“Había una vez un rey…” Los cuentos infantiles casi siempre tienen un
encabezado de este tenor y bien pudiera ser una apropiada manera de introducir
el tema que nos ocupa hoy. Pues el rey y el reino del que vamos a tratar fue en
su momento acaso el más importante y poderoso de cuantos eran conocidos. Luis
XIV, el nombre de nuestro rey, es casi un personaje de cuento de hadas. Vivió
la vida de un gran rey, rodeado de todos los lujos, la riqueza y el esplendor
al que podía aspirar un monarca que lo tenía todo. Nacido en 1638, hijo del rey
Luis XIII y de la reina Ana de Austria (aunque las malas lenguas decían que su
verdadero padre era el cardenal Mazarino, consejero y probable amante de la
reina), ascendió al trono a la muerte del rey en 1643, cuando el príncipe
apenas tenía cinco años; su reinado sería el más largo de la historia europea,
pues iba a durar 72 años, hasta 1715. Fue tal el poder y la riqueza adquiridos
por este monarca que sus contemporáneos le comenzaron a llamar le Roi
Soleil (el Rey Sol), apodo con el que
todavía se le recuerda en los libros de historia. La idea detrás de esta frase
es que la gloria y la magnificencia de su reinado alumbraban no sólo a Francia
sino a toda Europa. Lo cierto es que Luis XIV llegó a convertirse en el
arquetipo del absolutismo monárquico, un modelo de gobierno donde el estado
centralizaba el poder total: político, militar, económico y religioso. A su
vez, el monarca era la personificación viva del estado, de la nación; de ahí la
célebre frase que sintetiza el absolutismo de boca del mismísimo Luis XIV: “el
estado soy yo”. Así como los planetas giran en torno al sol, así Francia giraba
en torno a su propio sol en la tierra, Luis XIV. Dueño del ejército más
poderoso de su tiempo, Luis XIV se embarcó en una serie de guerras, que
comenzaron con la invasión de las Provincias Unidas (Holanda) en 1672 y que por
los próximos cuarenta años, salvo breves interrupciones, mantuvieron a Europa
en guerra hasta 1713. Los ejércitos de Luis XIV, que en ese periodo no cesaron
de crecer desde unos 200.000 hasta los 400.000 hombres (una cifra impresionante,
desconocida en Europa desde los días del Imperio Romano), combatieron contra
holandeses, ingleses, suizos, italianos, alemanes, austriacos y españoles, todo
por la gloria de Francia… o mejor dicho, de Luis XIV. Claro que tantas guerras,
la mantención del ejército y los lujos del Rey Sol costarían muy caro a
Francia. Con el peso de la senectud encima, el Rey Sol pasó los últimos dos
años de su reinado en paz; Francia y Europa estaban exhaustas, la pobreza
rondaba en los campos.
Pero el agotamiento y la pobreza que afectaban a Europa no eran sólo
el producto de casi cuatro décadas de guerras sucesivas, consecuencias sólo de
la ambición política y territorial de Luis XIV. No, había otros factores que
afectaban a Francia, a Europa y a decir verdad, al mundo entero. Muy lejos del
trono, los palacios y los campos de batalla del Rey Sol, una serie de cambios
extraordinarios acaecían por entonces en otro reino, el reino de la naturaleza.
Casi como si una mano misteriosa hubiera decidido reírse de los asuntos
humanos, lo cierto es que una serie de inviernos particularmente duros se
dejaron caer durante la segunda mitad del siglo XVII y comienzos del siglo
XVIII, coincidiendo a grandes rasgos con el dilatado reinado de Luis XIV: el
gobierno del Rey Sol fue testigo de uno de los periodos más fríos y más helados
de la historia europea reciente. Vaya ironía: la verdad es que la Europa del Rey Sol literalmente
se moría de frío. ¿Qué misterioso fenómeno explicaba esta situación? Bien, la
respuesta sólo la pudimos conocer mucho más tarde. La verdad es que la ciencia
moderna, a través del estudio del clima y del conocimiento de los fenómenos
astronómicos, ha podido dilucidar el misterioso (más bien, gélido) trastorno
natural en días del Rey Sol.
