“El estado soy Yo”. La célebre frase de este
rey francés encarna mejor que cualquier cosa la naturaleza del absolutismo, la
concentración de todo el poder de un Estado en la persona del monarca, causa
última de toda la ley. Luis XIV (1643-1715) fue el tercer representante de la
dinastía de los Borbones en el trono de Francia. La dinastía la inició su
abuelo Enrique de Navarra, quien es conocido a su vez por otra igualmente
celebérrima frase: “París bien vale una misa”. La explicación de esta frase
está dada por la vida personal y las vicisitudes que debió enfrentar el primer
Borbón en el trono francés. Antes de convertirse en rey como Enrique IV (1589-1610)
fue conocido por ser el líder del partido hugonote, la facción protestante de
Francia. Debido a su conexión familiar (era cuñado de Enrique III) se convirtió
en candidato único para asumir el trono, pero la corte le dio a entender que un
rey protestante era inaceptable en Francia, por lo que debía elegir entre su
conversión al catolicismo u olvidarse de ser rey. Enrique de Navarra había sido
un leal líder hugonote, pero la posibilidad de ser rey lo llevó a convertirse
al catolicismo, de ahí la frase anterior. Empero, Enrique no se olvidó de sus
correligionarios protestantes y por ello no extrañó que se esforzara en
alcanzar un acuerdo, cosa que finalmente se logró con el famoso Edicto de
Nantes (abril de 1598). El propósito del edicto era traer la paz al país y
terminar con casi cuatro décadas de una
cruenta y agotadora guerra religiosa que, entre 1562 y 1598, enfrentó a
católicos y protestantes. El edicto garantizaba a los hugonotes el derecho a
practicar su culto libremente y sin persecución, les permitía asimismo el
derecho de defenderse y hasta entregaba una serie de ciudades – donde eran
mayoría – para que organizaran su propia fuerza pública. En los hechos, el
edicto creaba un estado dentro del estado, pues los hugonotes disponían ahora
de fortalezas con sus propios ejércitos dentro del territorio francés. Aunque
intentaba pacificar a la nación, Enrique IV en realidad creó una profunda
fisura en la estructura del reino, una suerte de “paz armada” entre católicos y
protestantes; a todas luces un compromiso temporal que no era sustentable en el
tiempo.
Mientras el buen rey Enrique se esforzaba en
hacer las paces entre católicos y protestantes, grandes cambios tectónicos
tenían lugar en Francia y Europa. El Papado se había decidido a lanzar una
poderosa contraofensiva para primero frenar y luego eliminar la herejía
protestante. La contrarreforma, nombre con el que se conoce esa ofensiva
católica, fue el resultado del Concilio de Trento. El clero católico, fiel al
Papado, fue el primer propagandista de la contrarreforma en los países
católicos, pero su aplicación práctica estuvo muy condicionada por las
distintas realidades nacionales. Es el caso que hallamos por cierto en Francia,
donde la ascensión al trono de Enrique IV y el edicto de tolerancia que
mencionamos era la negación de la contrarreforma. El Papado entendía que a los
protestantes no se les trataba con treguas, sino con la espada. Pero el primer
Borbón, Enrique IV, tenía su propia política religiosa y el pragmatismo dictaba
otra cosa. De modo que la llegada de los Borbones al trono galo estuvo asociada
con una fuerte restricción a la implementación de la contrarreforma en Francia.
No sólo la cuestión religiosa interna sino también la política internacional
confluyeron en que durante las siguientes décadas la contrarreforma no tuviera plena cabida en Francia, incluso con la
administración del cardenal Richelieu. Pero la corona francesa, aún durante el
reinado de Enrique IV, estaba abocada decididamente a la teoría de “un rey, una
fe, una ley”, esto es, ganar tiempo para recuperar la paz interna, la
estabilidad del reino y apostar a que en un mediano o largo plazo los hugonotes
terminarían por abjurar su herejía y se integrarían a una sola y católica
Francia. El primero paso en tal dirección lo dio Richelieu cuando sitió y
capturó la fortaleza de La
Rochelle en 1628: esta victoria puso fin al ejército
hugonote, pero Richelieu tuvo cuidado de garantizarles la libertad de seguir
practicando su religión.
Cuando Luis XIV ascendió al trono, Inglaterra estaba en plena
crisis interna, una guerra civil que enfrentaba al Rey con los puritanos.
Puritanos y hugonotes no eran más que dos caras nacionales de una misma fuerza
internacional: el calvinismo. Y los calvinistas ingleses eran por entonces la
principal fuerza republicana, anti monárquicos convencidos que lograron la
caída y posterior ejecución de Carlos I en 1649. La corte de París tomó nota de
la acción política de los puritanos y no costó mucho hallar antecedentes de
conductas republicanas o anti monárquicas entre los hugonotes, los calvinistas
franceses. Luis XIV, que era un adolescente cuando su reinado debió enfrentar la
rebelión de la Fronda
(1648-1653), una confabulación de la nobleza francesa aunque sin motivaciones
religiosas, comprensiblemente creció con un traumático recuerdo de las conspiraciones
contra el poder real. Para Luis XIV el poder político y religioso pertenecía
íntegramente al rey y de ahí que se embarcara en la construcción de un estado
absolutista en el más estricto sentido de la palabra; en la Francia del Rey Sol no se tolerarían
disidencias de nadie, sólo la más irrestricta obediencia al poder total del
soberano. ¿Cuál era la contraparte religiosa de esta política de Luis XIV? El
absolutismo monárquico de Luis XIV sólo tenía una opción de alianza religiosa:
el absolutismo pontificio. El absolutismo sin restricciones estaba en la médula
misma del Papado. Más aún, el Papado era una institución que no sólo predicaba
el poder total (obediencia sin reparos a las órdenes superiores de la
autoridad) sino que además defendía la persecución y eliminación de toda
oposición a dicho poder absoluto. Este último factor era muy afín a los
intereses políticos del absolutismo de Luis XIV, pues al igual que el Papa, el
Rey Sol estaba decidido a exterminar la más mínima señal de oposición a su
autoridad suprema. Por consiguiente, la aspiración al poder total y la
supresión (persecución y ejecución) de toda disidencia llevaron de manera
espontánea a la alianza natural entre monarquía absoluta y Papado.
Una consecuencia inmediata de todo ello fue
que la contrarreforma, hasta entonces resistida o sólo parcialmente recibida en
Francia, tuviera ahora las puertas abiertas para actuar en el país galo. El
último reducto republicano que quedaba en Francia, el último resabio contra la
autoridad total del rey, podía ser por fin eliminado La tolerancia religiosa
otorgada a los hugonotes por Enrique IV en 1598, desarticulada de facto por Richelieu en 1628, fue
desahuciada de jure por el nieto de
Enrique; Luis XIV publicó en octubre de 1685 el edicto de Fontainebleau que
revocaba el anterior edicto de Nantes: los hugonotes debían escoger entre
convertirse al catolicismo o abandonar el país (el edicto hablaba de la Religion pretendue reformée, "la pretendida religión reformada", ver foto principal). El resultado de esta nueva
política religiosa fue que tuvo lugar una nueva migración forzada en la que
miles de hugonotes – algunos historiadores sitúan la cifra en torno a los
250.000 aproximadamente – dejaron Francia para instalarse en otros países
protestantes de Europa (Suiza, Holanda, Prusia, Inglaterra, Suecia) o incluso
en otros continentes (Norteamérica, Sudáfrica). Aunque subsistieron algunos
pequeños grupos de hugonotes en la clandestinidad, desde 1685 Francia se
convertía en la última potencia europea en abrazar en su totalidad la
contrarreforma; el absolutismo político-religioso resultado de la alianza entre
Luis XIV y el Papado estaba completo, ahora había un rey y una religión. Apenas
cien años más tarde, un atribulado Luis XVI publicaría un nuevo edicto de
tolerancia en noviembre de 1787: los protestantes podían volver a practicar su
religión. Pero ya era demasiado tarde; tras un siglo de absolutismo católico,
otros republicanos, los de la revolución francesa, estaban a las puertas de
cobrar sus propias cuentas con los Borbones y con el Papado.
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