lunes, 12 de abril de 2010

Las teologías de Aristóteles




La influencia del filósofo griego Aristóteles sobre la cultura occidental ha sido considerada como una de las de mayor peso de cuantas nos legara la riquísima historia de la antigüedad clásica. Pocos lo recordarán hoy en día, pero cuando la ciencia moderna daba sus primeros pasos dubitativos a comienzo del siglo XVI, su punto de referencia – para bien o para mal – seguía siendo Aristóteles, aunque a esas alturas el hombre llevaba muerto diecinueve siglos; nada mal ¿no?

Esta influencia aristotélica adquirió dimensiones colosales cuando en el siglo XIII su pensamiento fue adaptado por los teólogos escolásticos (el mayor de cuyos exponentes lo hallamos en Tomás de Aquino). Hasta entonces Aristóteles, o mejor dicho su legado escrito, llevaba varios siglos de un casi total desconocimiento. Hubo que esperar a que árabes y judíos recuperaran sus libros a través de rebuscadas traducciones, para que finalmente su pensamiento alcanzara el radio de interés de los intelectuales europeos que principiaban a poblar las nacientes universidades del viejo continente.

Si viviésemos en la Europa del siglo XIV y quisiésemos estudiar teología, por entonces la más reputada de las profesiones, deberíamos tener al lado de la Biblia algún libro de Aristóteles. ¿Cómo es que Aristóteles, un filósofo griego que vivió en el siglo IV a. C., pudo llegar ser tan importante para la teología medieval? ¿Por qué las facultades de teología de las primeras universidades europeas hacían tanto hincapié en los libros de Aristóteles, acaso más que en la Biblia? Hay variadas respuestas para la compleja relación que conectó al estagirita con los hombres que hacían teología en la edad media. De entrada, cabe hacer algunas precisiones; con seguridad los escolásticos (los intelectuales medievales) entendían por teología una cosa con una significación distinta a la que tiene para nosotros hoy. La vieja pregunta que los fariseos dirigieron contra Jesús – “¿con qué autoridad hacer estas cosas?” Mateo 21:23 – era una de las cuestiones claves para los teólogos medievales. El mundo en el que ellos vivían estaba basado y construido en torno a “autoridades”; la principal autoridad era por cierto la de la iglesia, representada a su vez por la autoridad suprema del Papa. Supuestamente esta autoridad estaba fundada en las escrituras, por más que a nuestros ojos este sea un supuesto altamente cuestionable dadas las contradicciones de la iglesia medieval. Pero los teólogos de la edad media, al estilo de un Tomás de Aquino, no estaban para cuestionar la autoridad papal a partir de las escrituras; su negocio era otro, su negocio era fundar la autoridad de los Papas y de la iglesia sobre todo el edificio de la sociedad medieval, de modo que esa autoridad resultaba incuestionable y el oponerse a ella sinónimo de estar al margen de la ley humana y divina. Una teología con autoridad, una teología con dogmas. Aquí era precisamente donde entraba Aristóteles.

Aristóteles debe haber sido para los antiguos lo más parecido a algo así como la Wikipedia del mundo grecorromano. Aristóteles había escrito acerca de prácticamente todo cuanto existía y se conocía en su tiempo: botánica, astronomía, mecánica, psicología, meteorología, lógica, zoología, matemáticas y un muy largo etcétera. En una época en que un hombre podía aprehender todo el conocimiento existente, muy poco escapó a la mente inquisitiva y al frío razonamiento aristotélico, que según la tradición se plasmó en casi un millar de textos, de los que sólo una fracción sobrevivió al paso de los siglos. Su filosofía se extendió desde las insondables regiones del espacio lejano hasta las complejidades de la mente y la psiquis humana, luchó por clasificar la variedad de especies animales y se detuvo luego en el proceso del arte y la estética para definir qué es la belleza para el ser humano. No puede sorprender, por lo tanto, que ya para los antiguos Aristóteles adquiriera un estatus de autoridad “de culto”, para usar la jerga moderna. Ni tampoco nos debiera sorprender que para el siglo XIII los libros de Aristóteles resultasen tan frescos y novedosos como cuando se escribieron 1.500 años antes: en el transcurso de todo ese tiempo, poco y nada se había avanzado desde donde Aristóteles había dejado puesta la vara del conocimiento.

