Para nadie es un misterio que Donald Trump es
un personaje bastante odioso para los mexicanos en particular y los
latinoamericanos en general. Su duro discurso nacionalista, agresivo y anti
inmigración despierta la natural antipatía en el mundo hispano parlante, donde
Trump aparece como el típico yankee soberbio y arrogante, y para colmo
multimillonario, el epítome de un capitalismo con muchos enemigos en esta parte
del mundo. Así que las críticas a Trump encuentran una cálida bienvenida en
América Latina, máxime aún si proceden de un Papa latinoamericano, casi como si
el discurso anti Trump alcanzara así una suerte de bendición divina. Pero más allá de la contingencia política y
la parafernalia noticiosa la frase del Papa puede verse bajo una nueva luz cuando
consideramos la historia cristiana: después de todo, ¿los cristianos
construimos muros o los derribamos?
Desde hace un tiempo a esta parte los
cristianos, católicos y protestantes por igual, nos hemos venido comprando un
discurso peligroso por su distorsión de la milenaria historia cristiana: hemos
llegado a creer que el cristianismo presenta una continuidad impoluta e
impecable de justicia y verdad, siempre haciendo el bien y luchando contra el
mal. Así, por ejemplo, hace poco un grupo de pastores evangélicos establecía
que los evangélicos no deberían votar o apoyar a políticos antisemitas, lo cual
está perfecto, claro que uno se pregunta si esos pastores evangélicos sabrán
que el cristianismo debe ser probablemente la religión más anti semita de la historia.
¿Conocerán los pastores el pasado antisemita del cristianismo o de largos
pasajes de su historia antigua y moderna? De conocer ese antecedente
probablemente la instrucción anterior no sólo apuntaría a otros, adoptaría
también un tono de auto crítica. Pues bien, el caso de las declaraciones del
Papa Francisco corre por un camino similar: espectacular lo de no construir
muros, pero ¿sabrá Francisco lo que hicieron sus antecesores en lo que a
construcción de muros se refiere?
Corría el año 1555 cuando el recién elegido
Papa Pablo IV (1555-1559), que apenas llevaba un par de meses reinando en Roma,
publicó la bula “Cum nimis absurdum”
en la que recordaba que Dios había condenado a los judíos a eterna esclavitud,
razón por la cual establecía que los judíos debían vivir en un sector
específico de la ciudad, de manera de aislarlos de la población cristiana: fue
el inicio del tristemente célebre ghetto de Roma, el recinto donde la comunidad
judía viviría separada del resto de la población por los próximos trescientos
años. Si bien en un comienzo los judíos saludaron esta situación pensando que
era una medida favorable para su seguridad, pronto comprendieron que el
objetivo era segregacionista, aislarlos todo lo posible para que no
contaminaran a la población cristiana. Aparte de encerrarlos en una
localización específica, varias normas adicionales estaban destinadas a
humillar a los judíos tanto como fuera posible: obligación de usar ropas con
colores definidos cuando salieran del ghetto, horarios estrictos para circular
fuera del ghetto (estaban obligados a pernoctar durante la noche en el
recinto), obligación de escuchar todos los sábados – día sagrado del judaismo –
un sermón católico para que abandonaran su fe, entre otras. Se estima que en
tiempos de Sixto V (1585-1590) unos 3.500 judíos vivían en una superficie de 3
hectáreas, es decir, una concetración de unas 117.000 hab/km2, a todas luces
una cifra increible. En tal hacinamiento las condiciones eran inhumanas, máxime
aún considerando que el área asignada al ghetto estaba a orillas del rio Tíber,
el cual en invierno solía inundar las tierras anexas, lo cual creaba un
ambiente perfecto para toda clases de plagas y enfermedades. Los muros del
ghetto, planeados en la segunda mitad del siglo XVI por el arquitecto Giovanni
Salustio Peruzzi, terminaron por delinear el paisaje de esta cárcel urbana que
iba a durar tres siglos. Salvo un breve periodo durante la invasión napoleónica
de Italia a fines del siglo XVIII que le concedió libertad a los judíos, el
restablecimiento del reino Papal en 1814 los obligó a volver al ghetto, del
cual no serían liberados finalmente sino hasta 1870, cuando las tropas de los
patriotas italianos ingresaron en Roma, acabando con la soberanía del Papa y
con el ghetto. Vale la pena recordar que a esas alturas el ghetto de Roma era
el último ghetto judío que quedaba en Europa occidental hasta el surgimeinto
del nazismo en el siglo XX.
“Una persona que sólo piensa en la construcción de
muros… no es cristiano”. Conmovedora frase la de Francisco, pero ¿qué hacemos
entonces con todos los Papas que durante trescientos años mantuvieron en alto
los muros del ghetto de Roma para encerrar a los judíos en una existencia
infrahumana? ¿Son esos Papas cristianos o no? Quizás, si con un tono un poco
más autocrítico y humilde, Francisco hubiese advertido a Trump que los cristianos
tenemos una milenaria y dramática historia en lo que a construcción de muros se
refiere y hasta este día nos arrepentimos de ello, el mensaje habría tenido un
mayor efecto sobre el candidato republicano. A menos que, claro, sea distinto
construir un muro que un ghetto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario