La cuarta versión de La Era del Hielo, la película
animada, ha sido todo un éxito comercial como era de esperar; las aventuras del
perezoso, el tigre y el mamut, y por cierto la ubicua ardilla, han capturado la
atención y la imaginación de grandes y chicos. Más allá de la diversión, la
película ha tenido el mérito de acercar al público general a una etapa de la
historia del planeta, la era de las glaciaciones, de la que seguramente tenemos
una vaga y legendaria imagen, de un tiempo cuando la tierra estuvo cubierta por
el hielo, hace muchos, muchos miles o millones de años. El cine tiene esa
maravillosa cualidad de recrear escenarios perdidos en el tiempo y traerlos de
nuevo a nuestra contemplación – entretención y marketing de por medio. Nos
aprovecharemos de esas temáticas que nos propone el séptimo arte para, en este
y los próximos comentarios, rescatar ciertos escenarios fílmicos que tienen
aristas científicas, filosóficas y también religiosas. Por lo pronto comencemos
con la era del hielo, que por cierto – cosa menos sabida – no es tan remota
como suponemos.
En términos geológicos la era
del hielo, la época de las grandes glaciaciones cuasi planetarias, corresponde
al periodo que los científicos denominan Pleistoceno. Esa etapa de la historia
del planeta terminó hace unos 11.000 años, dando paso a la era actual, el Holoceno,
término derivado del griego y que precisamente quiere decir “el periodo más
reciente”. Si el Pleistoceno fue un periodo de clima frío (pues buena parte del
planeta yacía bajo extensos glaciares), el Holoceno se caracteriza por mayores
temperaturas, esto es, un clima más templado, lo cual a su vez creó el ambiente
ideal para el desarrollo de la civilización humana de los últimos milenios.
Pero aún dentro del Holoceno, si bien en promedio las temperaturas tendieron
efectivamente a ser mayores que en el periodo precedente, siguieron
produciéndose fluctuaciones que generaron nuevos escenarios de periodos fríos y
cálidos que se alternaron a lo largo del tiempo. En los últimos mil años esas
fluctuaciones han resultado particularmente sorprendentes. Así, hoy sabemos que
durante la Edad Media ,
aproximadamente entre el 900 y el 1250, Europa experimentó lo que se conoce
como el Optimo Climático Medieval o Periodo Cálido Medieval; las
temperaturas fueron tan propicias para el desarrollo humano que incluso
regiones normalmente frías y ambientalmente hostiles adquirieron un nuevo protagonismo.
El mejor ejemplo de esto último lo representa Escandinavia, pues justo durante
esos siglos tuvo lugar la expansión vikinga que se hizo sentir en todo el norte
de Europa, incluso en el mediterráneo y hasta Tierra Santa; tal fue el
retroceso de los hielos y la atenuación del frío que los vikingos pudieron
cruzar el Atlántico norte a su gusto, colonizando Islandia y Groenlandia,
llegando por el oeste hasta Norteamérica, varios siglos antes de Colón. Pero
como lo anunciábamos anteriormente, durante el Holoceno las fluctuaciones
climáticas, aunque atenuadas, siguieron actuando. Después de las
extraordinarias condiciones ambientales del Optimo
Climático Medieval, las temperaturas volvieron a cambiar en dirección
opuesta: el clima se tornó frío, muy frío. Sin llegar a los rigores de las
glaciaciones del Pleistoceno, lo que sobrevino fue un periodo de prolongado
enfriamiento. Los científicos aún no llegan a un consenso absoluto, pero a
grandes rasgos se puede afirmar que el nuevo periodo de frío se extendió entre
los siglos XIV y XIX, por casi quinientos años. Todo indica que el clímax de ese
periodo de bajas temperaturas se encuentra entre el 1500 y el 1850
aproximadamente, la época en que el descenso fue particularmente extremo: 0,6º
C en promedio para todo el periodo.
En 1939 el investigador F.
Matthes acuñó el término Little Ice Age
(“Pequeña Era del Hielo”) para
referirse a esa etapa de enfriamiento global, que si bien afectó a todo el
mundo de maneras diferentes, fue particularmente duro en el hemisferio septentrional,
en especial en las regiones vecinas al Atlántico Norte: Norteamérica y Europa.
La moderna investigación científica ha propuesto distintas explicaciones para
el cambio climático de aquel entonces: actividad volcánica que interfiere la
recepción de la energía solar, cambios en la circulación atmosférica,
modificaciones en la corriente termohalina del Atlántico Norte, incluso causas
astronómicas tales como variaciones en la órbita terrestre o fluctuaciones en
la actividad solar (ver “De Sol a Sol”, mayo 2012). Es muy posible que la explicación final obedezca a una suma de aquellas
y otras causales, pero lo cierto es que se produjo un avance sustantivo de los
hielos continentales (los glaciares, en especial en el hemisferio norte).
Los efectos que este cambio
climático tuvo para la población humana fueron impresionantes. En las zonas
costeras del Atlántico Norte la migración de ciertas especies – como el bacalao
– se alteró de tal manera que la pesca se tornó incierta. En las regiones
montañosas del interior el avance de los glaciares se devoró valles y villas,
desplazando a muchas poblaciones de montaña de las que habían sido sus tierras
ancestrales. Todo parece indicar que lo peor no fueron unas temperaturas
extremadamente bajas (que las hubo) sino más bien las fluctuaciones estacionales
extremas (inviernos lluviosos y congelados seguidos de veranos de tórrido
calor) que arruinaron las plantaciones y las tierras de labranza. En 1315 un
invierno muy frío fue seguido de un verano lluvioso; las cosechas se perdieron,
pero los granos acumulados le permitieron a Europa salvar el impasse relativamente bien. Sin embargo,
los próximos siete años se repitió la historia, la lluvia no paró: el resultado
fue un desastre agrícola y una hambruna de proporciones bíblicas con miles de
víctimas. El mal tiempo incidió en una menor disposición de luz solar; la sal
que se producía por entonces dependía a su vez de la evaporación de agua de mar
así que toda la cadena de mantención de alimentos se vio afectada: el precio de
la sal y de los productos agrícolas se disparó. El célebre gran incendio que arruinó
a Londres en 1666 tuvo lugar en medio de un verano inusualmente caluroso, que a
su vez había sucedido a una primavera muy fría. No hace falta ser muy perspicaz
para adelantar el efecto social de estas transformaciones en la naturaleza. En
algunas poblaciones medievales se llevó a sacerdotes para exorcizar las
montañas, pues la gente temía que había caído una maldición sobre ellos o que
Dios los estaba castigando. Pero estas expresiones de piedad o contrición
fueron seguidas luego por otras de violencia, cosa común cuando la gente se ve
amenazada por el hambre o el miedo. A partir del 1500 Europa en particular
experimentaría una espiral de transformaciones más o menos violentas, siendo la Reforma protestante
probablemente la primera escenificación de este fenómeno: las luchas religiosas
de los siglos XVI y XVII fueron seguidas a su vez por luchas sociales y
políticas en los siglos siguientes. ¿Hasta qué punto las explosiones de
violencia pueden explicarse en parte por el empeoramiento de las condiciones de
vida producto de los cambios climáticos de la Pequeña Era del Hielo? ¿Cómo se
relacionan las revoluciones religiosas, sociales, económicas y políticas de la Europa moderna con una
población asediada por un clima
crecientemente hostil? ¿Tendrá la frontera protestantismo-catolicismo
alguna relación con la respuesta religiosa al cambio climático post medieval?
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