jueves, 15 de noviembre de 2018

Episodio 8: La Transición Ascética






Hoy introducimos un nuevo siclo, La Transición Ascética y partimos por explicar de qué trata esta materia que nos va a transportar a un pasado muy remoto y por qué puede ser importante para nosotros hoy en día. 

Digamos de entrada que en esta serie exploraremos los cambios que tuvieron lugar en el cristianismo y en la iglesia en el periodo que abarca los siglos IV y V, es decir, más o menos entre el 300 y el 500 DC. Se trata de un época más bien ignorada y casi universalmente desconocida en el cristianismo actual, pero que sin embargo tiene una enorme importancia, no tan sólo por una cuestión de mero conocimiento histórico, sino porque a medida que vayamos presentando nuestra materia pronto se nos va a hacer claro que la problemática que confrontó la iglesia de ese periodo es muy similar a la que actualmente divide y convulsiona a la iglesia de hoy: el sexo. Aunque han pasado más de mil quinientos años el sexo vuelve a estar álgido en las prioridades de la iglesia actual como lo estuvo en la de hace quince siglos, claro que los enfoques, la metodología, los discursos y el contexto cultural son, como podrás imaginar, absolutamente diferentes.

Más de alguien podría pensar ¿qué nos van a enseñar personas que vivieron hace 1500 años frente a los desafíos sexuales de hoy en día? Ellos no tuvieron que vérselas con los LGBT, las parejas del mismo sexo, los juguetes eróticos o el sexo virtual, por nombrar algunas aristas del presente y del futuro inmediato. El mundo del pasado era infinitamente más sencillo, más fácil de encarar que el complejo y crispado ambiente que vivimos hoy en día. Prima facie, uno podría pensar que repasar lo que hayan dicho o hecho los cristianos de una época tan lejana a la nuestra de poco o nada nos puede servir a nosotros. Sin embargo, a medida que desarrollemos nuestra materia iremos viendo cómo los hechos que se sucedieron después del año 300 nos irán mostrando una faceta del cristianismo que probablemente no nos imaginamos y con el paso del tiempo quizás nos darán una nueva luz para entender la relación entre el cristianismo y el sexo.

