“Cuando
Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a
Jerusalén unos magos, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos, que ha
nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle”.
Mateo 2:1-2
Los investigadores modernos han
llamado la atención en las últimas décadas sobre el auge que tuvo el culto de
Venus en el periodo que va desde fines de la República hasta
comienzos del Imperio, esto es, en el siglo I AC. Siendo aquel un momento
crucial en la historia de Roma, la nueva popularidad del culto de Venus debe
haber tenido alguna significación especial en los sucesos de aquellos años. “Locos
por Venus” podría ser el título de una película que resumiera los últimos
cuarenta o cincuenta años de la república romana, cuando Venus se convirtió en
el centro de la discordia política de quienes se disputaban los favores de la
diosa. Ya el general y dictador Sila había dado los primeros pasos en tal
sentido y su ejemplo fue seguido algo después por Pompeyo y Julio César, los
dos principales líderes que se disputaban el poder total en Roma. Ambos
generales realizaron diversas acciones destinadas a identificarse con la diosa
Venus, competencia que se desplegó ampliamente en el espacio público para que el
populus romanus tomara conciencia de
esa identificación. Nosotros ya conocemos el final de esa intensa competencia
política y militar: el 48 AC ,
en Farsalia, César derrotó a Pompeyo. Poco después Pompeyo moría asesinado en
Egipto; César era ahora el único señor de Roma. Como parte de los
agradecimientos públicos a la diosa por la victoria militar, César hizo
construir un templo a Venus Genetrix
en el foro romano, en el mismo corazón político y administrativo de Roma;
difícilmente pudiera pensarse en un lugar más público y visible para desplegar
la imagen de César junto a la diosa. El nombre del templo tampoco es un detalle
menor: César afirmaba con ello que su linaje descendía directamente de la
diosa. ¿Por qué Venus era tan importante en la política romana de entonces?
Para responder a esta cuestión debemos remontarnos a los vericuetos de la
cultura romana impactados por la conquista de Grecia en el siglo II AC. Por
aquellos años se había extendido entre la población de Roma la leyenda que
enseñaba que los romanos eran descendientes de Eneas, el mitológico príncipe
troyano que había escapado de la ciudad destruida por los griegos; a su vez,
Eneas mismo era hijo de la diosa, de donde la raza romana se suponía ser la
descendencia humana de Venus. César era muy consciente de estas creencias
populares - como lo habían sido también Silas y Pompeyo - de modo que explotó
políticamente la identidad con la diosa para su propio beneficio. Pero aún
siendo descendiente de Venus, César no pudo prever la conjuración senatorial en
su contra, la que acabó con su vida en los idus
de marzo del 44 AC .
Pocos meses después del
asesinato de César, en junio del 44
AC se celebraron en Roma unos juegos para conmemorar su
muerte. Entonces ocurrió lo increíble, lo inesperado. Según algunos habría sido
justo a la hora del sacrificio, lo cierto es que de pronto un cometa cruzó los
cielos de Roma ante la mirada estupefacta de los romanos. Pronto se extendió el
rumor: el cometa era un mensaje de los dioses, la manifestación visible de que
el alma de César había subido a los cielos. Sí, los romanos acababan de
presenciar la apoteosis de César: Julio César ahora era un dios. Octavio,
sobrino y heredero político de César, vio en esta situación una oportunidad
dorada: la divinización de César sólo podía operar en beneficio político de
Octavio. Pronto el Senado publicó el edicto correspondiente: Julio César fue
proclamado divus (divino). En la década
siguiente a tan prodigiosos sucesos Roma debió enfrentar una nueva guerra
civil, pero al final de ella Octavio salió vencedor y convertido ahora en
Augusto (“venerable”, según decreto del Senado) renovó la imagen divina de su fallecido
tío, agregando a su propio nombre las iniciales DF (divi filius, “hijo de la divinidad”). No contento con templos y
estatuas que honraran la divinidad de César, reunió a los mejores escritores de
su tiempo, de modo que en las letras se plasmara también el homenaje a Julio
César. Así nos encontramos, por ejemplo, con el célebre poeta Horacio, quien se
refirió al cometa del año 44 como sidus
Iulium (“la estrella de Julio”). Pero
el resultado más contundente de este esfuerzo literario provendría de la mano
de otro poeta: Virgilio. En el 29
AC Augusto encargó a Virgilio la composición de una obra
épica que exaltara la nueva era que se iniciaba con el gobierno del Princeps; durante los próximos diez años
Virgilio trabajó en la composición de La Eneida ,
su obra cumbre, la que terminó poco antes de morir, en el 19 AC . Como su nombre lo
sugiere, la obra relata la travesía de Eneas, el príncipe troyano, tras su
