”, junio 2013), entonces podemos suponer que
esos gobiernos hostiles tipifican el “falso liberalismo” contra el que batalló
Pío IX. Empero, habrá que recordar que
ese “falso liberalismo” es precisamente el que presionó en esta historia para
que Pío IX devolviera al niño con sus padres. Si tuviésemos que escoger, el
“falso liberalismo” está bastante más cerca de una actitud cristiana que la
conducta de Pío IX.
Pero la increíble historia del caso Mortara
tiene otras derivadas incluso más actuales y más ominosas. Las primeras voces
que pidieron canonizar a Pío IX se escucharon tempranamente tras su muerte en
1878, pero el trámite formal no se inició hasta 1907, en medio de la polémica
con el gobierno italiano, que no olvidaba la dura oposición que Pío IX supuso a
la unificación italiana. El asunto se estancó y no avanzó hasta mucho después, cuando
en 1985 Juan Pablo II reinició el proceso al declararlo venerable, para dar
paso a la beatificación en septiembre del año 2000, a su vez el primer paso
para su canonización. Hoy Pío IX tiene ganado su lugar en los altares católicos
como venerable y beato, con el contenido de ejemplo moral y espiritual que ello
supone para un fiel católico. Plop. ¿Pío IX, el hombre que ordenó el secuestro
de un niño de seis años y su separación de sus padres, un ejemplo de moral y
religión cristiana? El lector podrá haberse formado su propio juicio después de
estos tres últimos artículos en los que hemos intentado rastrear el caso de
Edgardo Mortara, pero desde el punto de vista protestante el resultado no puede
ser más revelador del grado de ignominia de este “Santo Padre”. Igualmente
dramático resulta el bochornoso capítulo final de esta historia en manos de
Juan Pablo II. ¿Dónde quedan todas las peticiones de perdón que hizo este Papa
al repasar los errores de sus antecesores? ¿Dónde el supuesto espíritu
ecuménico del Papado moderno? ¿El Vaticano,
un defensor de los derechos humanos, o al menos de los derechos de la infancia?
¿Y qué pasó con la petición de perdón a los judíos? El católico moderno
promedio mira al Papado del siglo XIX a través de un lente completamente
distorsionado, como si la Rerum Novarum
fuese el clímax de una institución que durante esa centuria luchó por la
libertad y la justicia; ese mismo creyente por lo general ignora lo que esas
palabras valían en Roma cuando los Papas reinaban en la tierra: para la familia
Mortara no hubo ni libertad ni justicia. Mirado retrospectivamente, el
tratamiento vaticano actual de Pío IX no puede sino entenderse dentro de una estrategia más amplia y ambiciosa de
reescribir la historia, de presentar al Papado como una institución que lucha
por los derechos humanos, por la dignidad e integridad de la persona humana,
por la libertad de culto, contra el antisemitismo y bla bla bla. Un poquitito
de decencia demandaría al menos esconder al personaje, guardar a Pío IX en algún
armario del Vaticano, pero ¿convertirlo en un héroe, un ejemplo, un paradigma
de virtud y cristianismo? La actual exaltación religiosa, cultual y litúrgica
de Pío IX es una completa bofetada para quienes creían en la honestidad del
discurso ecuménico papal. Bien harían en recordar la historia de Edgardo
Mortara (cuya recuperación en el arte ilustra la imagen superior, de la opera Il Caso Mortara) los protestantes que aún creen sincera pero ingenuamente en la integridad
del discurso ecuménico del Vaticano en el siglo XXI.
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