miércoles, 1 de agosto de 2012

Allons enfants de la Patrie




A diferencia de las ciencias exactas, la ciencia histórica desde siempre ha estado sujeta  a los vaivenes de la interpretación; los hechos están ahí, pero su significado para nosotros no puede ser mediado por un lenguaje preciso, tal como el lenguaje matemático, de modo que constantemente debemos batallar, por así decirlo, con las diversas y muchas veces contradictorias escuelas históricas que, partiendo de los mismos hechos, suelen llevarnos por derroteros divergentes. Así ha sido desde los relatos de los primeros historiadores - Herodoto y Tucídides incluidos - y es algo con lo que cualquier estudioso o amante de la historia debe aprender a convivir. Cuanto más trascendente es el hecho histórico bajo estudio, tanto más complejo este proceso de intermediación.
                                                 
La revolución francesa, un hito como pocos en la historia, ejemplifica de manera superlativa la difícil tarea de interpretación de los hechos históricos pues, cualquiera sea nuestra lectura de los mismos, es una cuestión evidente por sí misma que estamos ante un punto de inflexión en el devenir de la humanidad. Las discusiones y polémicas que desde entonces han confrontado a los historiadores a lo largo de más de doscientos años de investigación y reflexión sobre ese periodo de la historia moderna no hacen sino agrandar en el tiempo la importancia de los sucesos que se desencadenaron a partir de julio de 1789 en la que era una de las principales potencias de Europa. Una de las interpretaciones clásicas sobre la revolución francesa ha sido la que presentó Karl Marx como parte de su filosofía de la historia: la revolución francesa no es sino la consecuencia lógica de la “evolución de la lucha de clases”, donde la clase productiva más importante – la burguesía – desplaza del poder a la nobleza, que era por entonces un estorbo al desarrollo de sus intereses como clase. Para Marx la revolución era una clara confirmación de su interpretación del “proceso histórico” por el cual una clase social toma por la fuerza el poder cuando la clase dominante representa un freno al desarrollo de las “fuerzas productivas”; la aristocracia detentaba el poder a contrapelo de la tendencia económica de la sociedad, por lo que la burguesía – motor del desarrollo económico – no tuvo otra opción que tomar las armas para apropiarse del poder político que usufructuaba una anacrónica aristocracia medieval. Así, para Max, como luego para todos los seguidores de la filosofía marxista de la historia, la revolución francesa es la antesala para un nuevo proceso revolucionario, en el que esta vez la burguesa clase media se convierte en la fuerza reaccionaria mientras una nueva clase social – el proletariado – se transforma en el nuevo protagonista del progreso económico; según este análisis marxista clásico la violencia revolucionaria volverá a explotar nuevamente cuando a su vez el proletariado deba echar a patadas a la burguesía del poder que ésta le arrebató a la aristocracia en la revolución francesa.

A lo menos desde mediados del siglo pasado otras escuelas históricas han presentado un serio cuestionamiento a la interpretación marxista clásica; según estas interpretaciones “revisionistas” el corazón del conflicto que cruza a la revolución francesa está menos en causas sociales – la lucha de clases marxista – cuanto más bien en transformaciones culturales que desestabilizaron a la sociedad del ancient regime. No tenemos aquí el tiempo ni el espacio para revisar en detalle esas otras interpretaciones - el lector puede consultar, entre otros, “The Cultural Origins of the French Revolution”, de Roger Chartier (1991), “A Critical Dictionary of the French Revolution” de Francois Furet y Mona Ozouf, y también “Origins of the French Revolution”, de William Doyle (1988) – pero la hebra cultural es una muy sugerente cuando uno toma en consideración las aristas religiosas de la revolución francesa. Para el investigador que tiene en cuenta a la religión como un factor importante en el desarrollo de los hechos históricos, la revolución francesa es un campo promisorio de reflexión y de cuestionamiento. Las revoluciones, como fenómenos de transformación política y social, han afectado a todas las comunidades humanas en mayor o menor grado; una vez que concurren las condiciones mínimas se puede producir un estallido social, independientemente de cuál sea el trasfondo religioso de una sociedad. Sin embargo, cuestiones religiosas se tornan particularmente llamativas al considerar los fenómenos revolucionarios que afectaron a occidente en las últimas décadas del siglo XVIII.

