El sistema filosófico del inglés
Jeremy Bentham (1748-1832) se conoce como utilitarismo y en muchos sentidos
puede entenderse como parte del renacer de la filosofía de Epicuro en los
comienzos de la modernidad, en el periodo comprendido entre los siglos XVII y
XVIII. Sabido es que la enseñanza del griego Epicuro (341-270 AC ) se caracterizó,
entre otras cosas, por el atomismo (tomado de Demócrito), el hedonismo
(¿influencia cirenaica?), el empiricismo y algo así como un individualismo
versión antigua. Los discípulos de Epicuro lo resumieron como “el cuádruple
remedio” (tetrapharmakos), por los
cuatro principios básicos: (1) “dios no es algo a lo que temer”, (2) “la muerte
no es algo a lo que temer”, (3) “el bien es fácilmente obtenible”, y (4) “lo
que es terrible es fácilmente soportable”. De estos principios se deriva la
visión epicúrea de que no debemos temer a los dioses o a la muerte, pues
nuestra existencia es puramente material: no existíamos antes de nacer y
tampoco vamos a existir después de morir, así que nuestros gozos y sufrimientos
sólo son experiencias de nuestra vida en este mundo. De ahí que Epicuro derivara
aquella máxima que lo hiciera famoso: para ser felices debemos buscar el placer
y evitar el dolor. Claro que el uso del término “placer” (traducción del griego
hedone) llevó históricamente a varios
equívocos y confusiones, dado que muchos críticos lo entendieron como referido
a los placeres sensoriales o corporales, al modo de un libertino - el placer
sexual, por ejemplo - lo que estaba muy lejos de las ideas de Epicuro; como
varios autores acotan, una mejor interpretación sería entenderlo como “gozo” o
“bienestar”, el ideal epicúreo de una vida “quieta” - después de todo, estoicos y epicúreos estaban
de acuerdo en alcanzar una meta, la ataraxia
(literalmente “sin perturbaciones” o “tranquilidad”) o el estado de paz
interior. Como Epicuro y sus seguidores se ganaron ya en la antigüedad una a
veces injusta fama de ateos, no es extraño que los siempre religiosos romanos
lo miraran con suspicacia y que el advenimiento posterior del cristianismo le
diera el coup de grace: el
epicureismo fue anatematizado y perseguido.
Pero como anunciábamos al
comienzo, fue el despuntar de la era moderna lo que trajo de vuelta los textos
epicúreos y la dialéctica del placer y el dolor. Este epicureismo moderno (o
neo epicureismo) tiene una estela de nombres célebres, pensadores modernos tan
diversos como Michel de Montaigne (1533-1592), Thomas Hobbes (1588-1679),
Pierre Gassendi (1592-1655), Robert Boyle, Jean-Jacques Rousseau (1712-1778),
Barón d´Holbach (1723-1789), Jeremy Bentham (1748-1832) y John Stuart Mill
(1806-1873), por nombrar algunos. Ahora bien, de todos estos lectores del viejo
Epicuro tal vez ninguno llegó a renovar de una manera tan sistemática, lógica y
entusiasta el materialismo del sabio griego como Bentham y su principio de la
utilidad (también conocido como “principio de la máxima felicidad”) que,
habiendo tenido tantas versiones, vio la luz por primera vez en un manuscrito
que publicó (anónimamente) en 1776 y donde se refería a “un axioma fundamental,
la mayor felicidad del mayor número es la medida de lo correcto y lo
incorrecto”. El origen de este principio o axioma ha sido objeto de un largo
debate y aunque su primera enunciación se suele atribuir a Francis Hutcheson
(1694-1746) y se puede rastrear en textos de Lord Shaftesbury (1671-1713),
David Hume (1711-1776 ) y Adam Smith (1723-1790), la fraseología concreta usada
por Bentham parece inspirarse en la traducción inglesa de la obra “Dei delitti e delle pene” (De los
delitos y de las penas) del jurista italiano Cesare Beccaria (1738-1794),
publicada en 1768. Según este principio, una acción es moral si produce la
mayor felicidad para el mayor número de personas posibles.