Para comenzar nuestra historia debemos dirigir la mirada hacia el imperio romano que entraba por entonces en su etapa de decadencia. Desde el siglo III Roma se deslizaba por una pendiente de golpes de estado, guerras civiles, conspiraciones, invasiones y una serie de males similares que tenían al imperio a muy mal traer. En las últimas décadas de esa centuria comenzó un lento proceso de recuperación de la mano de emperadores enérgicos como Diocleciano, el mismo que además llevó a cabo una de las últimas grandes persecuciones imperiales contra los cristianos. Diocleciano quería volver a unir al imperio bajo el culto de los viejos dioses y por ello ordenó la persecución de las sectas que impedían ese objetivo, primero los maniqueos y luego los cristianos: aunque el emperador al parecer no tenía en mente llevar a cabo ejecuciones, el decreto del 23 de febrero del 303 sí obligaba a quemar los libros sagrados de los cristianos. Como sea la persecución continuó en 305 con su sucesor Maximino y fue una de las más duras que debió enfrentar la iglesia. Pero esos tiempos oscuros estaban por llegar a su fin. Un joven general llamado Constantino tenía su propio plan para unificar el imperio y en el verano del año 312 invadió Italia para enfrentar a su colega Majencio. El 28 de octubre del año 312 se enfrentaron los dos líderes del imperio occidental, Constantino y Majencio, en la batalla del puente Milvio, unos pocos kilómetros al norte de la capital. Constantino resultó vencedor y al día siguiente, 29 de octubre del 312, el ejército de Constantino entró triunfal en Roma, con la cabeza de Majencio abriendo la procesión. Tras su toma de posesión en Roma el nuevo emperador disolvió a la guardia pretoriana, celebró con juegos de gladiadores en el Circo Máximo y aprovechó también de mostrarse favorable a los cristianos. Constantino permaneció unos tres meses en la capital y luego viajó al norte donde poco después, en enero del 313 se reunió en Milán con el emperador de oriente, Licinio, y entre otras cosas ambos acordaron terminar con la persecución: el edicto de Milán (febrero 313) otorgó la paz religiosa a los cristianos y con ello el derecho a practicar su religión en libertad. A veces se confunde el significado del edicto de Milán pensando que el cristianismo se convirtió en la religión oficial del imperio; la verdad es que sólo es un edicto de tolerancia, en adelante se va a respetar al cristianismo como religión, otro más de los varios cultos que a esas alturas se practicaban en Roma, pero en ningún caso significó el fin del paganismo. Al parecer Constantino se había mostrado favorable a los cristianos desde algunos años antes, cuando gobernaba en la Galia, pero ahora quedó claro también en la capital que el emperador de occidente no ocultaba sus simpatías por los cristianos y pronto se comenzó a extender un relato milagroso o sobrenatural sobre la batalla del puente Milvio. Se decía que la mañana de la batalla Constantino vio una señal en el cielo supuestamente un signo cristiano, con una leyenda que decía “en este signo vencerás”; Constantino hizo que sus hombres usaran tal emblema, pero las interpretaciones variaban entre quienes veían un simple estandarte militar y los que identificaban esa imagen con una simbología cristiana. Se supone que la victoria habría confirmado a Constantino que su poder venía del Dios cristiano y ello terminaría en su conversión a la nueva fe. Es posible que la decisión de Constantino de construir la primera basílica cristiana en Roma, la basílica de Constantino o basílica de Letrán, se tomara ese mismo año 312, lo que sería un signo de que en efecto el emperador atribuía su victoria al Dios cristiano, aunque en verdad la fecha de construcción de este edificio aún no está clara. Como fuere, lo cierto es que menos de una década después del edicto de Diocleciano el cristianismo es una religión aceptada en el imperio y favorecida por el emperador. Dicho esto, la verdad es que la figura de Constantino sigue siendo polémica hasta nuestros días y en muchos sentidos el emperador sigue siendo aún una incógnita. Por ejemplo, la leyenda de la señal previa a la batalla puede tener otra lectura, porque es sabido que Constantino había sido desde joven un adorador del Sol Invictus, el dios Sol. La imagen final de Constantino que prevaleció hasta hace poco, la del primer emperador cristiano, debe mucho a los cronistas que fueron contemporáneos del emperador, hombres como Lactancio y Eusebio de Cesarea, ilustres escritores cristianos, que ensalzaron la memoria de Constantino casi como redactando verdaderos panegíricos al emperador; Eusebio, por ejemplo, llegó a describir su ingreso triunfal en Roma como la de un nuevo Moisés guiando al imperio a una nueva tierra prometida. Pero, por otro lado, unos cinco años después de su victoria en el puente Milvio, Constantino hizo acuñar monedas con inscripciones mitológicas, como Hércules el Victorioso, Marte el destructor, Júpiter el preservador y sobre todo el Sol Invictus, el dios Sol invencible al que Constantino había adorado de joven. ¿Eran sólo medidas políticas para congraciarse con la población o la elite pagana aún numerosa en el imperio? ¿O quizás el emperador buscaba algún arreglo entre adorar al Dios cristiano y a los viejos dioses? Preguntas sin respuesta.  