En las últimas décadas del siglo XVIII se registraron tres revoluciones de importancia: dos afectaron a países protestantes (Norteamérica y los Países Bajos) y una a una nación católica, Francia. Entre 1776 y 1781 se peleó la guerra de independencia de las colonias inglesas en Norteamérica, conflicto que a su vez inspiró la revolución que afectó a los Países Bajos entre 1780 y 1787. En una instancia los insurrectos triunfaron (en Norteamérica) y en la otra fracasaron (por la intervención militar de otra potencia protestante, Prusia, que invadió Holanda), pero en cualquier caso estas revoluciones tenían objetivos políticos y económicos más o menos definidos; hubo violencia, derramamiento de sangre y pasado un tiempo los protagonistas podían sacar las cuentas de si habían logrado y en qué medida sus objetivos, pero las sociedades afectadas por la convulsión social podían hacer un “control de daños” de la violencia revolucionaria y acordar un razonable mínimo de tolerancia para contener la violencia y restablecer la paz social, permitiendo así que la comunidad volviera a cierto estándar fundamental de coexistencia. Pero lo que ocurrió en Francia a partir de 1789 rompe todos los moldes y cánones de estas revoluciones previas. Uno de los rasgos más prominentes y más perturbadores de la revolución francesa es el paroxismo de violencia, un cuasi frenesí de salvajismo que resultó muy pero muy difícil de controlar. A diferencia de los casos norteamericano y holandés, la violencia en Francia pareció por momentos alimentarse de una fuente casi inagotable de crueldad, como si del interior mismo de la nación francesa se hubiesen abierto todos los ríos de odio y resentimiento acumulados por mucho tiempo y de una manera casi imposible de detener.

Al contrastar el distinto itinerario de las revoluciones en países protestantes (Norteamérica y Holanda) versus la realidad francesa, la situación es muy reveladora. ¿Cómo es que la principal potencia católica de Europa se hundió en un pozo de sangre casi sin fin? ¿Cómo es que un país cristiano fue incapaz de poner freno a los estallidos de violencia? Si en Norteamérica y Holanda fue posible “encauzar” la violencia revolucionaria ¿por qué una sociedad casi 100% católica no logró algo parecido, fijar algún límite racional a la violencia? Salvo unos cuantos miles de judíos (sefarditas que vivían en el extremo suroccidental del país y unos pocos askenazitas en Alsacia y Lorena), más pequeños grupos aislados de hugonotes, en los hechos la totalidad del país era católico, según el sueño de uniformidad religiosa del Papado y de la monarquía borbónica. ¿Por qué personas que tenían una misma y común formación religiosa no pudieron hallar una contención a los estallidos de violencia apelando a esos mismos principios básicos? La revolución francesa desnuda en este sentido una de las principales debilidades del proyecto histórico de la contrarreforma del siglo XVI: el manejo del conflicto en una sociedad. El proyecto político-religioso de la contrarreforma estaba basado en el uso de la fuerza, esa era su naturaleza última. Los Papas, arquitectos de la contrarreforma, no crearon esta ideología como un recurso retórico, suerte de apelación racional al diálogo para dirimir las diferencias con los protestantes. No, definitivamente la contrarreforma no tenía nada que ver con diálogo o con persuasión; el negocio de la contrarreforma era imponer por la fuerza de las armas la única iglesia verdadera, entiéndase, la iglesia católica, y al único representante de Cristo, el Papa. Con los disidentes, o sea los protestantes, la contrarreforma no perseguía otro objetivo que no fuera su eliminación total. Dicho en otras palabras, la contrarreforma creó una estructura social y cultural que ante el conflicto creado por la disidencia sólo sabía responder con la fuerza; las naciones católicas que abrazaron la causa de la contrarreforma estaban por lo tanto mal preparadas para manejar el conflicto social – la disidencia político o religiosa – pues las habilidades para negociar habían sido suplantadas por la respuesta violenta. Entre los protestantes, por el contrario, la necesidad de negociación era fundamental para salvar el conflicto que tenían no sólo con el Papado sino entre ellos mismos. Esta musculatura de manejo de conflictos por medio de la negociación, con todos los problemas y deficiencias que tuviera, ejercitada durante los siglos XVI y XVII, demostró toda su valía durante las revoluciones de fines del siglo XVIII. El conflicto, una vez estallado, podía resolverse para contener la violencia. Las sociedades católicas carecían de esas habilidades, lo que quedó de manifiesto tristemente en los días que siguieron a julio de 1789.

Vale la pena notar que Francia tenía una historia milenaria de cristianismo en sus espaldas; por el contrario, las colonias de Nueva Inglaterra no alcanzaban los doscientos años. Con todo, pese a su juventud, la sociedad de los colonos norteamericanos pudo sobreponerse a los cinco años de guerra de independencia y volver a restablecer la paz social para que la comunidad continuara su desarrollo. En Francia, por el contrario, iban a pasar casi tres décadas regadas de sangre antes de conseguir un respiro transitorio de paz en 1815. Cuando se considera por qué en general los países protestantes han tenido un mejor desempeño de desarrollo económico y material que los países católicos, no se debiera olvidar la importancia de la capacidad social de manejo de conflictos y de negociación, cuestión en la que los protestantes tuvieron mucho más éxito que los católicos, lo que en última instancia revela el carácter violento de la contrarreforma y de los Papas que la inspiraron. En sociedades donde la respuesta violenta se privilegiaba sobre las capacidades negociadoras, una revolución podía ser un asunto extremadamente peligroso y eventualmente inmanejable; la revolución francesa, con todas sus escenas de brutalidad y salvajismo, con toda lo difícil que se reveló el control de la violencia, ejemplifica dramáticamente la suerte que aguardaba a los que habían apostado por la contrarreforma. En este sentido, 1789 señala el convulso y mortífero final del proyecto llamado contrarreforma.

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