Muy pero muy lejos, literalmente a millones de kilómetros de distancia
del palacio de Versailles, el verdadero astro rey, nuestro sol, vivía un
inusitado cambio en el comportamiento de lo que hoy conocemos como el fenómeno
de las manchas solares. Para explicarlo de manera muy simple, el sol sigue sus
propios ciclos de vida (“actividad solar”, en el lenguaje de la ciencia), una
de cuyas manifestaciones es la aparición de manchas solares sobre su
superficie. Este fenómeno ya había sido detectado en época muy temprano hacia
el año 1000 DC, si hemos de creer a los escritos de los astrónomos chinos que
serían los primeros en registrar este fenómeno solar. Pero el estudio
científico de esta situación tendría que esperar hasta la invención del
telescopio en 1610, instrumento que le permitió a Galileo fijar su atención en
estas manchas (y de paso contribuir a su ceguera). Finalmente, desde el siglo
XIX hasta ahora hemos llegado a descifrar el patrón que siguen estas manchas
solares, que abarcan un ciclo de unos 11 años: al comienzo del ciclo casi no
hay manchas, luego estas aumentan hasta que a mitad del ciclo llegan a un
máximo para luego declinar otra vez a un mínimo hacia el término del periodo.
Más interesante aún, las manchas solares están directamente relacionadas con la
cantidad de radiación (energía del sol) que recibe la tierra y que es
fundamental para todos los procesos que ocurren en el planeta. Para decirlo en
simple, mientras más manchas solares, más “calor” recibe la tierra, y como la
cantidad de manchas solares varían según la ciclicidad indicada, de la misma
forma varía también la cantidad de calor que recibe el planeta. Ahora bien, el
estudio moderno de la historia del clima en la tierra revela que esos ciclos no
siempre han seguido la misma periodicidad; a veces los ciclos han sido más
extendidos y otras más comprimidos, a veces la cantidad de manchas aumenta más
de lo normal y otras, por el contrario, disminuye radicalmente. En estos
últimos casos, cuando la presencia de las manchas solares disminuye de manera
extraordinaria o por periodos muy prolongados, los científicos hablan de
“mínimos” de actividad solar. Fue precisamente uno de esos mínimos, el Mínimo
de Maunder, el que hoy sabemos afectó al mundo entre los siglos XVII y XVIII.
El más estudiado y extraño de todos, el hoy célebre Mínimo de Maunder afectó a
la tierra entre los años 1645 y 1715, casi exactamente la duración del reinado
del Rey Sol. Durante ese tiempo las manchas solares desaparecieron prácticamente
por completo, según indican los registros de los astrónomos europeos de la
época. Observadores londinenses consignan que el invierno de 1694-1695 fue tan
crudo que el Támesis permaneció congelado durante varias semanas, algo
inimaginable hoy en día. En Francia la nieve cubrió el suelo casi tan al sur
como Toulouse incluso hasta abril, mientras otros testimonios refieren que los
lobos, hambrientos, bajaron desde los Alpes hasta el Languedoc. Los científicos
estiman que la disminución de la insolación fue de tal magnitud que la tierra
experimentó un enfriamiento de entre 0,2 y 0,6º C; aún peor, en algunas
regiones del mundo se cree que las temperaturas bajaron entre 1 y 2º C. A todas
luces, el Mínimo de Maunder enfrió al mundo por casi setenta años.(Ver gráfica más abajo del Mínimo de Maunder en el registro de los últimos 400 años de observación de las manchas solares).
Luis XIV fundó en 1666 la Académie Royale des Sciences, con el propósito de
estimular la ciencia francesa, pero claramente los conocimientos de la época
hacían imposible imaginar siquiera el complejo fenómeno climático que afectaba
al mundo. Lo cierto es que la lujosa y licenciosa corte de Versalles jamás se
enteró que precisamente durante casi todo el reinado de Luis XIV el sol brilló
menos que nunca en los últimos siglos. Definitivamente la naturaleza no quiso
alegrar la larga fiesta del Rey Sol.
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