A diferencia de las ciencias exactas, la
ciencia histórica desde siempre ha estado sujeta a los vaivenes de la interpretación; los
hechos están ahí, pero su significado para nosotros no puede ser mediado por un
lenguaje preciso, tal como el lenguaje matemático, de modo que constantemente debemos
batallar, por así decirlo, con las diversas y muchas veces contradictorias
escuelas históricas que, partiendo de los mismos hechos, suelen llevarnos por
derroteros divergentes. Así ha sido desde los relatos de los primeros
historiadores - Herodoto y Tucídides incluidos - y es algo con lo que cualquier
estudioso o amante de la historia debe aprender a convivir. Cuanto más
trascendente es el hecho histórico bajo estudio, tanto más complejo este
proceso de intermediación.
La revolución francesa, un hito como pocos en
la historia, ejemplifica de manera superlativa la difícil tarea de
interpretación de los hechos históricos pues, cualquiera sea nuestra lectura de
los mismos, es una cuestión evidente por sí misma que estamos ante un punto de
inflexión en el devenir de la humanidad. Las discusiones y polémicas que desde
entonces han confrontado a los historiadores a lo largo de más de doscientos
años de investigación y reflexión sobre ese periodo de la historia moderna no
hacen sino agrandar en el tiempo la importancia de los sucesos que se
desencadenaron a partir de julio de 1789 en la que era una de las principales
potencias de Europa. Una de las interpretaciones clásicas sobre la revolución
francesa ha sido la que presentó Karl Marx como parte de su filosofía de la
historia: la revolución francesa no es sino la consecuencia lógica de la
“evolución de la lucha de clases”, donde la clase productiva más importante –
la burguesía – desplaza del poder a la nobleza, que era por entonces un estorbo
al desarrollo de sus intereses como clase. Para Marx la revolución era una
clara confirmación de su interpretación del “proceso histórico” por el cual una
clase social toma por la fuerza el poder cuando la clase dominante representa
un freno al desarrollo de las “fuerzas productivas”; la aristocracia detentaba
el poder a contrapelo de la tendencia económica de la sociedad, por lo que la
burguesía – motor del desarrollo económico – no tuvo otra opción que tomar las
armas para apropiarse del poder político que usufructuaba una anacrónica
aristocracia medieval. Así, para Max, como luego para todos los seguidores de
la filosofía marxista de la historia, la revolución francesa es la antesala
para un nuevo proceso revolucionario, en el que esta vez la burguesa clase
media se convierte en la fuerza reaccionaria mientras una nueva clase social –
el proletariado – se transforma en el nuevo protagonista del progreso
económico; según este análisis marxista clásico la violencia revolucionaria
volverá a explotar nuevamente cuando a su vez el proletariado deba echar a
patadas a la burguesía del poder que ésta le arrebató a la aristocracia en la
revolución francesa.
A lo menos desde mediados del siglo pasado
otras escuelas históricas han presentado un serio cuestionamiento a la
interpretación marxista clásica; según estas interpretaciones “revisionistas”
el corazón del conflicto que cruza a la revolución francesa está menos en
causas sociales – la lucha de clases marxista – cuanto más bien en
transformaciones culturales que desestabilizaron a la sociedad del ancient regime. No tenemos aquí el tiempo ni el espacio para revisar en
detalle esas otras interpretaciones - el lector puede consultar, entre otros, “The Cultural Origins of the French
Revolution”, de Roger Chartier (1991), “A
Critical Dictionary of the French Revolution” de Francois Furet y Mona
Ozouf, y también “Origins of the French
Revolution”, de William Doyle (1988) – pero la hebra cultural es una muy
sugerente cuando uno toma en consideración las aristas religiosas de la revolución
francesa. Para el investigador que tiene en cuenta a la religión como un factor
importante en el desarrollo de los hechos históricos, la revolución francesa es
un campo promisorio de reflexión y de cuestionamiento. Las revoluciones, como
fenómenos de transformación política y social, han afectado a todas las
comunidades humanas en mayor o menor grado; una vez que concurren las
condiciones mínimas se puede producir un estallido social, independientemente
de cuál sea el trasfondo religioso de una sociedad. Sin embargo, cuestiones
religiosas se tornan particularmente llamativas al considerar los fenómenos
revolucionarios que afectaron a occidente en las últimas décadas del siglo
XVIII.