Magister dixit.” La idea de que el mundo natural podía entenderse de manera simple apelando a la autoridad de Aristóteles, resultó ser para los teólogos medievales el correlato perfecto de la autoridad de los Papas en los asuntos espirituales. Así que ante el problema de tener que escoger entre Fe y Razón, los escolásticos resolvieron este nudo gordiano sin tener que desatar nada: sólo había que apelar a las “autoridades”, para la fe el Papa, para la razón Aristóteles. La perfecta armonía de Fe y Razón, el feliz matrimonio entre aristotelismo y la teología cristiana fue la meta dorada de generaciones de teólogos escoláticos que se dieron a la noble misión de armonizar las enseñanzas del filósofo griego con las escrituras hebreas y los dictámenes de Roma. Claro que Aristóteles tenía muchas aristas y también sus grietas, de modo que este contubernio forzado entre aristotelismo y catolicismo no estuvo exento de crisis recurrentes, todas las cuales inexorablemente se resolvieron aclarando que en última instancia la fe (el Papa o la iglesia) tenía la palabra final por sobre el mismo estagirita. Es lo que se conoce como tomismo, enseñanza iluminada que le valdría a Tomás de Aquino ser nombrado como uno de los Padres del catolicismo.

Después de casi cuatrocientos años de dura y lacerante discusión académica (excomuniones y guerras de por medio), la teología escolástica podía exhibir orgullosa el corpus del saber intelectual y curricular que había acopiado leyendo a Aristóteles y a los santos. El sueño escolástico parecía realidad: un continente con autoridad y con dogmas, donde la fe y la razón convivían en paz. ¿Demasiado perfecto para ser cierto? Claro, porque a esas alturas, inquietantes noticias procedentes de Alemania notificarían a los escolásticos de un camino distinto para hacer teología, no precisamente a partir de Aristóteles ni por cierto de la autoridad del Papa. Desde el año de Nuestro Señor de 1517 una nueva teología, la teología protestante, iba a dibujar una nueva Europa, distinta de aquella Europa escolástica y aristotélica de los siglos precedentes. Por cierto que Aristóteles no desapareció ni mucho menos, ni los protestantes dejaron de leerlo y de enseñarlo, pero en la nueva sociedad se abrió paso un sentido de la realidad que no era funcional al aristotelismo católico (tomismo). Permítasenos aquí “pelar” un poco a Aristóteles. El estagirita, hay que decirlo, no era muy amigo de eso que llamamos experimentar, someter a prueba, testear. Para Aristóteles, padre de aquella áspera disciplina llamada lógica, todo podía deducirse a partir del razonamiento abstracto, por lo que era innecesario hacer pruebas allí donde nuestros procesos mentales descubren la verdad de las cosas. Pero en la sociedad protestante, eliminada la autoridad del Papa, ¿permanecería inmutable la autoridad de Aristóteles? Lamentablemente el nuevo universo protestante demostraría ser un terreno inhóspito para las “autoridades” (parafraseando a los políticos, pululaba por allí demasiado teólogo díscolo). Algunos experimentos por aquí, otros descubrimientos por allá… lenta e inexorablemente la apelación a la autoridad de Aristóteles – tan balsámica a la mentalidad escolástica y católica hasta hace poco – fue derrumbándose tan penosamente que el matrimonio entre fe y razón de los siglos medievales, en su versión aristotélico-escolástica, desapareció para siempre.

¿Y Aristóteles? Bueno, al legado físico de nuestro sabio macedonio le quedó aún un reducto inexpugnable en los cielos, pudo sobrevivir a la mecánica de Newton, hasta que Albert Einstein apareció en escena… pero eso es parte de otra historia y de otra teología.

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