La apuesta de Constantino por la iglesia sigue además rodeada de muchas incógnitas. La más obvia es qué cantidad de cristianos había en el imperio. ¿Acaso Constantino se volvió a los cristianos porque eran mayoría en la población? ¿Había una mayoría cristiana en la ciudad de Roma? ¿O tal vez los cristianos eran mayoría en la elite, en la aristocracia romana? Son cuestiones muy difíciles de responder, sobre las cuales no hay datos precisos y sólo cabe especular. Tal como vimos en un entrada anterior del blog de Teologías y Ciencias, en 1996 el sociólogo estadounidense Rodney Stark planteó su propia teoría sobre el crecimiento del cristianismo en el imperio romano en su libro “The Rise of Christianity: a sociologist reconsiders history”. En esta obra Stark toma como referencia los estudios que había realizado en los años 1960s y 1970s sobre el crecimiento de los mormones y la secta Moon y a partir de esa investigación proyecta una tasa de crecimiento para la iglesia en el periodo romano de un 40% por década o un 3,42% anual, cifras que parecen extraordinarias. Siguiendo esta línea, Stark cree que el cristianismo habría pasado de un millar de seguidores después de la muerte de Jesús al 1,9% para el año 250, 10,5% para el año 300 y 56,5% para el año 350, es decir, cerca de 34 millones. Por supuesto que, como dijimos antes, esto son sólo especulaciones. Por ejemplo, según Stark, al momento de convertirse Constantino en emperador de occidente, los cristianos habrían sido alrededor del 10% de la población, mientras que Edward Gibbon, un escritor e historiador británico del siglo XVIII y a quien citaremos más adelante, estimaba ese porcentaje en torno al 5%. De igual manera es difícil precisar la población cristiana en la capital. Algunos expertos creen que hacia el año 300 Roma habría oscilado entre los 500.000 y 700.000 habitantes y alrededor de unos 40.000 cristianos; otra vez nos encontramos que entre un 5 y 10% de los habitantes de Roma pudo haber sido cristiano. En cualquier caso, los expertos apuestan a que al principio del reinado de Constantino el imperio seguía siendo mayormente pagano, aunque la distribución geográfica de cristianos y paganos variara considerablemente de una región a otra. Por ejemplo, sabemos que la presencia cristiana era mayor en las provincias orientales, una región particularmente sensible dada su importancia geoestratégica para el imperio.
 
Pero más allá de las cifras, quizás Constantino vio en la iglesia y su mensaje universal un recurso muy importante en momentos en que el imperio necesitaba unidad, después de más de un siglo de divisiones y luchas internas. Ya vimos que Constantino derrotó a Majencio y logró reunir a todo el imperio occidental en el año 312 y una década después, en el 324, marchó a la guerra contra su colega oriental, Licinio, de modo de reunificar al imperio bajo un solo emperador, objetivo que consiguió al derrotar también a Licinio. Si el propósito era la unidad, entonces para Constantino debe haber sido particularmente frustrante saber de las continuas divisiones y disputas entre los líderes y facciones que cruzaban a la iglesia. Cuando el emperador pensaba que al fin había impuesto la paz en todo el imperio bajo un solo gobernante, su aliado, la iglesia, deja de ser una iglesia para fracturarse en distintos partidos. La mayor de esas fracturas durante el reinado de Constantino será la de arrianos contra nicenos, trinitarios y anti trinitarios, aunque claro que no será la única si pensamos en la controversia donatista, por ejemplo. Y es que además de la polémica figura de Constantino y su controversial influencia sobre el clero, este periodo va a ser testigo de muchas personalidades fuertes que van a dejar su huella sobre el cristianismo, a veces de maneras tan polémicas como el mismo emperador. A lo largo de este ciclo nos vamos a encontrar con Atanasio, Arrio, Jerónimo, Ambrosio, Donato, Agustín, Juan  Crisóstomo, por nombrar algunos. Estas tensiones nos hablan de los cambios que experimenta la iglesia en el momento en que comienzan a desaparecer los emperadores paganos y sus persecuciones, las que son reemplazadas por emperadores cristianos, que ya no persiguen a la iglesia pero sí intervienen en los asuntos doctrinales y eclesiásticos, una nueva situación desconocida hasta entonces. En este cambiante escenario se reescribe la situación interna de la iglesia y surge un personaje que no es nuevo pero que adquiere un protagonismo creciente, fruto de un poder cada vez mayor: el obispo. Los obispos se vuelven celosos guardianes de su independencia y de sus áreas de influencia, tanto en las ciudades en las que residían como en las zonas cercanas que estaban bajo su administración o tutela. Para hacerse una idea del poder que van a alcanzar los obispos en este periodo vale la pena echar un fugaz vistazo a la situación en Alejandría.

Después de ser fundada por Alejandro Magno, Alejandría pronto se convirtió en una de las principales urbes del Mediterráneo. En el periodo de la dinastía Lágida que gobernó durante los tres siglos que separan a Alejandro de Julio César, Alejandría fue la capital del reino de Egipto y también la capital cultural del helenismo. Cuando el país paso a manos romanas con Augusto César la ciudad era la segunda más importante del imperio con una impresionante población de medio millón, de los cuales tal vez unos 200.000 eran judíos integrantes de la más poderosa comunidad judía en la diáspora. Pronto se instaló allí también una pequeña comunidad cristiana que creció a tal punto que para siglo IV el bispo de Alejandría rivalizaba en importancia con los de Roma y Constantinopla. Por tal razón Alejandría se convirtió en un patriarcado y el obispo de la ciudad en el patriarca de Alejandría. Como veremos en próximas entregas, con el paso del tiempo el patriarca de Alejandría amasó tal poder que para el año 400 llegó a ser conocido de manera popular en Egipto como “el Faraón”. Un buen ejemplo de esta clase es el patriarca Teófilo de Alejandría, contemporáneo y archienemigo de Juan Crisóstomo; Teófilo intervino ante la corte imperial para impedir que Juan Crisóstomo fuera elegido patriarca de Constantinopla, planeando conjuras palaciegas e incluso presentándose en la ciudad con escoltas armados. Algunas décadas más tarde, en el 432, cuando el obispo Cirilo de Alejandría quiso ganarse el apoyo del emperador Teodosio II contra los nestorianos, un grupo o secta cristiana, no halló nada mejor que sobornar al praepositus o eunuco jefe de la corte con 200 libras de oro y otras 50 libras para la emperatriz, de modo que le permitiesen entrevistarse con el emperador. Esa cantidad de dinero era prohibitiva para cualquier persona y sólo estaba disponible para la aristocracia o, como lo demuestra este ejemplo, para los obispos más poderosos del imperio, lo que nos da una idea del poder que amasaron estos obispos tanto en términos religiosos, como políticos y económicos. Ha pasado poco más de un siglo desde la persecución de Diocleciano y hay que ver a dónde han llegado los obispos.

Alejandría es importante para nuestra historia además porque aquí se fraguó la especial relación que iba a abrirse paso entre dos actores fundamentales en la iglesia Constantina: los obispos y los ascetas. Los obispos no requieren mayor presentación; sabemos que son un estamento de la estructura de la iglesia desde los orígenes del cristianismo y a quienes Pablo ya mencionaba en sus epístolas con funciones específicas. Asimismo, indicamos antes que a partir de Constantino los obispos van a iniciar un paulatino ascenso al poder económico, político y social, es decir, más allá de su campo propiamente religioso o doctrinal. Los ascetas, empero, requieren presentación. El término ascetismo deriva del griego askesis, que se puede traducir ejercicio; un vocablo que los griegos usaban para referirse al intenso esfuerzo y entrenamiento de los atletas, aquellos que se preparaban en el gimnasio o que se sometían a una dura disciplina o auto control corporal para competir en las olimpiadas. Lo interesante es que durante el periodo helenista este concepto fue apropiado también por las diversas escuelas filosóficas griegas que competían en el mundillo intelectual de la época, claro que para los filósofos se trataba de entrenar tanto la mente como el cuerpo. Los estoicos, por ejemplo, adoptaron el discurso de askesis como parte de su plan de fuerte disciplina personal que ayuda al hombre a confrontar las pasiones y sufrimientos de este mundo. Así lo planteaba el maestro estoico Musonio Rufo (c. 30-101), contemporáneo de los apóstoles cristianos, quien explica que estos ejercicios, este entrenamiento, es beneficioso para el alma y para fortalecer el temperamento, de modo que el filósofo no tenga temor a lo que teme la mayoría de la gente: el sufrimiento, la pobreza y la muerte. Hay otro aspecto de la aplicación de estos principios que hace Musonio y que vale la pena tener presente en función de lo que veremos más adelante. Ocurre que en este espíritu de disciplina personal, Musonio interviene en un debate que se daba en el mundo médico de aquel entonces. La cuestión en discusión era qué papel jugaba la actividad sexual y la abstinencia en la salud de hombres y mujeres. Musonio va a escribir: “Aquellos que no son lujuriosos o malvados debieran considerar justificados los placeres sexuales sólo dentro del matrimonio y sólo cuando tengan por objetivo engendrar hijos, porque esto es lo legal. Pero la mera búsqueda del placer es injusto e ilícito, incluso dentro del matrimonio”. Dicho en otras palabras, para Musonio Rufo el propósito del sexo no es otro que la procreación, el tener hijos; la búsqueda del placer sexual por otros motivos, incluso dentro del matrimonio, es impropio y no corresponde. Para el filósofo griego el placer sexual es un problema, acaso una amenaza al auto control, al dominio propio que un hombre debe tener sobre sus pasiones, sobre los placeres de este mundo, incluido el sexual. Interesante, ¿verdad? Estas palabras del maestro estoico Musonio Rufo nos advierten que ya en el siglo I había sectores en el mundo pagano grecorromano que miraban con sospecha la actividad sexual y que estaban a favor de controlarla. Asimismo su discípulo Epicteto (55-135), el mayor filósofo estoico, dedicó un capítulo entero de sus Discursos a la askesis, es decir, a los ejercicios o entrenamiento que debe observar un filósofo. Por otro lado, askesis también formó parte del mapa mental de la escuela de los cínicos, hoy diríamos uno de los grupos filosóficos más rupturistas del helenismo y que pusieron en práctica un tipo de ascetismo muy, pero muy diferente del ascetismo cristiano posterior, si bien ambos tienen en común una ruptura radical con el mundo profano. Para los cínicos askesis constituía el endurecimiento del cuerpo para alcanzar la virtud, cuando el confort de la vida física es irrelevante.