En las últimas décadas del siglo XVIII se
registraron tres revoluciones de importancia: dos afectaron a países
protestantes (Norteamérica y los Países Bajos) y una a una nación católica,
Francia. Entre 1776 y 1781 se peleó la guerra de independencia de las colonias
inglesas en Norteamérica, conflicto que a su vez inspiró la revolución que
afectó a los Países Bajos entre 1780 y 1787. En una instancia los insurrectos
triunfaron (en Norteamérica) y en la otra fracasaron (por la intervención
militar de otra potencia protestante, Prusia, que invadió Holanda), pero en
cualquier caso estas revoluciones tenían objetivos políticos y económicos más o
menos definidos; hubo violencia, derramamiento de sangre y pasado un tiempo los
protagonistas podían sacar las cuentas de si habían logrado y en qué medida sus
objetivos, pero las sociedades afectadas por la convulsión social podían hacer
un “control de daños” de la violencia revolucionaria y acordar un razonable
mínimo de tolerancia para contener la violencia y restablecer la paz social,
permitiendo así que la comunidad volviera a cierto estándar fundamental de
coexistencia. Pero lo que ocurrió en Francia a partir de 1789 rompe todos los
moldes y cánones de estas revoluciones previas. Uno de los rasgos más
prominentes y más perturbadores de la revolución francesa es el paroxismo de
violencia, un cuasi frenesí de salvajismo que resultó muy pero muy difícil de
controlar. A diferencia de los casos norteamericano y holandés, la violencia en
Francia pareció por momentos alimentarse de una fuente casi inagotable de
crueldad, como si del interior mismo de la nación francesa se hubiesen abierto
todos los ríos de odio y resentimiento acumulados por mucho tiempo y de una
manera casi imposible de detener.
Al contrastar el distinto itinerario de las
revoluciones en países protestantes (Norteamérica y Holanda) versus la realidad
francesa, la situación es muy reveladora. ¿Cómo es que la principal potencia
católica de Europa se hundió en un pozo de sangre casi sin fin? ¿Cómo es que un
país cristiano fue incapaz de poner freno a los estallidos de violencia? Si en
Norteamérica y Holanda fue posible “encauzar” la violencia revolucionaria ¿por
qué una sociedad casi 100% católica no logró algo parecido, fijar algún límite
racional a la violencia? Salvo unos cuantos miles de judíos (sefarditas que
vivían en el extremo suroccidental del país y unos pocos askenazitas en Alsacia
y Lorena), más pequeños grupos aislados de hugonotes, en los hechos la
totalidad del país era católico, según el sueño de uniformidad religiosa del
Papado y de la monarquía borbónica. ¿Por qué personas que tenían una misma y
común formación religiosa no pudieron hallar una contención a los estallidos de
violencia apelando a esos mismos principios básicos? La revolución francesa
desnuda en este sentido una de las principales debilidades del proyecto
histórico de la contrarreforma del siglo XVI: el manejo del conflicto en una
sociedad. El proyecto político-religioso de la contrarreforma estaba basado en
el uso de la fuerza, esa era su naturaleza última. Los Papas, arquitectos de la
contrarreforma, no crearon esta ideología como un recurso retórico, suerte de
apelación racional al diálogo para dirimir las diferencias con los
protestantes. No, definitivamente la contrarreforma no tenía nada que ver con
diálogo o con persuasión; el negocio de la contrarreforma era imponer por la
fuerza de las armas la única iglesia verdadera, entiéndase, la iglesia
católica, y al único representante de Cristo, el Papa. Con los disidentes, o
sea los protestantes, la contrarreforma no perseguía otro objetivo que no fuera
su eliminación total. Dicho en otras palabras, la contrarreforma creó una
estructura social y cultural que ante el conflicto creado por la disidencia
sólo sabía responder con la fuerza; las naciones católicas que abrazaron la
causa de la contrarreforma estaban por lo tanto mal preparadas para manejar el
conflicto social – la disidencia político o religiosa – pues las habilidades
para negociar habían sido suplantadas por la respuesta violenta. Entre los
protestantes, por el contrario, la necesidad de negociación era fundamental
para salvar el conflicto que tenían no sólo con el Papado sino entre ellos
mismos. Esta musculatura de manejo de conflictos por medio de la negociación,
con todos los problemas y deficiencias que tuviera, ejercitada durante los
siglos XVI y XVII, demostró toda su valía durante las revoluciones de fines del
siglo XVIII. El conflicto, una vez estallado, podía resolverse para contener la
violencia. Las sociedades católicas carecían de esas habilidades, lo que quedó
de manifiesto tristemente en los días que siguieron a julio de 1789.
Vale la pena notar que Francia tenía una historia milenaria de
cristianismo en sus espaldas; por el contrario, las colonias de Nueva
Inglaterra no alcanzaban los doscientos años. Con todo, pese a su juventud, la
sociedad de los colonos norteamericanos pudo sobreponerse a los cinco años de
guerra de independencia y volver a restablecer la paz social para que la
comunidad continuara su desarrollo. En Francia, por el contrario, iban a pasar
casi tres décadas regadas de sangre antes de conseguir un respiro transitorio
de paz en 1815. Cuando se considera por qué en general los países protestantes
han tenido un mejor desempeño de desarrollo económico y material que los países
católicos, no se debiera olvidar la importancia de la capacidad social de
manejo de conflictos y de negociación, cuestión en la que los protestantes
tuvieron mucho más éxito que los católicos, lo que en última instancia revela
el carácter violento de la contrarreforma y de los Papas que la inspiraron. En
sociedades donde la respuesta violenta se privilegiaba sobre las capacidades
negociadoras, una revolución podía ser un asunto extremadamente peligroso y
eventualmente inmanejable; la revolución francesa, con todas sus escenas de
brutalidad y salvajismo, con toda lo difícil que se reveló el control de la
violencia, ejemplifica dramáticamente la suerte que aguardaba a los que habían
apostado por la contrarreforma. En este sentido, 1789 señala el convulso y
mortífero final del proyecto llamado contrarreforma.
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