En tiempos recientes la
filosofía moral de Bentham ha sido caracterizada como consecuencialismo o ética
teleológica, esto es, como una teoría que sostiene que el valor de una acción
está determinado enteramente por sus consecuencias y que propone por lo mismo
que una vida ética gira en torno a maximizar las buenas consecuencias y
minimizar las malas consecuencias de las acciones. Este aspecto del
utilitarismo ha sido duramente criticado por quienes ven en él una puerta
abierta a justificar cualquier acción, por inmoral que fuere, siempre y cuando
reporte buenos resultados. Pero volviendo a Bentham, la mayor felicidad
involucra la maximización del placer y la minimización del dolor. En el
lenguaje de Bentham “utilidad” se utilizó como sinónimo de placer o felicidad y
de ahí que a su sistema filosófico se le conociera como utilitarismo. Aun
cuando sus críticos acusaron a Bentham de reinstalar el hedonismo como una
suerte de descalificación moral, es justo decir que la comprensión que tiene
Bentham del placer o la felicidad no tiene nada que ver con el hedonista del
placer corporal; su visión es bastante más generosa. ¿Qué tan generosa? Bentham
afirmó explícitamente que la ecuación que relaciona placer y dolor no está
restringida sólo a los seres humanos: “La cuestión no es ¿pueden razonar? Ni
tampoco ¿pueden hablar? Sino ¿pueden sufrir?” Dicho en otras palabras, es la
capacidad de sentir placer y dolor, no la facultad del raciocinio, lo que
convierte a un ser en objeto del interés moral utilitarista. Así, entonces, la
maximización de la felicidad y la minimización del dolor debe tomar en cuenta
tanto a los humanos como a lo no humanos (los animales) que pueden verse
afectados por la función de utilidad. Para su época, cuando ningún sistema
filosófico o político tenía en sus enunciados la preocupación por el bienestar
animal, esta idea utilitarista debe haber sonado particularmente chocante, un
recordatorio más de por qué sus seguidores fueron conocidos como “radical
philosophers”. Ahora bien, lo anterior no quiere decir que Bentham manejara una
agenda animalista como las que conocemos hoy en día: no era un vegetariano, por
ejemplo. Sin embargo, la insólita inclusión del bienestar y sufrimiento animal
como parte de la responsabilidad moral humana sí nos obliga a cuestionar la
acusación de hedonismo egoísta que le colgaron sus críticos. Bentham creía
sinceramente que aumentar la felicidad y reducir el dolor del mayor número
posible de seres vivos (personas y animales) operaría la transformación en una
sociedad mejor.
Todo indica que ya en su
temprana juventud Bentham desarrolló un profundo rechazo hacia lo religioso.
