De partida hay que recalcar el carácter altamente especulativo del asunto, pues lo cierto es que la limitada información que proporcionan los evangelios no nos permiten hacer un juicio categórico acerca de la naturaleza de dicha estrella. En el mejor de los casos podríamos descartar algunas situaciones, a partir de las descripciones bíblicas, pero no podemos ir mucho más allá. Veamos entonces qué se puede decir acerca de la famosa estrella de Belén.
La información básica acerca de la estrella la hallamos en el relato de Mateo 2:1-12. Para comenzar hagamos un catastro de qué cosas sabemos acerca de la estrella:
Antes de pasar a discutir los distintos fenómenos astronómicos visibles en los cielos de Judea por aquellos años, vale la pena revisar la redacción y terminología del pasaje de Mateo donde se nos presenta la estrella. El texto del evangelista dice que llegaron a Jerusalén unos magos que habían visto “en el oriente” la estrella “del rey de los judíos”. Hay disenso en el mundo de la academia acerca de cómo entender la referencia al “oriente”. La cuestión es que la manera más común de referirse al oriente como una dirección cardinal, como una orientación espacial, era usar el verbo “anatolai” en plural. De aquí que el uso en singular de este verbo en Mateo 2:2 y 2:9 pueda dar pie a interpretar las palabras de los magos como refiriéndose no al oriente propiamente tal, sino a la salida o ascenso astronómico de la estrella, como diciendo: “porque su estrella hemos visto en su salida (ascenso), y venimos a adorarle” (2:2), o bien: “la estrella que habían visto en su salida (ascenso) iba delante de ellos” (2:9). Lo significativo de esta interpretación es que calzaría con la idea de los magos como estudiosos de los cuerpos celestes. La terminología salida – tránsito – ocaso está en el ABC de cualquiera que esté familiarizado con la observación del cielo para describir la trayectoria de una estrella o un planeta. Si estos magos pertenecían a ese grupo de sabios y astrólogos que era tan común en Babilonia y Persia desde tiempos muy remotos, tiene todo sentido que hayan estado atentos al momento de la salida o ascenso de una estrella, sea que la referencia apunte o no a la salida heliacal del astro en cuestión.
¿Y que tal un cometa? En el pasado muchos pensaron que esta podría ser la mejor explicación. Pero hay a lo menos dos razones por las que puede descartarse esta opción casi con seguridad. En primer lugar, en la antigüedad – y en realidad hasta tiempos muy recientes – los cometas fueron vistos como malos augurios, como presagios de malas noticias y catástrofes. Esta interpretación del fenómeno puede deberse a que los cometas irrumpían en el cielo nocturno rompiendo con lo que se consideraba el movimiento natural de los astros; su ruta más bien errática e impredecible desafiaba el orden divino que los astrólogos antiguos intuían en el cielo. Con seguridad, la llegada del Mesías judío no podía representar algo más distante de tal sentimiento, pues prefiguraba más bien todo lo contrario, el anuncio de una época dorada de justicia y de paz. El simbolismo de los cometas no se prestaba para saludar el advenimiento del Bendito, del Hijo de Dios. Pero si lo simbólico es un obstáculo, un segundo problema de peso es la naturaleza misma de los cometas: pocos fenómenos celestes son más fácilmente visibles e identificables que los cometas. Sin embargo, en el texto de Mateo leemos que Herodes debió consultar a los magos acerca de esta estrella, en circunstancias que de haber sido un cometa habría sido avistado por cualquier habitante de la región.
Esta última situación sirve asimismo para descartar otro fenómeno que se ha propuesto para explicar la estrella de Belén: una supernova. Una supernova es una estrella de unas condiciones muy particulares que al llegar al final de su vida termina en medio de una fantástica explosión que la desintegra por entero. Una explosión de supernova, según los astrónomos, es uno de los eventos de mayor liberación de energía en el universo, cuando a la muerte de una estrella super gigante millones de partículas de materiales y gases diversos son expulsados al espacio circundante a velocidades increíbles. Estas mismas características sirven para explicar que cuando explota una supernova se genere una región en el cielo de extraordinaria luminosidad, que puede llegar a ser equivalente a varias miles de veces la luminosidad del sol. Por lo mismo, una supernova es un fenómeno de alta visibilidad, tal como lo atestiguan los registros históricos de avistamientos de supernovas en la edad media por ejemplo. En una noche despejada normalmente aparece como una estrella nueva, que puede llegar a ser tan luminosa como Venus, pero que claramente no estaba ahí las noches anteriores. Incluso en algunos casos hasta puede ser vista de día, y esto por un periodo variable de semanas, meses o incluso más de un año, hasta que de a poco su luminosidad disminuye y desaparece tan misteriosamente como surgió. Una vez más, el hecho de que Herodes y aparentemente el pueblo judío no hayan visto la estrella, al punto que el rey pide asesoría a los magos, indica claramente que no estamos en presencia de una supernova.
Otra posibilidad que desde antiguo ha llamado la atención de los investigadores es la de una conjunción planetaria. Una conjunción planetaria no es otra cosa que la alineación de los planetas tal como es vista desde la tierra, producto a su vez de las diferentes órbitas y velocidades de los planetas en su movimiento alrededor del sol. Cuando la alineación da lugar a la conjunción de dos o más planetas, se puede llegar a un resultado visual de alta luminosidad, claramente identificable en el cielo nocturno. Específicamente en la ventana de tiempo previamente definida, entre el 7 a. C. y el 1 a. C., ocurrieron varias conjunciones, algunas de ellas muy inusuales de ver. En el año 7 a. C. tuvo lugar una conjunción entre Júpiter y Saturno, un evento bastante raro, pues desde esa época hasta ahora se estima que sólo ha habido 11 conjunciones de este tipo. Esta conjunción se presentó en la constelación de Piscis, pero el simbolismo cristiano que algunos han visto en esta situación es dudoso de sostener. En estricto rigor, la asociación de los peces como representación de la religión cristiana no se efectuó sino hasta el siglo II y posteriormente, cuando en las catacumbas del imperio romano los cristianos recurrieron a la simbología de los peces; es difícil ver cómo los magos, procedentes de Mesopotamia o Persia, pudieran haber anticipado tal asociación simbólica en más de un siglo, de suerte que al observar la conjunción en la constelación de Piscis hayan concluido que los peces apuntaban al Mesías judío. Pero si el simbolismo de los peces resulta dudoso, un inconveniente aún mayor viene dado por la fecha misma: el año 7 a. C. parece alejarse demasiado del consenso general sobre la fecha del nacimiento de Jesús.
Si superpusiéramos la imagen de Leo, el león zodiacal, completaríamos la vista como se indica en la siguiente imagen.
El año 2 a. C. se dio una situación similar, primero una conjunción entre Júpiter y Regulus, a la que siguió otra entre Júpiter y Venus, fenómenos muy luminosos y visibles al anochecer en Jerusalén.
En resumen, y como adelantáramos al comienzo, tenemos muy pocos datos como para ser concluyentes acerca del famoso astro de Belén. A lo más hemos podido descartar algunos candidatos, pero de los que quedan - las conjunciones arriba descritas - no tenemos manera de dilucidar la incógnita de la estrella. Lo único que podemos decir a favor de las conjunciones es el alto carácter simbólico que reseñáramos antes, lo que suponemos pudo haber sido muy llamativo y significativo para los magos que venían del oriente. Pero de aquí en más, sólo nos queda especular. Al final del día la estrella de Belén sigue envuelta en el mismo misterio del relato evangélico; después de todo, ¿no es acaso la historia del evangelio la revelación de un gran misterio?
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