escape de la destruida Troya. Resulta muy interesante cómo Virgilio nos cuenta
que fue una estrella la que guió a Eneas desde Troya hasta Cartago y luego al
Lazio, a los orígenes de Roma. No se trata de cualquiera estrella, sino de la
estrella de Venus, pues es la misma diosa la que guía la ruta de Eneas, “el
hijo de Venus”. A los investigadores modernos no les ha costado mucho pesquisar
la relación que establece Virgilio entre la estrella de Eneas y el sidus Iulium: se trata del mismo astro. Así como la divinidad guió a
Eneas para fundar la nación romana, así también “la estrella de Julio” no es
sino la estrella de Venus que lo declara un dios. Tras la muerte de Virgilio,
Augusto se encargó de promocionar y exaltar su obra; La Eneida
se volvió una pieza clave en la propaganda política del régimen imperial. La
obra de Virgilio resaltaba precisamente la asociación del gens (familia, linaje) de Julio César con Venus y por tanto la
conexión del mismo Augusto con los dioses: el Imperio era la voluntad de los
dioses. Desde el inicio de su gobierno, en el 31 AC , Augusto no se cansó de
grabar la imagen de Julio César y el sidus
Iulium en estatuas, templos, mosaicos y monedas por todo el imperio. Los
investigadores modernos han descubierto una creciente cantidad de monedas
romanas del periodo con la efigie de César y la famosa estrella. Es indudable
que para Augusto la estrella se convirtió en un asunto político-religioso de la
mayor importancia, pues validaba con una aprobación divina la auctoritas de César y la suya propia. El
éxito de su asociación con la divinidad se plasmó en el decreto del Senado que
siguió a su muerte: el 14 DC el Senado lo declaró oficialmente divus Augustus (“divino Augusto”).
La historia del sidus Iulium o de la “estrella de Venus”
es apenas un pequeño recordatorio de la importancia de las señales celestiales
para confirmar los alegatos de autoridad de los gobernantes del mundo antiguo.
Los esfuerzos de Augusto para difundir la asociación entre César y la famosa
estrella fueron manifiestos para toda la población del Imperio. Herodes, el rey
de Judea, debía su nombramiento real al favor de Augusto y sin duda que conocía
muy bien la historia del sidus Iulium y su significado
político-religioso. Con este trasfondo histórico podemos imaginar lo
perturbador que debe haber sido para él la llegada de los magos del oriente
guiados por una estrella que señalaba el nacimiento de un rey enviado por Dios.
Notemos los términos en juego: estrella – rey – dios. Una historia familiar,
¿verdad? Sí, treinta años antes Herodes había conocido un relato muy similar
difundido por la propaganda de Augusto… y miren los resultados. El ejemplo de
César estaba muy fresco así que Herodes tenía buenas razones para estar
preocupado: estrellas, dioses y reyes eran un cóctel político muy explosivo.
Herodes concluyó lo que era evidente en el mensaje de los magos, el recién
llegado sólo podía ser una amenaza a su autoridad y un peligro para la
estabilidad político-religiosa de su reino. La reacción de Herodes ante el
recién nacido debe entenderse a la luz del astrologizado mundo que habitaban
Augusto, Herodes y compañía, un mundo donde no había espacio para más reyes o
estrellas.
De seguro muchas veces nos
habremos preguntado el porqué de la historia de la estrella de Belén, para qué
se incluyó ese relato tan curioso en el evangelio de Mateo. Quizás el
despliegue romano del sidus Iulium, pocas décadas antes del
nacimiento de Cristo, nos ayude a hallar la respuesta. En el mundo grecorromano
de la época los fenómenos celestes eran considerados parte de las credenciales
de autoridad de quien pretendiera darse ínfulas de autoridad pública.
Precisamente el recién nacido venía a ocupar el espacio público en Palestina,
de modo que el que una estrella anunciara su nacimiento era muy apropósito para
tal fin. Pero más importante aún, la estrella de Belén se nos aparece como un
muy marcado contraste con el sidus Iulium.
¿Era la estrella de Belén parte de la polémica anti romana que hallamos a lo
largo del Nuevo Testamento? Dicho de otro modo, ¿es la presentación de la
estrella de Belén como una intervención divina en la historia una manera de
desacreditar una señal falsa, el sidus
Iulium? ¿Podríamos leer como si el
evangelista nos dijera entre líneas: “Oigan, ustedes conocen esa historia de la
estrella de César, pues es pura fantasía humana, un invento; esta señal en
cambio es de verdad, aquí en serio va a nacer un Hombre-Dios, no como el falso
dios, César, divinizado por los hombres?” El tema del mensaje anti romano del
Nuevo Testamento escapa a nuestro breve análisis, pero el asunto es muy
sugerente; mientras el mundo celebraba la “estrella de Venus” que convirtió en
dios a un hombre, la estrella de Belén anunciaba que Dios mismo había venido a
este mundo.
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