viernes, 1 de octubre de 2010

Un bicentenario evangélico



El escenario de fiestas conmemorativas de los doscientos años de la independencia que se ha tomado este año los calendarios y eventos de varios países latinoamericanos, marca sin duda todo un proceso de bicentenarios que se prolongarán durante la década. El hecho histórico que recorre a Latinoamérica es la memoria del proceso independentista que principia en 1810 y que terminará mayoritariamente hacia 1821, cuando México consolide su independencia, si bien los últimos reductos del imperio español languidecerán a lo largo de casi todo el siglo XIX, pues recién en 1898 la derrota española ante Estados Unidos obligará a España a abandonar sus últimas colonias americanas: Cuba y Puerto Rico.

Al repasar la historia latinoamericana uno puede sentir la tentación de preguntarse, ¿qué rayos tiene que ver el pueblo evangélico con todo esto?, ¿qué parte tenemos nosotros en un relato, una épica de un momento cuando las colonias españolas eran absolutamente católicas? En algunos casos extremos el proceso independentista mismo fue protagonizado incluso por sacerdotes católicos; casos famosos son los de Hidalgo y Morelos en México, con una resonancia regional incuestionable. Estos sacerdotes no sólo comenzaron el proceso, sino que tomaron las armas y cayeron en la misma lucha o bien debieron enfrentar el pelotón de fusilamiento, previa excomunión, como lo grafica el tormentoso proceso de Morelos.

Ante la complejidad del proceso de independencia y de la consiguiente formación de los estados latinoamericanos bien se puede naufragar al tratar de entender todo esto a la luz de la fe y la teología evangélica. ¿Qué podemos decir desde nuestra teología acerca de las causas y consecuencias de la independencia? ¿Podemos desde nuestra fe enfrentar y entender a los héroes y villanos de la lucha? Probablemente hay miles de preguntas que legítimamente deben asaltar a muchos evangélicos latinoamericanos con respecto a las cosas solemnes que se rememoran todos los años para fiestas patrias. ¿Cómo tratar este patriotismo legítimo desde una perspectiva creyente? ¿Tiene algo que decir nuestra fe de la independencia?

Quizás un sano primer paso es separar las fiestas y celebraciones de la historia misma. Lo que celebran los países, sus estamentos políticos, sociales y culturales, es una cosa, otra muy distinta es la historia misma de la independencia. Como muy acertadamente han señalado algunos historiadores, las celebraciones o conmemoraciones de determinadas fechas o eventos del pasado son hechos políticos, o si se quiere, culturales. La historia no celebra nada, simplemente nos confronta con los hechos del pasado. La interpretación que de dichos hechos realizan los gobernantes o autoridades de un país es una cosa completamente distinta, con la podremos coincidir o no, en todo o en parte, pero que nos enfrenta a una cuestión de interpretaciones. Y este tema de las interpretaciones nos abre la puerta a un segundo paso, por el que sí podemos tratar de hallar una hebra teológica o religiosa al proceso independentista.

Un segundo paso, entonces, es detenernos en la interpretación histórica del proceso de la independencia. La clase de preguntas que podemos plantear a este nivel es, ¿qué tiene que ver la religión con la independencia de los estados latinoamericanos? Esto sí que nos abre un amplio campo de trabajo e investigación. Contrariamente a lo que ocurre en nuestros días, cuando la cosa religiosa está acorralada en el ámbito de lo privado y hasta suena de mal gusto hablar de ello en público, espacio este último en donde se privilegia lo secular y cosmopolita, en casi cualquier época del pasado la religión jugó un papel fundamental en la historia humana, en todas las sociedades y regiones del mundo. Sin ir más lejos, los propios españoles entendieron – o quisieron entender – su empresa de colonización americana como una noble tarea de extensión de su religión católica entre los aborígenes del continente. El clero católico tubo un peso enorme en la conquista y durante todo el periodo colonial, desde la educación hasta la economía; la sociedad o sociedades coloniales se describen primeramente como sociedades católicas, con todo lo que ello conlleva. En este nivel resulta interesante destacar que la crisis independentista se nos ha descrito de manera paradójica; cuando niños nos enseñaron que las principales causas de la lucha fueron políticas y económicas, sin embargo, durante la colonia imperaba un orden político – religioso que estructuraba toda la vida colonial en el imperio español, ¿no hubo entonces también una crisis religiosa?

Llegamos así a un tercer paso, la cuestión de la paradoja político – religiosa de la independencia. Hemos dicho que a grandes rasgos el proceso de independencia se inicia hacia 1810; hasta esa fecha existe un orden político – religioso que es el imperio español, pero después de esa fecha hablamos de una crisis que sólo es política y económica. Después de todo, la lucha se da entre patriotas y realistas, donde todos son católicos, ergo, no había causas religiosas para esta guerra. Pero aquí intuimos que se esconde alguna cosa; un orden político – religioso, como el que existía hasta 1810, no se convierte después en sólo un desorden político a secas. De hecho, una mirada más cercana nos confirma que la guerra de independencia fue una guerra político – religiosa. Ya hemos adelantado los casos paradigmáticos de Hidalgo y Morelos en México, donde no hubo solamente un juicio político, sino uno religioso, excomunión incluida. Las primeras décadas que siguieron a la independencia dan testimonio de las complejas o a veces nulas relaciones entre los nuevos estados independientes y las máximas autoridades católicas en Roma. De hecho, los Papas tardarían muchos años en reconocer a los nuevos estados y gobiernos. ¿Por qué? Sencillamente porque el clero católico era un brazo más del imperio español. Es cierto, hubo casos como los ya mencionados de sacerdotes que lucharon del lado de los patriotas; pero aquí no hay que perderse, la institución como tal estaba del lado del bando español, pues el clero era doblemente obediente al Papa y al Rey de España. Además, el Papa de Roma era una monarca más, tan autócrata y absolutista como el rey español, por lo que no podía sino contemplar con reluctancia y rechazo la sublevación americana contra su legítimo señor el Rey. Para el Papado todas las revoluciones, comenzando con la francesa y siguiendo con las americanas, eran vistas como ataques demoníacos contra las autoridades divinamente ordenadas.

Revisar la historia del proceso de independencia de las colonias españolas que dio paso a los nuevos estados latinoamericanos es un asunto fascinante, entre otras razones, porque lo queramos o no, nos vuelve a confrontar con las dimensiones religiosas de la historia humana; un recordatorio de cómo la religión ha afectado nuestras vidas y nuestra historia.

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