Según algunos ese rechazo comenzaría en 1764, cuando se vio obligado a
suscribir los Treinta y Nueve Artículos de la Iglesia de Inglaterra como
requisito indispensable para graduarse en la universidad de Oxford. Si ello es
así o si su predisposición anti religiosa era anterior, lo cierto es que esa
experiencia resultó para Bentham en una imposición inaceptable y se encuadra en
su crítica posterior a la religión como un sistema autoritario basado en la
violación de la libertad humana; casi al final de su vida, en 1826, contribuyó
generosamente a la fundación del University College de Londres, la primera
universidad “laica”, donde podrían estudiar todos aquellos que por razones de
conciencia tenían prohibido estudiar en Oxford y Cambridge (personas sin
religión, católicos y anti trinitarios). Sorprendentemente habrían de pasar más
de cinco décadas antes de que, en los años 1810s, Bentham comenzara a escribir
sistemáticamente sobre religión, o mejor dicho, comenzara a desplegar un ataque
sostenido en contra de la religión. Se suele destacar un pequeño manuscrito
titulado “Not Paul, but Jesus” (Londres, 1823) como uno de los referentes de
ese esfuerzo. El texto fue publicado bajo el seudónimo de Gamaliel Smith,
detalle no menor, pues varias de sus obras fueron publicadas de manera similar
o bien en forma anónima, un recordatorio más de que las ideas de Bentham en
variadas materias eran polémicas e incluso potencialmente revolucionarias
consideradas según el consenso mayoritario de la época. En “Not Paul, but
Jesus” Bentham desarrolla la idea del conflicto entre dos principios opuestos:
el principio de la utilidad y el principio del ascetismo. Aunque volveremos
sobre esta obra en capítulos posteriores digamos aquí a modo de resumen que
Bentham contrasta la búsqueda de la felicidad humana representada por el
principio de la utilidad (o felicidad) versus la prosecución de la infelicidad
a que conduce el principio ascético cristiano. En otras palabras, Bentham
presenta su principio de la utilidad - “la mayor felicidad posible para el
mayor número posible” - como el camino que conduce a alcanzar la felicidad
humana en este mundo, independientemente de las ideas que tengamos sobre lo que
suceda después de la muerte, mientras que el principio ascético cristiano
enseña a vivir una vida infeliz aquí con miras a alcanzar una hipotética
felicidad en el más allá. La conclusión del ejercicio que nos plantea Bentham
es que podemos vivir razonablemente bien o incluso mejor si no dejamos que la
religión intervenga en nuestras vidas. Esta noción de que los seres humanos
podemos alcanzar la felicidad y la paz social con prescindencia de cualquier
creencia religiosa particular es lo que llevará a varios investigadores
actuales a considerar a Bentham un adelantado de la secularización.
Ahora bien, aun cuando Bentham
pudiera ser catalogado como un ateo, ese rótulo quizás no describe
correctamente al personaje. En rigor Bentham no negaba la existencia de Dios,
lo que rechazaba es que pudiéramos tener algún conocimiento de lo sobrenatural;
para usar un término que iba a surgir varias décadas después de su muerte,
Bentham puede ser descrito en propiedad como un agnóstico. La visión de Bentham
sobre lo sobrenatural tiene sus raíces en la epistemología de su compatriota y
filósofo John Locke. El empiricismo de Locke se popularizó en la famosa imagen
de la tabula rasa: al nacer, el ser humano no viene con ideas preconcebidas y no
tiene otra fuente de conocimiento que las percepciones que recibe del mundo
exterior y que alimentan al cerebro a través de esas ventanas hacia lo externo
que son nuestros sentidos. No deja de ser irónico que la filosofía de un teísta
como Locke - sociniano, pero teísta al fin y al cabo - se tradujera en algunos
lectores posteriores en una fuente de racionalismo anti religioso; dos casos
famosos: Voltaire en Francia y Bentham en Inglaterra. Pues bien, según su
propia lectura de Locke, Bentham apropió aquello de que todo nuestro
conocimiento proviene de nuestras percepciones sensibles del mundo externo, de
donde se sigue que no sabemos nada de aquello que no pase por el filtro de
nuestros sentidos. Según esa lógica inexorable Bentham concluye que es
imposible tener conocimiento alguno de lo sobrenatural: no vemos, ni palpamos
ni sentimos a Dios con ninguno de nuestros sentidos. En rigor, entonces, no podemos
decir que Dios existe o que no existe, sencillamente no sabemos porque no
podemos percibir ni lo uno ni lo otro. Así que hablar sobre la existencia o no
existencia de Dios es hablar cabezas de pecado y por tanto la religión es eso,
un sinsentido. En cambio, los sentidos nos brindan una guía para la vida:
instintivamente todo ser humano buscará las sensaciones placenteras y evitará
las que causen dolor. El viejo Epicuro estaba en lo cierto; los sentidos no nos
permiten saber de Dios, pero sí del principio de la utilidad, o al menos eso
creía Bentham.
No hay comentarios:
Publicar un comentario