En nuestro artículo anterior
repasamos los extraordinarios eventos de 1816, cuando las consecuencias de la
explosión del volcán Tambora en Indonesia un año antes, terminó por generar un
invierno extendido que en Europa cubrió el período 1816-1818, tres años en los
que poco se vio el sol y se sufrió en cambio un terrible invierno, con mucho
frío, nieve y lluvia. Aunque en los libros de historia por lo general el acento
está puesto en la situación política y militar derivada de la derrota de
Napoleón en Waterloo, la ciencia del clima y sus consecuencias globales en todo
el planeta nos obligan ahora a repensar que tanto o más gravitante que las
guerras napoleónicas para la historia del siglo XIX fue la erupción del
Tambora. Como ya observamos brevemente los aspectos climáticos, económicos y
políticos afectados por el Tambora, valdrá la pena ahora centrarnos en la
derivada quizás más desconocida de estos lejanos acontecimientos, la religiosa.
Como ha quedado claro a estas
alturas, la erupción del Tambora en 1815 gatilló una serie de fenómenos que
culminaron en crisis humanitarias en Asia, África y Europa. Pero en este último
continente la situación se tornó incluso peor, pues los europeos apenas llevaban
un año de paz tras Waterloo y necesitaban tiempo para recuperarse de los
horrores de la guerra. La llegada de los efectos del Tambora en 1816 impidió
ese respiro y el resultado fue predecible: la ruina de las cosechas y las
deterioradas condiciones en el campo provocaron una escasez general de
alimentos y una terrible hambruna que recorrió a toda Europa. Normalmente el
hambre y la muerte van de la mano y los relatos de los cronistas de la época
son un recordatorio de ello. Cientos, miles de personas,
empobrecidas y hambrientas, se vieron empujadas a vagar por los pueblos y
campos de Europa en busca de comida y abrigo. En esa atmósfera apocalíptica, el
espectro de la muerte podía adoptar formas fantásticas, inspirando, por
ejemplo, el origen de "Frankenstein", la famosa novela de Mary
Shelley, o así al menos lo creen varios investigadores actuales, habida cuenta
que Shelley comenzó a redactar su libro cuando "veraneaba" en 1816 en
los Alpes suizos, una de las zonas más duramente afectadas por el riguroso clima
del “año sin verano”.
Pero el apocalíptico juego de
vida y muerte no sólo inspiraría la monstruosidad novelesca de Frankenstein, atizaría
también las expectativas escatológicas de quienes veían en los
acontecimientos de 1815-1816 un cumplimiento de profecías bíblicas. Desde su
aparición en el firmamento europeo, el meteórico ascenso de la estrella
de Napoleón y el mito de su invencibilidad convencieron a muchas personas que
el emperador francés no era otro que el Anticristo escatológico. ¿Quién más
podía pasearse por el mundo sembrando la guerra y derrotando a todos sus
adversarios sino uno que tuviera poderes demoníacos? Así lo pensaron los
clérigos católicos españoles en 1808 y también varios líderes protestantes en
Alemania e Inglaterra, para quienes la guerra y la revolución francesa
asociados a Napoleón eran pruebas irrefutables de su naturaleza infernal. Luego
vino lo increíble: Waterloo y la estrella de Napoleón caída a tierra, derrotada
al fin. Si a la derrota del Anticristo en 1815 sumamos la catástrofe
humanitaria y ambiental de 1816, uno puede comprender que muchos contemporáneos
se convencieran que el fin del mundo estaba ad
portas. Una de las versiones más antiguas de la escatología
cristiana es el quiliasmo, también conocido como premilenialismo, y que deriva
su nombre del conocido texto sobre el milenio de Apocalipsis 20:1 ("quilioi" en griego). Así, la visión
quiliasta o premilenialista sostiene que antes del fin del mundo habrá un
reinado literal de mil años de Cristo en el mundo. A su vez, previo a ese
periodo ("el milenio") habrá una serie de eventos cósmicos, como la
aparición y caída del Anticristo y alteraciones en la naturaleza. Aunque los
premilenialistas difieren en cuanto a la secuencia precisa de eventos, al menos
para varios de ellos en 1816 los datos cuadraban con sus expectativas
escatológicas: la caída de Napoleón y el trastorno climático de 1816-1818 eran
indicaciones claras del fin de los tiempos.
Un episodio dramático de esa
expectativa quiliasta la protagonizó por entonces la baronesa Barbara Juliane
von Krüdener (1764-1824, foto superior). De origen ruso-alemán y conectada por
vía familiar con la alta aristocracia rusa (el zar Pablo I fue padrino de su
hijo mayor), la baronesa tuvo una agitada vida sentimental que experimentó un
vuelco cuando entró en contacto con el despertar religioso que se esparcía en
el protestantismo suizo. Fue allí donde la baronesa abrazó la causa quiliasta,
la que unida a su misticismo y convicción, le llevaron a exponer su visión nada
menos que ante el zar Alejandro I, influyendo supuestamente en la creación de
la Santa Alianza en 1815. Pero la baronesa se sintió profundamente conmovida
por la catástrofe humana gatillada por la alteración climática, al punto de
reunir una multitud de desplazados a los que guió por diversos cantones y
ciudades suizas en busca de refugio y comida. Las autoridades suizas, temerosas
de que esta masa devorara la poca comida disponible, no tardaron en dispersar a
sus hambrientos seguidores, mientras la baronesa fue expulsada de vuelta a
Rusia. "La caridad comienza por casa", parecen haber pensado los
suizos, poniendo abrupto fin a la labor humanitaria de Krüdener. ¿Un lejano
antecedente de la reacción europea a la crisis migratoria de hoy?
Las increíbles consecuencias del
cambio climático y los trastornos ocasionados por el Tambora, a doscientos años
de ocurridos los hechos, no dejan de asombrar, incluso en el plano religioso.
Para profundizar sobre el lector puede consultar “The Life and Letters of Madame de Krudener” (1893) de Clement Ford;
“Tambora: The Eruption that Changed the
World” (2015) de Gillen D`Arcy Wood y “The
Little Ice Age: How Climate Made History 1300-1850” (2001) de Brian Fagan.
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