A diferencia de los obispos, los ascetas no formaban parte de la iglesia original; de hecho, askesis como tal no se usa en el Nuevo Testamento. Sin embargo, antes de debutar en el mundo cristiano, el concepto fue manejado por grandes maestros y escritores judíos, como Filón de Alejandría y el historiador Josefo. Ambos describen, por ejemplo, a la secta de los esenios con los vocablos askesis (ascetismo) y enkrateia (auto control, dominio propio). Este último concepto, egkrateia, había sido usado también por los griegos junto con sofrosine, casi como sinónimos. Cuando el cronista Jenofonte habla de moderación, usa ambas palabras de forma casi intercambiable. Platón también va a escribir: “Moderación es un cierto orden y control sobre ciertos placeres y apetitos”. En esta frase Platón usa sofrosine para significar moderación y egkrateia para control. Es interesante notar que a diferencia de askesis, las palabras egkrateia y sofrosine sí aparecen en el Nuevo Testamento; por ejemplo, en las epístolas de Pedro egkrateia se usa con el sentido de “dominio propio” y en la carta de Pablo a los Gálatas se traduce como “templanza”. En cuanto a sofrosine, encontramos esta palabra cuando Pablo tiene una audiencia ante el gobernador romano Festo: "No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que hablo palabras de verdad y de cordura”. Sofrosine se traduce aquí “cordura”. Pablo vuelve a usar esta palabra cuando instruye después por carta a Timoteo y le explica: “Asimismo que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia”; donde se traduce “modestia” Pablo usa sofrosine. Así que, en resumen, aunque askesis no se usa en el NT, sí encontramos en el vocabulario de los apóstoles los términos griegos egkrateia y sofrosine, que formaban parte del mundo ascético que se insinuaba en la cultura griega y en algunos grupos judíos como los esenios, a los que ya vimos que Filón y Josefo se referían con estas palabras. De modo que algo había en el Nuevo Testamento del lenguaje ascético, pero no mucho más. A decir verdad, el rasgo más distintivo de los ascetas cristianos del periodo de Constantino es su renuncia sexual, el celibato. Esto, que podría considerarse una opción personal más bien esporádica, evolucionó hasta convertirse en la práctica en un estándar o prueba de compromiso con la iglesia, a tal punto que la doctrina, la teología de la época va a mutar en una teología ascética, es decir, los maestros y escritores cristianos de este periodo van a lanzar un fuerte mensaje de continencia sexual, van a exhortar a la población cristiana a la abstinencia sexual como indicador de un carácter cristiano. Pero, claro, esto es algo que tiene muy poco o nada de apoyo en la Biblia, pero nada que la imaginación o los métodos exegéticos de los ascetas no puedan resolver. ¿Cómo se las arreglaron los ascetas cristianos para construir una teología en la que renunciar a la actividad sexual es uno de sus rasgos más prominentes? ¿Qué efectos tuvo esto en la población cristiana y en la historia posterior de la iglesia? En las próximas entregas de esta serie, La Transición Ascética, iremos viendo qué curso siguió una de las transformaciones más potentes y más desconocidas en la milenaria historia del cristianismo.

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